Выбрать главу

Se apeó del coche, subió los escalones de la portería, donde había un hombre.

«Óigame, por favor, ¿podría avisar por el telefonillo a la señorita Anfossi de que está aquí el coche esperándola?»

El otro obedeció de mala gana:

«Dice que baja en seguida».

¿En seguida? Eran las siete y veinticinco, cierto era que había poca gente por la calle, pero, si por casualidad hubieran empezado ya a funcionar los semáforos, en un cuarto de hora no llegaban a la estación.

Las siete y media. ¿En qué estaba pensando esa desdichada? Las siete y treinta y dos. Nunca aparecería Laide, ya no bajaría, ya no le telefonearía más, no volvería a dar señales de vida. Ya había perdido el tren.

Saltó la cerradura de la cancela. Ella avanzó, derecha, con aquel paso suyo, deliberado e indiferente. En la mano derecha llevaba un bolso de cuero; en la izquierda, una gran maleta blanca.

Dorigo se dirigió hacia ella, que parecía asombrada de verlo allí:

«¿Podrías ayudarme, no?»

Él le cogió la maleta.

«Ahora ya no llegamos».

«No ha sonado el despertador. Si no llega a llamarme el portero…»

«¿Sabes que son las siete y media pasadas? En cinco minutos no llegamos a la estación».

«¿Por qué cinco minutos?»

«¿No dijiste que salía a las siete cuarenta?»

«Hay otro a las ocho y cinco».

«Podías habérmelo dicho, ¿no?»

«¿Y cómo iba yo a saber que no sonaría el despertador?»

Ni siquiera le había dicho "hola", ni una sonrisa, incluso en aquel momento en que iba sentada a su lado en el coche, no lo había mirado ni siquiera una vez, estaba totalmente concentrada en probar y volver a probar el cierre del bolso, que se enganchaba.

No se había lavado, no se había maquillado, llevaba un impermeable tipo trench-coat y estaba desmejorada, feúcha, pero Antonio respiraba, la tenía ahí, a su lado, en su coche, por unos minutos al menos en cierto modo era suya, le concedía su presencia física, por unos minutos él sabía lo que estaba haciendo, por unos minutos no estaba con otros; el impermeable era corto, sobresalían las dos rodillas redondas y lisas, que las medias, muy estiradas, cubrían.

«¿A qué hotel vas en Módena?»

«Aún no lo sé».

«¿Irá a esperarte él?».

«¿Quién es él?»

«Tu primo, tu primito».

«¿Y quién lo sabe?»

«¿Cuántos días estarás fuera?»

«No lo sé, depende del trabajo».

«¿Te refieres a la fotografías?»

«Pero si debo de habértelo dicho cien veces». Parecía fastidiada, parecía entender que él sospechaba.

«¿Y me telefonearás cuando vuelvas?»

«Claro que te telefonearé».

«¿Y desde allí me telefonearás también?»

«Puede que sí, si me resulta posible».

Miraba la calle delante de él, estaban en Via Procaccini, llovía aún un poco, ella tenía una expresión inquieta y tensa, de animalito acosado, como aquel día en que había partido para Roma, pero él nada tenía que ver, él no tenía papel alguno en aquella inquietud de ella, era una partida, un duelo, un juego, una intriga, una conspiración, a saber qué, entre otras personas desconocidas de su mundo y ella, y él estaba excluido. Él era el burgués acomodado que pagaba.

XVIII

Al entrar en la oficina, encontró una nota del telefonista: «Ha telefoneado desde Módena su sobrina Laide para rogarle que vaya a recogerla mañana por la mañana temprano a Módena, Hotel Moderno».

¿Módena? ¿Cuántos kilómetros eran? Ni por un instante pensó en no acudir. Después se acordó de su modestísimo automóvil, el seiscientos ya bastante destartalado.

Comenzó a proyectar la fuga. Salir temprano no era difícil, un despertar anormal no podía levantar sospechas en su casa, sólo por la noche era difícil estar libre. Lo esencial era poder regresar a las cinco o cinco y media para un compromiso de trabajo: un palizón, desde luego.

