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La cara cuadraba: cuadraba hasta el fondo. ¿Feo? Feo, no, peor: inexpresivo, carente de vida, obtuso. Pero feo no. Los ojos, sobre todo los ojos: sin vibración, sin chispa, sin intenciones siquiera ni sobreentendidos. Bonachón, vagamente soso. Sí, correspondía perfectamente.

«Mira», dijo Laide. «¿Sabes dónde está la plaza? Desde aquí, en línea recta, deben de ser doscientos metros: donde hay una pendiente. Tú vete a comer y después nos vemos en la plaza».

«¿A qué hora?»

«Ahora, ¿qué hora es?»

«Las doce y veinte».

«Pongamos a las dos y cuarto».

«¿Tan tarde?»

«Es que esos amigos míos no viven en el centro precisamente».

«¿A las dos y cuarto? Pero, por favor, no te hagas esperar».

«A las dos y cuarto. ¿Me oyes?»

«Sí, sí, ¿por qué?»

«Te hablan y tú pensando en otra cosa. Oye, ¿me harías un favor?»

Antonio miró a Marcello, que parecía ausente, del todo indiferente, apático.

«¿Qué?»

«¿Me guardarías a Picchi?»

«¿El perrito?»

«¿Cómo quieres que lo lleve en la Vespa? Además, es un tesoro, ya verás».

«¿Y hay que darle de comer?»

«Bah, no importa, comerá en Milán. Si acaso, una papilla, un poco de arroz y carne. Eso sí, carne cruda, por favor, y poca, verdad, que es pequeñín, mi Picchi».

Laide se acuclilló en el asiento con un salto gracioso que indicaba lo muy acostumbrada que estaba a hacerlo. Marcello arrancó. Ella hizo un gesto de despedida a Antonio. Después se volvió hacia delante, pareció apoyarse en los hombros de su acompañante y ya no se volvió más. Él se quedó plantado, bajo el sol, con el perrito en brazos.

Algo dentro de él le decía débilmente: "Mira que no es justo, piensa en tu edad, ella se va en moto con un joven de veintidós, veinticinco años, y te deja plantado aquí, como a un idiota, y con el perrito. ¿Comprendes lo ridículo que es? ¿Comprendes el papelón que estás haciendo?"

Estaba delante de la puerta del hotel con el perrito en brazos, en el umbral del hotel había dos jóvenes sirvientes de éste, de uniforme, los que antes lo miraban: sin asombro, burla o ironía, pero lo miraban.

Se dirigió al primer restaurante, uno bastante famoso. Hacía calor y se sentó en una salita lateral en la que no había nadie. Dejaría en el suelo el perrito, que, pese a su pequeñez, tenía una vitalidad tremenda.

Pidió jamón, no tenía ganas de comer, comer le daba asco. Estaba solo. En la salita, dos mesas más allá, se sentó una pareja, debían de ser extranjeros. Ella, una rubia desteñida, se interesó al instante por el perrito e intentó llamar su atención con gestos graciosos. El perrito no le hizo caso.

Por mucho que masticara, no conseguía tragar. ¿Dónde estaría ella en aquel momento? Pasaban carritos cargados con todos los bienes de Dios; ¿a quién le importaban? Era demasiado a su edad. Imaginó que hubiera entrado un conocido y le hubiese preguntado qué hacía, de quién era aquel perrito. Era demasiado a su edad. Pidió un filete de ternera a la plancha. Tal vez consiguiese tragar el filete. La extranjera rubia había dejado de interesarse por el perrito.

Ir solo a un restaurante siempre le había desagradado. Con tal de no ir solo a un restaurante, casi siempre prefería saltarse la comida. Le trajeron el filete y la sopa para el perrito. Hacía calor, había mucha gente: comían con gusto, estaban alegres, los malditos. La una y media, hacía calor, aún tres cuartos de hora que esperar. Era un restaurante distinguido, iban y venían camareros y a Picchi no le gustaba la papilla.

Para acabar, lo más sencillo era un plátano, pero estaba verde y lo dejó a medio comer, y un café. El camarero, decepcionado por semejante cliente, trajo la cuenta. Las dos menos cuarto: media hora aún. Y ni siquiera tenía un periódico para leer. Esperó largo rato el cambio, pero el camarero no acudía y el perrito empezó a toquetearle los bajos del pantalón, quería subírsele a las rodillas, conque se lo colocó sobre las rodillas y se puso a acariciarlo: sabía tratar a los perros. ¿Y si hubiera ahuecado el ala? ¿Si hubiese descargado las maletas y el perro en el hotel y se hubiera marchado? Comprendía vagamente que un hombre, un hombre decente, no habría hecho otra cosa, pero él ya no era un hombre, era un desgraciado, era un niño, peor que un niño, era un gusano, un ser abyecto, también eso lo comprendía vagamente.

