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Y eran tantas, esas muchachas, y de origen, educación y nivel social tan diversos, que resultaba legítimo considerar la prostitución una actitud normal de todas las mujeres; sólo, que en ciertos ambientes, por culpa de una rigurosa disciplina contra natura, esa instintiva propensión resultaba coartada y apagada, pero dispuesta a reavivarse, si los azares de la vida ofrecían la ocasión.

La muchacha, la bailarina de la Scala, estaba ya esperando en el salón.

III

En el salón, por llamarlo así, había un sofá en el ángulo, una mesa redonda, otro sofá largo, una cómoda y un armario, muebles de los denominados modernos, de estilo sueco, bastante sencillos: una vaga sensación de limpieza. Asombraba la presencia en las paredes de dos grandes reproducciones de Brueghel el Viejo: las famosas escenas de campesinos. A saber cómo habrían acabado allí o habrían sido elegidas.

Estaba allí, sentada en el sofá largo. Él tuvo, al primer vistazo, una impresión agradable, pero nada extraordinaria: una carita pálida, a la que daba expresividad una nariz recta y prominente, una boca pequeña y ojos redondos y atónitos. Tenía algo fresco, popular, pero no vulgar.

La miró, mientras intentaba calibrar el placer que en seguida seguiría. Advirtió que el óvalo del rostro era hermosísimo, puro, aunque nada tuviera de clásico, pero sobre todo enamoraba su pelo negro, largo, suelto sobre los hombros. La boca formaba, al moverse, pliegues graciosos. Una niña.

Tenía labios finos, pero realzados, no abiertamente sensuales, si bien maliciosos. El labio inferior sobresalía un poco, tanto más cuanto que era pequeño, estrecho y de perfil entrante. No llevaba carmín.

La boca era firme y tensa, muy pequeña en proporción con la cara, pero no por ello carecía de importancia. Toda la cara era compacta por la extrema tensión de la juventud. Era una cara decidida, graciosa, ingenua, astuta, limpia, provocativa. Le recordó a una Virgen de Antonello da Messina. El corte del rostro y el de la boca eran idénticos. La Virgen tenía más dulzura, desde luego, pero se trataba del mismo estilo nítido y genuino.

En aquellos primeros contactos Dorigo siempre se sentía violento. El juicio secreto de ella le aterraba. Sabía que no era guapo: al contrario. Su cara siempre le había inspirado desagrado. Aun de niño, cuando pasaba por delante de los escaparates de las tiendas y se encontraba su imagen en el cristal, a veces se miraba. Siempre le resultaba una humillación. ¡Qué cara más odiosa! ¡Una cara de cretino! ¿A qué mujer iba a poder gustar nunca?

«¿Cómo se llama?» Al principio, no podía por menos de hablarle de «usted», aun comprendiendo la estupidez de esa ficción.

«Laide».

«¿Laide? ¡Qué nombre más curioso!»

«Laide, diminutivo de Adelaide, ¿no?»

Ahí estaba él, Dorigo, sentado en el diván; había encendido un cigarrillo e, intimidado, como de costumbre, por la nueva presencia, observaba a la muchacha que estaban a punto de venderle. Al cabo de pocos minutos, a aquella criatura fresca y atractiva, cuya existencia había ignorado siempre, que tenía tras sí una familia, una infancia, una juventud, todo un mundo poblado por una infinidad de personajes, hecho de un tejido complicadísimo de recuerdos, hábitos, conocimientos, esperanzas, particularidades físicas, días alegres y horas tristes, completamente desconocidos para él, a aquella criatura mucho más joven que él, al cabo de pocos minutos iba a tenerla entre los brazos tendida en la cama y desnuda y también él estaría desnudo. Y todo sería como si fueran marido y mujer o antes se hubiesen amado o frecuentado durante mucho tiempo o por lo menos hubiera habido una preparación lógica de conocimiento, invitaciones, promesas, halagos, engaños tal vez. En cambio, nunca se habían visto, él nada sabía de ella y viceversa y, sin embargo, al cabo de pocos minutos ella recibiría su carne dentro de sí.

