Mientras bajaba la capota y la plegaba en su sitio, maniobra bastante complicada, notó que dos jóvenes mozos del hotel habían salido al umbral y lo observaban con el típico interés de los jóvenes por todos los automóviles fuera de lo normal.
Intentó apresurarse al máximo, deseoso de que bajara Laide. Cuando volvió a entrar, el conserje le dijo sonriendo:
«No, su sobrina no ha bajado aún».
¿Su sobrina? Eso no le hacía ninguna gracia; como si ella tuviera interés en dejarlo bien claro: no se os ocurrirá pensar por casualidad que ese cincuentón sea amante mío, ¿eh? Como si ella se hubiera sentido humillada al admitir públicamente una relación física con un hombre que podía ser fácilmente su padre. De acuerdo, el hecho de que Laide lo presentara como su tío demostraba que no se avergonzaba de él e incluso tal vez apreciara ese parentesco ficticio, para aparentar ser de una familia tan respetable, sobrinita predilecta de un hombre conocido y estimado. Además, eso creaba entre los dos un vínculo, aunque fuera falso, mucho más sólido que el -totalmente inconsistente- que puede haber entre una chica de alterne y un cliente, cosa que también lo halagaba. Antonio sentía un placer inmenso con todo lo que le permitía, de un modo u otro, entrar en la vida de Laide, mundo ambiguo, complicado, pecaminoso y terriblemente milanés.
Pero comprendió lo cómodo que resultaba a Laide asignarle el papel de tío: una coartada que le permitía hacer el amor con éste o aquél y al mismo tiempo dejarse llevar por ahí por Antonio sin que resultara escandaloso. Cuando el conserje del hotel le había hablado de su sobrina, había sentido unas ganas locas de responder:
«¿Sobrina? Ésa nunca ha sido sobrina mía».
Pero se había detenido a tiempo: probablemente habría parecido el viejecillo cornudo y burlado. Sin contar con que, si se lo hubiesen explicado, Laide se habría puesto como una fiera, tal vez hubiese sido capaz de mandarlo con viento fresco delante de todo el mundo.
Estaba rumiando esas ideas, cuando bajó ella. Estaba impecable, bien maquillada y peinada, llevaba un vestido plisado y en el brazo un minúsculo perrito maltés. Tras ella venía el mozo con una maleta, dos maletines, un neceser y un abrigo de antílope gamuzado.
«¿Es éste tu famoso perrito?»
«¿Metemos ya las cosas en el coche?», se apresuró ella a decir sin responder a su pregunta y él notó que echaba un vistazo en derredor para comprobar si otros, además del mozo, la habían oído, porque resultaba muy extraño que un tío suyo nunca hubiera visto el perrito de su querida sobrina.
También se dio cuenta de que de repente Laide se había enfurruñado; apretó el paso para distanciarse del mozo y le dijo:
«Si hay algo que detesto, ¡es hablar de nuestras cosas en presencia de extraños!»
«¿Qué cosas? ¿Qué he dicho?»
«Nada, nada», dijo ella en voz baja, porque el mozo se acercaba, «para ciertas cosas vosotros, los hombres, sois unos perfectos cretinos».
Por fortuna, volvió a serenarse cuando delante del hotel vio el Spyder rojo que esperaba, flamante, al sol de mayo.
«¿Es tuyo?»
«No. Me lo ha prestado un amigo».
«Ya me extrañaba. ¿Cuándo vas a decidirte a cambiar ese viejo cacharro tuyo?»
Colocaron las maletas en el portaequipajes y después ella dijo:
«Oye, deberías hacerme un favor, perdona, ¿eh?»
«¿Qué?»
«Aquí, en el hotel, me falta algo que pagar».
«¿Te refieres a la cuenta?»
«¿Ves cómo eres? En seguida piensas mal. La cuenta ya está pagada. ¿Crees que te iba a hacer venir de Milán hasta aquí para que me pagaras la cuenta del hotel? La verdad es que me aprecias poco. Es la nota del conserje, serán cuatro mil o cinco mil liras».
Eran, en realidad, cinco mil doscientas. Pagó y salió afuera. Como aún no era mediodía, le propuso partir en seguida: él por la tarde debía estar en el estudio. En lugar de comer allí, en Módena, podían perfectamente parar en Parma: también en Parma había restaurantes muy buenos.
