Después le pareció que al moverse, en sentido inverso al desplazamiento del coche, las hileras de álamos querían decirle algo. Sí, la fuga de los árboles -trenzado fluido y cambiante de perspectivas en una doble rotación del campo hasta perderse de vista- había cobrado una intensidad especial de expresión, como cuando alguien está a punto de hablar.
Corría, volaba, en dirección del amor y también los árboles que se deslizaban en el límite de los prados eran impulsados por algo más fuerte que ellos. Cada cual tenía su propia fisionomía, una forma especial, una silueta diferente, y eran muchos: miles y miles. Y, sin embargo, una fuerza común los arrastraba hasta el remolino. Todos los álamos del campo inconmensurable huían exactamente como él, girando en dos enormes alas curvadas.
Era un espectáculo, en la mañana solitaria, con la vacía carretera por delante y los prados y los campos desiertos; no se veía un alma, parecía que todo el mundo, excepto él, hubiera olvidado que existía aquella parte del mundo y ella estaba allí, al fondo, detrás del ultimísimo telón de árboles o, mejor dicho, mucho más allá, probablemente estuviera durmiendo con la cabeza hundida en la almohada y entre las tiras de las persianas la luz del nuevo día penetrara en la alcoba e iluminase la masa de su pelo negro, inmóvil. ¿Estaría sola?
Entonces comprendió de improviso el sentido de aquel encantamiento natural. ¿Qué querían decirle, en realidad, las hileras de álamos que avanzaban en fila por el horizonte y parecían huir de él y al tiempo correr a su encuentro para después alejarse a sus espaldas, en la niebla, consumidas, mientras nuevas hileras aparecían por delante, inagotables, y se precipitaban sobre él?
De repente comprendió lo que decían, comprendió el significado del mundo visible, cuando nos deja estupefactos y decimos: «¡Qué belleza!», y nuestra alma se siente invadida por la exaltación. Había vivido toda su vida sin sospechar la causa. Muchas veces se había quedado arrobado ante un paisaje, un monumento, una plaza, un escorzo de calle, un jardín, el interior de una iglesia, una roca, una callejuela, un desierto. Hasta entonces no se había dado cuenta por fin del secreto.
Un secreto muy sencillo: el amor. Todo lo que nos fascina del mundo inanimado, los bosques, las llanuras, los ríos, las montañas, los mares, los valles, las estepas, más, más, las ciudades, los palacios, las piedras, más, el cielo, los ocasos, las tormentas, más, la nieve, más, la noche, las estrellas, el viento, todas esas cosas, en sí mismas vacías e indiferentes, se cargan de significado humano, porque, sin que lo sospechemos, contienen un presentimiento de amor.
¡Qué estúpido había sido al no haberse dado cuenta hasta entonces! ¿Qué interés tendrían un acantilado, un bosque, una ruina, si no entrañaran una espera? ¿Y espera de qué, si no de ella, de la criatura que podría hacernos felices? ¿Qué sentido tendría un valle romántico, todo rocas y escorzos misteriosos, si el pensamiento no pudiera transportarnos hasta ella en un paseo a la hora del ocaso entre flébiles llamadas de pájaros? ¿Qué sentido la muralla de los antiguos faraones, si en la sombra de la cueva no pudiéramos soñar con un encuentro? ¿Y qué podría importarnos una esquina de un pueblo flamenco o un café del bulevar o el zoco de Damasco, si no pudiéramos suponer que también ella pasaría un día por ellos y dejaría prendido un jirón de su vida? Y una capillita solitaria en un cruce de caminos con su lamparita, ¿cómo iba a ser tan conmovedora, si no ocultara una alusión? ¿Y la alusión a qué sería, si no a ella, a la criatura que podría hacernos felices?
Pensó en una ventana solitaria iluminada en una noche de invierno, en una playa bajo rocas blancas en plena gloria del sol, en una callejuela inquietante y tortuosa en el corazón de la ciudad antigua, en las terrazas de un gran hotel en una noche de gala, en heniles, en la luz de la luna; pensó en las pistas de nieve en un mediodía de abril, en la estela de un transatlántico blanco iluminado con una fiesta, en los cementerios de montaña, en las bibliotecas, en chimeneas encendidas, escenarios de teatros desiertos, en la Navidad, el fulgor del alba, dondequiera que estuviese oculto el pensamiento de ella, aun cuando no supiésemos quién era.