Con una sonrisa -por decirlo así- interna se imaginaba la escena. Ella, que llegaba, acompañada por el primito, al lugar de la cita, en la plaza, y no lo encontraba. Daban una vuelta por las calles cercanas: nada y ya eran las tres menos veinte. ¿Y si estuviera aún en el restaurante? Iban al restaurante. Tampoco allí. ¿Y si hubiese vuelto al hotel? En el hotel, nada más entrar Laide, el conserje le dedicaba una sonrisa que podía querer decir muchas cosas diferentes.

«Mire, señorita, su tío ha dejado dicho que tenía que marcharse, se disculpa por no haber podido esperar…»

«¿Y mis maletas?»

«Están aquí, señorita».

Y entonces ella se ponía blanca de rabia y a duras penas se dominaba para salvar la cara delante del conserje (creía que era necesario, ja, ja), pero sentía deseos de arremeter contra todo lo más sagrado y decirle cuatro frescas a ese sinvergüenza de su tío. Y ahora, ¿qué haría? Sin un céntimo en el bolsillo. ¡En Marcello no había ni que pensar! Era ella la que prestaba a Marcello de vez en cuando. Y, encima, la rabia y la humillación que sentiría, al darse cuenta de que el conserje lo había entendido todo y la miraba con una altivez y una superioridad que antes no tenía. Estaba más que claro que ella era una de ésas y que la historia del trabajo y las fotografías era una coartada pueril. En efecto, cuando ella se apresuraba a avisar de que aquella noche la pasaría también en el hotel, el conserje le anunciaba que su habitación ya estaba reservada y que no había ninguna otra libre y, cuando ella se enfurecía y suplicaba, el conserje le decía con una sonrisita transparente:

«No sé, señorita, lo único que puedo hacer… si por una noche se contenta… es arreglarle una cama en el último piso… precisamente junto a mi habitación hay un cuartito vacío…»

¡Qué lección, qué castigo tan merecido! Nada papanatas, a fin de cuentas, como se podía pensar, el tío Antonio. Enamorado, sí, de aquella listilla, pero ni siquiera a ella le permitía que se le subiera a las barbas.

Antonio se describía minuciosa y voluptuosamente esa victoriosa fantasía, aun dándose cuenta de que nunca sería capaz de llegar a tanto, y era como cuando imaginamos las cosas más horrendas: catástrofes, un terremoto, una batalla, una enfermedad espantosa, la ruina total.

Porque, ante la idea de no poder volver a verla, una angustia sin límites se apoderaba de él. No. Cualquier cosa con tal de evitar esa condena. ¿Qué habría hecho sin ella? ¿Cómo habría podido resistirlo? Laide era el mundo mismo, la vida, la sangre, la luz del sol, la gloria, la riqueza, la realización de los sueños. Ya sólo sentirse sobre las rodillas el perrito de ella -por fortuna, se había quedado dormido- le consolaba, porque el animalito pertenecía a Laide y tenerlo consigo le garantizaba la posibilidad de volver a verla, aunque sólo fuera por un minuto. Maldito perrito pesado y caprichoso, adorable, depositario de una investidura milagrosa.

El camarero trajo el cambio, eran las dos menos diez, ya sólo faltaba que, entretanto, se hubiera desinflado un neumático. Se levantó impaciente. Vio en un espejo su cara, fea, cansada. ¡Qué pena!

El neumático no estaba desinflado. A las dos y cinco estaba en la plaza. Colocó el auto en el estacionamiento, pero el sol era tan fuerte, que allí no podía resistir sentado en el coche. Se apeó con el perrito.

En el centro de la plaza había un rectángulo de prado. Dejó pasear por él al animalito llevándolo sujeto con la correa; había poca gente por allí, pero alguien se detuvo a mirarlo: era un perro tan pequeño y gracioso. Las dos y doce, las dos y trece. ¡Por fin! Al cabo de dos minutos, ella reaparecería, se marcharía con él, a su lado, al sol, los dos solos, por la autopista, como un paseo juntos por primera vez y nadie podría molestar. Y él le hablaría, había decidido hablarle, no podía seguir más así, costara lo que costase, no podía resistir más con aquel continuo tira y afloja, viéndose sólo de vez en cuando, sin poder telefonearle, computando el amor a veinte mil liras en cada ocasión. Una vez en el coche ya no habría nadie que fastidiara: ni aquel primo Marcello ni los parientes de ella ni los tipos del Due con los que bailaba por la noche ni las alcahuetas. Solos, en la inmensidad de la llanura. Y él nunca había sido capaz de hablar a una chica para decirle lo que el corazón deseaba decir, pero es que nunca, siempre había sido desdichado, pero ahora algo rebosaba: ahora, aun a costa de echarlo todo a perder, sí que hablaría, era cuestión de vida o muerte, no podía resistir más.