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No, no, basta ya, se impuso Antonio, atormentado una vez más por aquellas fantasías celosas seguramente construidas sobre la nada, pero, ¿por qué no? Laide había recurrido a él para que la llevara a Milán con armas, equipaje y perro a tiempo para poder estar en casa por la tarde y así poder prepararse para la noche, lavarse, perfumarse y cambiarse de lencería íntima a fin de causar sensación al nuevo cliente. No, no, basta ya. Entretanto, el perrito se le había subido a las rodillas y le obstaculizaba la conducción. Comenzaba el gran tramo rectilíneo, ella, adormecida por el sol, se había ovillado, con la cabeza apoyada en el borde superior del asiento, y parecía dispuesta a echar un sueñecito, tal vez -pensó él- sintiera el lánguido y delicioso cansancio resultante de haber hecho el amor poco antes con Marcello, mientras él, Antonio, estaba en el restaurante y ya se sabe lo impetuosos y frenéticos que son esos abrazos de despedida antes de una larga separación, pero, si ahora se quedaba dormida, tal vez a él se le pasara aquel arranque de valor ansioso para poder hacerle su propuesta. Por eso, con un violento esfuerzo de la voluntad, le dijo:

«Laide».

«¿Qué?»

«Mira, quería decirte una cosa».

«Dime».

«Yo te necesito a ti, lo confieso, necesito verte».

«Pero, ¿no nos vemos?»

«Sí, pero… yo quisiera que fuese de otro modo… En una palabra, te hago una propuesta. Tú escúchame y piénsatelo… Después mañana, pasado mañana, cuando quieras, me das una respuesta».

Ella guardó silencio.

«Mira: yo te doy cincuenta mil liras a la semana y tú me prometes que nos veremos dos o tres veces a la semana; por lo demás, no temas, te dejo libre, no quiero saber siquiera lo que haces y, si un día, no puedes, me lo dices y, si tienes que marcharte de Milán algún día, me lo dices, pero así, verdad, yo sé que nos veremos seguro, y no es necesario que todas las veces hagamos el amor, también es bonito ir al cine, al teatro, a comer juntos… por lo demás, te dejo libre… Naturalmente, si cortaras con la señora Ermelina y todos los planes de ese estilo, lo preferiría, como comprenderás también tú, ya te he dicho que te quiero en serio… En una palabra… ahora tú piénsatelo y hablamos de otras cosas o, si quieres, échate un sueñecito».

Ella volvió la cabeza al instante para mirarlo, con gesto firme y seguro:

«No necesito pensármelo», dijo. «Acepto sin más».

Sintió un flujo nuevo de vida, una liberación, la angustia había cesado fulminantemente, el mundo volvía a presentarse sobre sus viejos cimientos, renacía el gusto por el trabajo, el arte, la naturaleza, las cosas bellas; el alivio fue tan impetuoso e irresistible, que el propio Antonio quedó estupefacto. Entonces, ¿a tan poco se debía su infierno?

Sí, la situación había quedado invertida de súbito. Ahora estaba ella debajo, ahora era él quien dominaba. Ni siquiera se preguntaba si sería abyecto vencer en el duelo del amor sólo a base de dinero. El consuelo, la felicidad eran tales, que el modo de alcanzarlos carecía ya de la menor importancia.

XXII

Pero, en el preciso momento en que la hubo dejado delante de su casa de Milán con las maletas, bolsas, estuches y perrito y ella desapareció tras la verja y él, creyéndose liberado de su obsesión, dirigió sus pensamientos al resto de la vida -el trabajo, la familia, su madre, los amigos, la ciudad con todas sus distracciones cotidianas- con la esperanza de volver a saborear el gusto de los días de otro tiempo, esa tranquilidad general, tal vez trivial, de seguridad cotidiana, de satisfacción burguesa, por el camino, ya fácil, por el que tendría progresivas satisfacciones profesionales, se dio cuenta de que estaba solo.

