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Al sol hacía un calor tan insoportable, que cogió el perrito en brazos y se trasladó al borde de la calle, allí donde la casa de enfrente proyectaba su sombra. Las dos y diecisiete: de un momento a otro. A su edad, con un ridículo perrito en brazos, esperando a una chica de alterne que, mientras él almorzaba en el restaurante, acaso se hubiera ido a la cama con su amorcito, con el que acaso hubiese estado riéndose largo rato de él, el imbécil, que se había tragado todas las trolas que ella había sido capaz de inventar, y acaso estuviera riendo aún en aquel momento, a horcajadas en el bidé, mientras su amorcito se secaba el sudor del revolcón. Pero, ¿por qué? Tal vez no. En el fondo, podía ser todo verdad, era imposible incluso que no lo fuese, nunca una chiquilla como ella habría tenido semejante tupé. Era cierto. Desde luego, era cierto, pero, ¿por qué hacerlo esperar así, en medio de la calle y con un perrito en brazos? ¿En tan poco lo tenía, entonces, Laide? ¿Por qué humillarlo así? Si sus colegas se hubieran enterado, si sus amigos lo hubiesen visto. Precisamente aquel perrito cargante era lo que volvía extraordinariamente ridícula la situación. Las dos y veinticinco, diez minutos de retraso. ¿Por qué? Era un hombre de casi cincuenta años, serio, apreciado, respetado, un hombre casi importante. Era un niño, estaba solo, era maltratado, estaba humillado, nadie conocía su pena, nadie en el mundo, aunque lo hubiera sabido, habría tenido piedad de él. El perrito se estremeció, estaba cansado de estar en brazos, tenía ganas de caminar. Nadie en el mundo podía tener misericordia de su innoble, de su estúpida pena, sino que se habrían reído de él, incluso los viejos amigos habrían soltado muchas carcajadas.

Precisamente en uno de esos momentos en que la espera espasmódica cede de cansancio y los ojos agotados dejan de mirar en derredor, fue cuando apareció la moto de Marcello con Laide en el asiento trasero.

«Son las tres menos veinte», dijo Antonio.

«Bueno, ya estoy aquí», dijo ella, segura de sí misma, sin escuchar.

XXI

Marcello los acompañó en la moto hasta las puertas de la ciudad, Antonio apretaba el acelerador, deseoso de liberarse de él, y en determinado punto, donde ya no había tráfico, Marcello empezó a quedarse rezagado.

Entonces ella, Laide, se puso de rodillas en su asiento para poder mirar hacia atrás y agitar el brazo en señal de despedida. Si hubiera partido para China, no habría hecho tantas alharacas. Si hubiese sido la última vez que iban a verse en su vida, no habría podido mostrarse más excitada.

¿Se daba cuenta o no de que para él, Antonio, eran auténticas bofetadas? ¿Cómo era posible que él siguiese creyendo en el primito tímido, respetuoso y virgen?

Al final, Laide volvió a sentarse, pero siguió un buen rato volviéndose hacia atrás, con el brazo derecho estirado en vertical para despedirse.

«Bueno, ¿has acabado ya?»

«¿Qué?»

«De despedirte de tu amorcito».

«¡Qué amorcito ni qué niño muerto! ¿Cuántas veces debo repetirte que con él nunca ha habido nada? Empiezo a estar harta, la verdad».

«Bueno, no te enfades».

«Es que ya te conozco: cuando a ti se te mete una cosa en la cabeza, es así y se acabó. Para que te enteres de una vez, nunca te he dicho mentiras».

«¿Y la del nombre entonces?»

«¿Qué nombre?»

«La de que te llamabas Mazza, en vez de Anfossi».

«No era una mentira. En la Scala me hacía llamar Mazza».

Él guardó silencio. Las seguridades de Laide -que si no había nada malo en lo que hacía, que si ya no iba más a casa de la señora Ermelina, que si en el Due había un ambiente familiar, que si Marcello nunca se habría atrevido a tocarla, que si a Módena iba por "trabajo", que si todo en su vida era correcto y respetable-, todas sus coartadas, precisas hasta una décima de milímetro, tenían el extraordinario efecto de calmarlo y él se quedaba convencido de ellas como si hubiera tomado un filtro, pese a las continuas y decisivas objeciones del sentido común.