«¿Por qué?», dijo Laide. «¿Quién nos obliga a marcharnos tan pronto? Podemos partir después del almuerzo, por la autopista llegarás a tiempo, seguro, y, además, es que me gustaría despedirme de Marcello».
«¿Y quién es Marcello?»
«Pues mi primo. Debo de habértelo repetido diez veces».
«¿Y no has visto bastante a tu primo en estos días?»
«Lo he visto sólo una vez: tiene tanto trabajo, en la obra. Espera, que voy a ver si lo pesco».
Dejó a Antonio y se asomó al mostrador del conserje. Para no dejar ver su desasosiego, él no se movió. La vio, a través de la puerta del hotel, telefonear. Parecía muy contenta. Se reía. Él no veía la hora de que acabara. Encendió un cigarrillo. Vio que seguía telefoneando, la vio volver a reírse.
Laide colgó y se reunió con él en la acera, a la sombra de la marquesina. Tenía expresión feliz.
«Bueno, ¿qué?»
«Pues que no sé si te lo he dicho, pero debo ir a toda costa a despedirme de una familia que ha sido muy amable conmigo: ¡si supieras!… no puedo marcharme así, sin despedirme».
«A saber a qué hora iremos a comer entonces».
«Oh, a mí la comida no me importa. Podríamos hacer lo siguiente. Dentro de unos minutos llegará Marcello y me acompañará a casa de esos amigos. Tú, entretanto, puedes ir a comer. Después, a las dos o las dos y media nos vemos y partimos en seguida. Así no te hago perder tiempo».
«¿Vengo de Milán expresamente para recogerte y me dejas solo como un perro?»
«Vamos, no te enfades ahora. ¿Cómo me las arreglo yo, si no, con esos amigos?»
«Y, además, es que ese asunto de Marcello no me hace ninguna gracia. Me da toda la impresión de que es tu primo tanto como yo tu tío».
Los ojos de Laide se dilataron: de sorpresa y de rabia.
«Exacto: para ti todas son putas. ¿No se puede querer a un hombre sin irse a la cama con él? Ni siquiera lo miraría a la cara, si no me respetara».
«No pretenderás decir que nunca te ha dado un beso».
«Pero, ¡serás asqueroso!», dijo ella exasperada. «Me imaginaba que me ibas a montar este pollo. Vosotros, los hombres, sois todos iguales. ¡Nosotras tenemos que ser por fuerza unas zorras todas! No, si quieres saberlo, Marcello no me ha besado nunca. Es como si fuéramos hermanos. ¿Está claro?»
«No veo por qué has de ponerte así. Al fin y al cabo, eres libre de hacer lo que te salga de las narices».
«¡Ah, no debería ponerme así! Me llamas puta, ¿y no debería ponerme así?»
«¿Quién te ha llamado puta?»
«Tú, si crees que yo voy contigo y después voy también con él. Él, sí que podría ponerse así, si acaso, si supiera que nosotros dos…»
Antonio se sintió derrotado. Antonio la creyó: era inverosímil, pero Antonio la creyó, tenía tal acento de sinceridad y orgullo ofendido Laide. Para ser capaz de mentir así, había de ser un monstruo: no, era imposible que una chica como ella consiguiese representar una ficción tan perfecta, había de tener una inteligencia y una imaginación propias de Shakespeare.
«Muy bien», dijo Antonio, apaciguado. «Y a tu Marcello, ¿qué le has dicho que soy yo?»
«Mi tío».
«¿Un tío aparecido de buenas a primeras?»
«Sí, le he dicho que antes viajabas, que estabas en el extranjero».
«¿Y te ha creído?»
«¿Por qué no habría debido creerme? No todos son como tú precisamente. Pero espera… me parece que es él».
XX
Lo miró con cierto miedo. No, Marcello no era un tipo como para dar miedo, ni siquiera a él, Antonio, el cincuentón.
Llegó con una scooter, iba vestido con discreto mal gusto, una corbata abigarrada, amarilla y verde, y un traje rayado. Pero, ¿y la cara? Lo importante era la cara.
La cara cuadraba con las descripciones de Laide. Era un joven bastante alto, más que Antonio, pero ligeramente encorvado. Pero, ¿y la cara? La cara era lo importante.