Estaba solo y nadie estaba en condiciones de ayudarlo y ni siquiera de entenderlo ni de compadecerlo siquiera y el trabajo, la familia, los amigos, las veladas en compañía ya no le decían nada: en torno a él todo estaba vacío y carecía de sentido. No se había liberado, eso era lo que pasaba, no se había liberado lo más mínimo. Al pensar en ella, era presa, como antes, del tormento, la inquietud, la angustia, la infelicidad total.

Peor que antes, porque el pacto con Laide -aunque él intentara negarlo- le daba ahora una pizca de derecho sobre ella; desde aquella tarde él ya no era un amigo ocasional o un cliente apegado, era algo más, algo así como un amante oficial o protector (a fin de cuentas, si hubiera sido sincero, habría confesado que le había ofrecido un estipendio para ese fin precisamente: el de que ella pasara a ser, al menos en parte, suya, estuviera obligada a mantener una asiduidad a la que antes no podía aspirar él; sí, como ese derecho que tienen los peces gordos sobre las mantenidas; de nada le servía decirse que su caso era diferente, que él la dejaba libre, que sólo le pedía que se viesen un poco más a menudo con la certeza de no perderla de un día para otro, como hasta entonces era posible: sí, Antonio Dorigo, el artista sin prejuicios, se había vuelto un pez gordo también él, había asumido el miserable papel que siempre le había parecido sinónimo de mediocridad e impotencia).

Peor que antes, porque ahora aquel embrión de derecho volvía aún más insoportable la libertad de Laide, lo ponía aún más celoso. En el fondo, hasta entonces los encuentros con la muchacha eran concesiones maravillosas, un privilegio. Hasta entonces él había estado excluido del mundo de Laide, había como un muro que ocultaba su vida con sus misterios y él no presumía de poder conocerlos: su familia, los primeros amores, los novios, los "planes" con las alcahuetas, las veladas en el Due, el obscuro asunto de la Scala; sólo, que de vez en cuando ella salía para encontrarse con él. Antonio esperaba, ansioso: fuera, siempre que Laide aparecía, el alivio era indecible. Después ella volvía a entrar en su mundo, él ya no sabía nada más y renunciaba a esperar.

