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Esas anomalías, que Laide había justificado a tambor batiente sin el menor embarazo, pero con historias bastante absurdas, resaltaban ahora como otras tantas pruebas de que la muchacha ya no estaba en la Scala. Un solo enigma permanecía irresuelto: ¿cómo es que, después de la salida a escena del ballet, cuando Antonio telefoneó a la señora Ermelina para fijar una cita con Laide, aquélla, en tono de broma, le había dicho: «¡Enhorabuena! Laide me ha dicho que lo vio en un palco, justo encima del escenario, y que estaba usted solito»?

Y eso era absolutamente cierto, el director le había dado permiso para ir a su palco, donde no había nadie más. Por otra parte, había que excluir que Laide hubiera presenciado el espectáculo desde la platea o desde otro palco, sin contar con que él, siempre tímido, se había mantenido un poco retirado, por lo que sólo desde el escenario o desde alguno de los palcos de enfrente podían verlo. ¿O tendría Laide a una amiga entre las bailarinas de la Scala que la mantenía informada de todo? Para satisfacer su curiosidad, Antonio habría podido pedir informaciones directamente a la escuela de baile y, desde luego, no le habrían dicho que no, pero, como ya habían acabado las representaciones del ballet, él ya no tenía motivo alguno para frecuentar el escenario y la escuela de baile. Si se hubiera dirigido a propósito para eso, habría parecido bastante extraño y en su fuero interno conocía ya la respuesta: le habrían dicho que Adelaide Anfossi ya no estaba. Tal vez hubieran añadido: «Mire, tenga cuidado con esa muchacha, fue expulsada hace tres años por motivos que más vale callar". Sí, le habrían dicho algo por el estilo, seguro, y para él, Dorigo, habría sido peor. No, mejor no indagar, mejor quedarse con el alma en paz. Total, Laide habría inventado, seguro, alguna otra trola, con Laide no se podía nunca aclarar nada.

Contaba que había estado de gira, con la Scala, en Alemania, Inglaterra, Sudáfrica, Egipto, México, Nueva York, donde había participado en una película, pero, si se le pedían detalles, no recordaba nada; si se le preguntaba dónde se había alojado, no recordaba nada. En cambio, sabía muchas cosas sobre los grandes hoteles de Italia, en todas las ciudades había frecuentado sólo los hoteles más lujosos.

«¿Cómo así? ¿Tan bien os alojaba la Scala?»

«Ah, no, desde luego que no, pero yo iba por mi cuenta y pagaba la diferencia».

Conocía también los hoteles de la Riviera. Decía que en el Bristol de Santa Margherita, o un nombre análogo, había habitaciones muy agradables, todas con baño, naturalmente, comunicantes de dos en dos. Él, desde luego, no le preguntaba con quién había estado. Habría respondido, como siempre, que había estado de vacaciones con su madre o su abuelo u otros parientes maduros e inocuos. En cambio, Antonio pensaba en excitantes fines de semana con hijos de millonarios o viejos industriales un poco entrados en carnes por los años y el trabajo, vestidos con prendas de Caraceni y muy acicalados, sometidos a electrocardiogramas semanales, pero con manos bastante gruesas, peludas y sudadas y que, con la respiración jadeante del tipo durante la cópula, apretaban ávidamente sus infantiles tetitas.

Muy poco después de que Laide riñera con la señora Ermelina, habían ido a casa de una amiga de aquélla, una tal Flora, que tenía un pisito por la parte de plaza Napoli. Antonio conocía, por haber estado dos o tres veces juntos, a aquella Flora, que decía ser estudiante de Derecho y era una muchacha esbelta: lástima que tuviese una cara demasiado oblonga, pero su cuerpo era magnífico. Cuando Antonio y Laide habían ido a hacer el amor en su casa, Flora no estaba y se habían puesto a hablar de ella. Laide sabía perfectamente que Antonio la conocía, pero no le importaba. Contaba que aquella Flora tenía a alguien que la mantenía en el hotel Gallia y le pasaba medio millón al mes y, sin embargo, ella, por una tontería de nada, había "metido la pata", por un capricho había mandado todo a la porra.