Pero, entretanto, estaba deseoso de proponer a Laide el pacto tanto tiempo meditado, que era para él de una importancia fundamentaclass="underline" podía ser su salvación.

¿A qué se debía, en realidad, el tormento, la inquietud, la angustia, la incapacidad para trabajar, para comer, para dormir? ¿Por qué no era ya Antonio el mismo, sino un ser esclavo y tembloroso, incapaz de reaccionar?

Pues estaba clarísimo por qué: porque, evidentemente, para poder vivir, necesitaba a Laide, pero ésta no le pertenecía en modo alguno. Laide iba y venía, le telefoneaba o no, hasta entonces siempre había cumplido, a decir verdad, su palabra, pero, ¿y si hubiera empezado a no telefonearle? ¿O a decirle que le telefonearía y después no hacerlo? Era, en una palabra, un bien incierto y fluctuante con el que él no podía contar y precisamente a tamaña incerteza se debían el tormento y la pena.

Se internó por el ramal de la autopista y poco después comenzaba la gran curva elevada del enlace. Eran las tres y cuarto y hacía un sol bellísimo. Conducir un coche descapotable de color rojo llevando al lado a una chiquilla atractiva y excitante, una chiquilla modernísima, al corriente de todo lo que necesitan las chiquillas modernísimas, y no sólo eso: llevando al lado a la persona amada, a ella en persona, la más deseable de todas las mujeres del mundo, ella, que era obsesión, pesadilla, fatalidad, misterio, vicio, secretismo, chic, mala vida, gran ciudad, perdición, amor, ella a su lado con un pañuelito azul con lunares blancos anudado bajo la barbilla, campesinita provocativa y altanera, ir así en coche descapotable era bellísimo, lástima que no hubiese nadie, nadie había que pudiera valorar su maravilloso privilegio de ir, una tarde de mayo, en un Spyder rojo con semejante jovencita desenvuelta, chiquilla y no chiquilla, niña y mujer, florecilla y pecado, y todo ello resultaba bien visible, bastaba echar un vistazo. Oh, poder seguir así y no tener que ir al trabajo, y que el sol no se pusiese, la carretera no se terminara y ella no tuviera que regresar a Milán, porque, evidentemente, no tenía prisa, pero le había dicho que por la noche debía ir a cenar a casa de una tía suya y él no había insistido, aunque de sobra se sabe lo que significan las tías para las chiquillas atrevidas y desprejuiciadas, sedientas de dinero; él no iba a preguntárselo, desde luego, habría sido como abofetearla, con lo puntillosa que era, pero habría jurado que para aquella noche tenía una cita. Tal vez la señora Ermelina le hubiera telefoneado a propósito el día anterior desde Milán. Había una ocasión magnífica, un señor de Biella, forrado de pasta, un tipo lo que se dice como Dios manda y reservado, uno de esos que, si encuentran a una nena que les caiga bien, no miran un pavo más o menos y a saber si no llegarían a algún arreglo como Dios manda: él podría acudir desde Biella un par de veces a la semana y el resto del tiempo ella estaría libre como el viento. Por eso la había telefoneado a ella, Laide, y no a una de las otras, porque ella, Laide, cuando quería, sabía hacer las cosas bien y, si a un cliente, siempre que fuera una persona como Dios manda y educada, le gustaban ciertos caprichitos particulares -es un decir, naturalmente: ¿qué mal había en ello, a fin de cuentas?-, ella, Laide, era una niña inteligente y comprendía al vuelo la situación y no ponía tantas pegas como, por ejemplo, esa putarra de Nietta, que el otro día había disgustado -"se mira, pero no se toca"- a un pimpollo de industrial, con Mercedes y chofer y todo, hombre apuesto, además, que en su casa, de Ermelina, no volvería a dar señales de vida, eso por descontado.