Pero ahora se había abierto una puertecita en el muro, él había entrado, tras dar sólo unos pocos pasos, y por allí había obscuridad, no se veía nada, menos aún que antes, cuando estaba fuera. No obstante, había entrado, por poco, por muy poco tal vez, se había acoplado en su vida y se sentía feliz de ello como de un paso adelante, de una conquista, pero, aun así, era peor que antes, ahora ya no era un extraño, en cierto sentido habría tenido derecho a saber y no sabía, ni siquiera podía preguntar ni indagar por miedo a arruinarlo todo. ¡Ay, si Laide hubiera tenido la sospecha de que por aquellas miserables cincuenta mil liras a la semana él se creía con derecho a mangonearla! ¿Acaso no le había dicho él mismo que la dejaba libre? Así, más aún que antes, se agolpaban y contorsionaban las pocas cosas que Laide le había contado de sí misma, cosas terribles incluso y que le infundían por dentro un escozor difícil de explicar y en el que se mezclaban la piedad, los celos, la ira y la lujuria y reavivaban su amor. Fragmentos infames y ambiguos, verdaderos y falsos, tal vez inventados incluso por ella con sutil malicia instintiva con el fin de excitarlo, volverse más interesante, mostrarse segura de sí misma, más allá del bien y del maclass="underline" mezcolanza de desvergüenza, descaro, sed confusa de vida, gusto por vengarse de su humilde suerte, orgullo popular, candor de niña. Por ejemplo: Le había contado que había entrado en la Scala muy pequeña, cuando tan sólo tenía cuatro años. No había ninguna joven como ella. Su madre era quien lo había querido y en la escuela de baile todas la llamaban "ratita". Erna Allasio, que en aquellos tiempos era la directora, se había encariñado con ella y poco a poco la niña había llegado a hacerlo bien. Había aprendido a dar el paso de despedida y a veces había hecho solos incluso, como las primeras bailarinas, pero el baile le resultaba una fatiga tremenda. A veces se sentía mal y a duras penas lograba dominarse. Hasta que una noche -estaban representando Vieja Milán- se había desplomado de repente, habían tenido que sacarla en brazos, había acudido el médico, que había diagnosticado un problema de corazón, pero, aun así, ella había querido continuar, con esfuerzos cada vez más terribles, por lo que ahora tenía el corazón destrozado: por ejemplo, ya no podía subir a la montaña, bastaban mil, mil doscientos metros, para que se sintiera mal. También por eso había decidido dejarlo, pero a ese respecto, cuando Antonio le hacía preguntas, se mostraba evasiva. No se entendía si había dejado la Scala definitivamente y cuándo lo había hecho o si aún seguía. De vez en cuando decía: «Esta mañana he ido a hacer ejercicios» o «Esta noche tengo trabajo». Él comprobaba en los programas y casi nunca había coincidencia. Si él insistía en preguntar, se ponía nerviosa. En una palabra, toda su vida de bailarina -y no había duda de que lo había sido: sabía demasiadas cosas de la Scala, conocía demasiados nombres, hábitos, proveedores de leotardos y zapatillas- estaba envuelta en una niebla y Dorigo empezó a dudar de que Laide siguiera yendo a la Scala desde hacía un tiempo y le desagradaba pensar que Laide hubiese dejado de ser bailarina. Era una lástima, la verdad, la calidad de bailarina de la Scala la habría enriquecido, la habría vuelto más importante, la habría sacado de la nefasta tropa de las chicas de alterne, habría hecho de ella una artista, en lugar de una puta sin oficio ni beneficio, la habría situado del modo más perfecto en el cuadro de Milán, cuya encarnación parecía Laide: una graciosa e impertinente banderita fluctuante en el inmenso escenario de tejados, chimeneas, iglesias y fábricas, sobre los patios recónditos, los viejos jardines, las historias, las supersticiones, las miserias, los sonidos, los delitos, las fiestas. Y, sin embargo, eran demasiadas las contradicciones y las lagunas. Entre otras cosas, ¿acaso era posible que en el cuerpo de bailarinas de la Scala, famoso en todo el mundo, tuvieran a una que todas las noches hacía un número en una sala de fiestas de fama dudosa? Antonio dudaba ya incluso de haberla visto de verdad en el escenario durante la prueba de Estrella vespertina. En el momento no había dudado de que fuera ella, pero, ¿no podría haber sido autosugestión? Es tan fácil confundir a una muchacha con otra, basta con que el peinado, el maquillaje, el traje sean diferentes y allí, para el ensayo, estaban todas vestidas de formas extrañas. ¿Cómo explicar, por lo demás, el hecho, inexplicable, de que Laide, si de verdad era ella, no se hubiese dignado hacerle un saludo, como si él no hubiese estado allí siquiera? ¿Cómo explicar que la compañera que se había acercado a la presunta Laide la hubiese llamado Mazza, cuando Laide se llamaba Anfossi? ¿Cómo explicar que, si la señora Ermelina había dicho la verdad, Laide hubiera ido a su casa a las cuatro precisamente aquel día del ensayo, precisamente cuando él la había visto o había creído verla en el escenario bailar el corro de los duendes? Otro recuerdo más: después de la representación, había pedido al fotógrafo de la Scala la foto de las nueve bailarinas vestidas de duendes, pero no había logrado reconocer a Laide: cierto es que, con aquel traje y el maquillaje, no resultaba fácil de distinguir. Había dos que podían ser Laide. Lo curioso fue que, cuando él, algún tiempo después, había enseñado la fotografía a Laide, al tiempo que le preguntaba: «Pero a ver, ¿quieres decirme cuál eres tú?», ella se había mostrado casi ofendida diciendo: «Ah, ¿así es como me quieres y ni siquiera eres capaz de reconocerme?»