Pero por la noche, en la cena, se encontró por casualidad con Menotti, su viejo amigo. Menotti tenía un coche deportivo, descapotable. Durante la cena, convencido de que el otro le diría que no con cualquier pretexto, le preguntó si le prestaría su Spyder el día siguiente. Menotti no atribuyó la menor importancia al asunto. Sí, desde luego, con tal de que Dorigo regresara por la noche.

La idea de ir a recoger a Laide en un automóvil descapotable, de tipo deportivo, serenó a Antonio. De ilusiones tan estúpidas está hecha nuestra vida, en el fondo.

Al regreso del restaurante de Corsico, a lo largo del Naviglio, en una noche de mayo perfumada, conduciendo aquel hermoso coche, con el viento que le daba un extraño malestar en la nuca, con una mujer hermosa al lado, de la que ni siquiera conocía el nombre y que lo traía totalmente sin cuidado, con las luces de las farolas que pasaban de largo, las miradas curiosas o envidiosas de los transeúntes, iba pensando en que el día siguiente volvería a verla, con la maravillosa conciencia de que Laide lo había llamado por primera vez, con la ligereza que le daba la inmersión en el aire azul de la noche, con aquella sensación embriagadora de desnudez que da un coche descapotable, como cuando de niño, a comienzos de junio, substituía los pantalones bombachos por el pantalón corto y las piernas desnudas le daban una confusa sensación de voluptuosidad, expansión física y desvergüenza carnal.

El despertar a las seis, en sí durísimo, fue como una maravilla ante la idea de que ella lo esperaba, ante la idea del coche con el que iba a recogerla. Con aquel coche llegaría un hombre estupendo: rico, deportivo, desenvuelto, moderno, joven, como los maromos de las películas de moda. Iba a causarle una impresión magnífica. Al verlo llegar con un Spyder sport, Laide ya no podría considerarlo un intelectual, un poca cosa, un pobre burgués. Aquel coche le permitiría entrar por fin en su mundo, con pleno derecho de ciudadanía, el mundo de los hombres ricos e impávidos que manejan a las chiquillas pobres como si fueran automóviles o, mejor dicho, con mayor indiferencia, mientras ellas los miran intimidadas y se dejan magrear pasivamente.

Partió a las seis y media y encontró las calles vacías. Lástima que el cielo estuviese gris.

Cada vez que el pie apretaba el pedal del acelerador, era un espacio menos que lo separaba de ella. Él, que solía ser prudente hasta la exageración, volaba por la ciudad. Las casas estaban aún adormecidas y lívidas; los semáforos eran aún destellos amarillos intermitentes: la ciudad cogida por sorpresa.

Se internó por la autopista del Sol, cuando el sol aún no había logrado disipar la bruma. La pista estaba desierta.

Nunca había probado a conducir a ciento veinte, ciento treinta por hora. Al acelerar, las líneas blancas de los bordes se contraían y estrechaban de modo preocupante. Desde luego, ella estaría dormida a aquella hora. ¿Sola? Ella estaba allí, al fondo, allende el horizonte, muy lejos aún.

No había en derredor ni casas ni fábricas ni surtidores de gasolina, como en las carreteras normales. El campo estaba desierto: prados humeantes de niebla y al fondo grandes hileras regulares y sucesivas de álamos altísimos que se perdían a lo lejos. A medida que corría, los árboles, por un lado y por otro, giraban en tropel y se concentraban hacia el extremo del tramo rectilíneo y después se disgregaban a los lados, mientras otros, más lejanos, corrían por delante para volver a cerrarse hacia el horizonte: como si dos inmensas plataformas giraran en sentido opuesto, una a la derecha y otra a la izquierda.

Aún no había sol, pero se sentía que estaba tras los toldos de humedad y niebla. Todo el campo inmenso lo esperaba, aterido, y, a medida que la aguja blanca del cuentakilómetros subía con nerviosas oscilaciones, el aire frío formaba un remolino en su nuca.