¡Qué mezquina sería nuestra exaltación espiritual, si sólo nos incumbiera a nosotros y no pudiese transmitirse a otra persona!
Incluso las montañas que había amado intensamente, las desnudas, escabrosas e inhóspitas rocas, en apariencia tan antitéticas a los asuntos amorosos, cobraban un sentido diferente en aquel momento. ¿Un desafío a la naturaleza salvaje? ¿La superación del yo? ¿La conquista del abismo? ¿El orgullo de la cumbre? ¡Qué espantosa necedad sería, si consistiera sólo en eso! Dificultades y peligros resultarían ridículamente gratuitos. Había meditado por extenso sobre ese problema sin lograr resolverlo. En aquel momento, sí. En el amor a las montañas anidaba clandestinamente otro impulso del alma.
Si, cuando era niño, alguien se lo hubiera dicho y hubiese podido entenderlo, siempre habría replicado que no, que no era cierto, por una apariencia de pudor. Así también los demás habrían dicho que no, que era una idiotez, retórica, romanticismo trasnochado y, sin embargo, si se les hubiera preguntado, no habrían sabido indicar de otro modo por qué les conmovía una borrasca marina o un arco de los Césares derruido o una farola oscilante en una callejuela de los bajos fondos. Nunca confesarían que ante esas escenas también ellos sentían la llamada de un sueño de amor, pese al desagrado que semejante expresión pudiera inspirar.
Desde el último extremo del tramo rectilíneo, mientras ya el cielo se disolvía en el azul y el sol se esparcía, los grumos de árboles apostados allí al fondo seguían rompiéndose, desgranándose en dos partes lentamente y en progresiva precipitación pasaban deslizándose por los costados, con un fluido trenzado de perspectivas -rápidas las hileras más cercanas, lentas y perezosas las lejanas- en una doble rotación del campo hasta perderse de vista, y, cuando apretaba el pedal, el movimiento de los árboles se aceleraba y le parecía que toda la llanura lo obedecía.
También le venían a las mientes las caravanas de cacatúas maullantes procedentes de América que bajaban de los autobuses delante de museos y catedrales. ¿Perseguirían también aquellas desdichadas, en su vagar de un país a otro, aquel presentimiento de amor? Exactamente así, compadecedlas. También en esas carrozonas en serie y rebosantes de salud resistía aún, sin que lo supieran, la llamada; tenían sesenta, setenta, ochenta años, eran mujeres recatadas y respetables, habrían enloquecido de vergüenza, si hubieran podido saber lo que las arrastraba de acá para allá por el mundo y, sin embargo, si en los viajes no hubiera habido ese asomo novelesco e inverosímil, nunca se habrían movido de casa. El vagabundeo de frontera en frontera, de hotel en hotel, habría resultado un suplicio.
¿Y el fenómeno universal de la poesía? ¿Cómo es que aparecen tantos paisajes, selvas, jardines, playas, ríos, árboles, crepúsculos en los versos dedicados a la mujer amada? ¿Por qué reconocen los poetas, más aún que los otros, la referencia fatal en la naturaleza? Las torres antiguas, las nubes, las cataratas, las enigmáticas tumbas, el sollozo de la resaca sobre un escollo, las ramas dobladas con la tormenta, la soledad de los pedregales en la tarde: todo ello constituía una iniciación precisa a ella, la mujer nuestra, que nos incinerará; todas las cosas conjurándose con las demás cosas del mundo en una conspiración sapientísima para promover la perpetuación de la especie.
Era una intuición tan bella y placentera, que en otras circunstancias le habría dado satisfacción, pero, precisamente por su exactitud, aquel día sólo le infundía dolor. En efecto, la expresión de los árboles fugitivos correspondía a la condición de su amor, que era absurdo y desesperado. Corría hacia ella, aun sabiendo que allí lo esperaban sólo nuevas angustias, humillaciones y lágrimas, pero él igual corría que se las pelaba, con el pie apretando con todas sus fuerzas el pedal, por miedo a perder un minuto.