Aunque Dorigo no fuera ya un niño, todo aquello le resultaba inverosímil y en cierto sentido espantoso. Pero, ¿no sucedía lo mismo en los burdeles de otro tiempo, que Antonio había frecuentado con mucho gusto? No, Dorigo no conseguía explicárselo bien, pero era algo diferente.

Tal vez por la sanción legal que hacía de aquellas mujeres una categoría aparte, casi como una milicia o una orden religiosa. ¿Acaso consideramos hombres como nosotros a los carabineros o a los sacerdotes? Mejores tal vez, pero pertenecientes a otro mundo. ¿Consideramos mujeres a las monjas? No: santas criaturas, pero de otra raza. Lo mismo se puede decir de las mujeres de burdel. Podían ser jovencísimas y de una belleza maravillosa, no era infrecuente, y, sin embargo, se tenía la sensación de que entre ellas y nosotros había una barrera infranqueable: hasta tal punto pesan la costumbre, los prejuicios y la autoridad de las leyes.

Tal vez fuera también porque las muchachas de los prostíbulos se presentaban casi desnudas, con vestidos ridículos, ampulosos y retóricos, por lo general de un gusto horrible, que dejaban al descubierto las piernas y los senos, por lo que toda incógnita quedaba abolida en el punto de partida. Se trataba de un auténtico uniforme que nada tenía que ver con los vestidos de noche, aun simulando su aspecto, y también eso contribuía a hacer de ellas una categoría propia, completamente separada del género humano restante.

Tal vez fuera también porque ellas mismas, las muchachas de las casas de citas, no hacían nada para parecer chicas como todas las demás. Interpretaban su papel sin concesión sentimental alguna: amables, sí, con frecuencia, incluso afectuosas también, pero una barrera hermética las separaba del cliente. Entre los dos -salvo excepciones en las que se deshacía el encantamiento burocrático y entonces venían los inconvenientes- sólo había una relación física. Cualquier otro interés quedaba excluido. Si el hombre, picado por la curiosidad, preguntaba por su vida privada, recibía tan sólo informaciones vagas y convencionales.

En cuanto a ella, estaba bien que no fuese curiosa: ¿quién era el cliente? ¿A qué se dedicaba? ¿Tenía familia? ¿Era rico? Esos datos, tan importantes en cualquier relación amorosa normal, no formaban parte del juego y los dos se atenían a la norma y no hacían nada para violarla. Por encima de todo, ese desinterés recíproco facilitaba la situación y la volvía menos ardua.

En cambio, con las muchachas que se vendían exactamente como aquéllas, pero en circunstancias, ambientes y modos completamente diferentes, la situación era muy distinta. En nada diferían de las de vida normal por la sencilla razón de que pertenecían a ella. Exteriormente en nada se diferenciaban de las mujeres a las que suele frecuentar el hombre decente y a menudo usaban el mismo lenguaje. Ellas mismas tenían con frecuencia padres, hermanos y novios que en nada se diferenciaban de los clientes. No había una barrera de separación, no pertenecían a otra raza, incluso podían haber sido huéspedes la noche anterior de una de las mejores familias a las que él mismo solía frecuentar.

Por eso, la prostitución revestía en ese caso un aspecto turbador, en cierto sentido ilógico, y representaba una atracción mucho mayor. Por eso, Antonio tenía siempre la sensación de cruzar un límite prohibido; las reglas conforme a las cuales había vivido siempre -y en virtud de las cuales la mujer era un fruto prohibido que conquistar con esfuerzos larguísimos y a menudo vanos- desaparecían milagrosamente para complacer su lujuria. Cierto es que esas muchachas de alterne eran burdas principiantes en comparación con las profesionales expertas, acostumbradas a las fantasías más depravadas, pero la compensación era el misterio.

IV

En aquel momento la señora Ermelina preguntó: