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«Ah, si a mí me saliera una situación semejante, me la habría conservado bien, yo, no me la habría dejado escapar, seguro».

«¿Por qué? ¿Se la encontró en la cama con otro?»

«Ni siquiera. No creo. Debió de ser una estupidez, una venganza, ahora no recuerdo».

«¿Y quién era? ¿Un viejo?»

Ella se rió:

«Si le daba medio millón a ésa, seguro que no tenía veinte años».

«Y si uno así te ofreciera otro tanto, ¿aceptarías?»

«Vaya, ya estás tú en seguida… No querrás compararme con ese putón, espero… Nunca he visto a nadie trajinar como ella».

Entretanto, quitaba la colcha de la cama, la plegaba con cuidado, se veía que procuraba hacer las cosas bien, para quedar bien con Flora, e incluso ordenaba, volviendo a meter en la estantería discos apilados sobre una silla, colgando una bata tirada en el suelo, vaciando el cenicero.

Antonio:

«Pero si me ha dicho que está en la Universidad».

«Sí, la universidad del coito… Menuda guarra está hecha ésa. Le gustan también las mujeres».

«¿Por qué? ¿Lo ha intentado contigo también?»

«Pues yo creía que lo hacía fingiendo: vosotros, los hombres, os excitáis con ciertas escenas y resulta que…»

«¿Estuvisteis las dos con un hombre?»

«Una sola vez, te lo juro: la señora Ermelina insistió tanto».

«¿Y quién era él?»

«¿Él? No lo recuerdo».

«¿Y Flora lo hacía en serio?»

«Si hubieras visto cómo se puso a besarme, parecía volverse loca del gusto».

«¿Y tú la seguías?»

«¡Figúrate! A mí me daba asco».

Seguía la conversación en tono de broma, pero a cada frase a Antonio se le encogía el corazón en un puño: profanación, vergüenza, celos, tanto más amargos por el irritante candor con que Laide contaba las proezas.

«¿Y cuánto ganará Flora?»

«Dinero gana, seguro, pero tiene que pensar en su familia, le chupan por todos lados. Por eso, siempre está sin blanca. A mí, por ejemplo, aún me debe quince mil liras».

«¿Cómo es eso? ¿Te proporcionó a alguien? ¿Hace también de alcahueta, entonces?»

«Es un asunto antiguo. Ni siquiera nos conocíamos, tú y yo. Por lo demás, no era para nada malo, era para una excursión».

«Una excursión que acabaría en la cama, ¿no?»

«Ya estás tú. Ni por asomo. Simplemente, una excursión y se acabó. Ella se había comprometido y no había podido ir, conque me rogó que fuera yo».

«Bueno, si era uno que pagaba, no lo haría por nada, me imagino».

«¿Sabes que eres muy poco amable?… Tú, con tal de ofender…»

«Pero perdona, me parece que no es necesario ser demasiado malpensado para imaginar…»

«Imaginar una leche… ¿Tú crees que todos son como tú? Furio Sebasti, por ejemplo…»

«¿Quién es ese Sebasti?»

«Habrás oído hablar de él, ¿no? El de la grifería».

«¿Es rico?»

«¡Quién lo fuera como él! Tiene un yate en Portofino en el que caben treinta invitados».

«¿Y tú has estado a bordo?»

«Yo, no, pero de vez en cuando me telefonea, me lleva a comer y después al teatro acaso y todas las veces me da veinte mil».

«¿Así porque sí? ¿Sólo por llevarte de paseo?»

«Bueno, pero pierdo una noche, ¿no?»

«¿Y te telefonea a menudo?»

«Hace meses que no lo veo. Siempre anda viajando por el mundo».

«¿Y cómo es que él te telefonea y yo no puedo hacerlo?»

«Él es amigo de mi hermano, pero tú eres muy aburrido, la verdad, con todas estas preguntas. ¿Qué más quieres saber?»

Él calló. A saber qué clase de excursión habría sido. Las presentaciones cuando ella hubiera llegado a la cita. Dos hombres y dos mujeres, seguro.

«Ah, ¿eres tú la amiga de Flora? Estás muy bien. Te felicito».

Montarían en el coche.

«Pues, ¿sabes que me alegro de que Flora no haya podido venir? Eres exactamente el tipo de chavala que me va. Yo las tetazas no las aguanto. Mientras que tú… déjame sentir… Eh, ¡caray! Déjame un momento… no irás a poner pegas, espero… si eres amiga de Flora… total, aquí nadie nos ve… Oh, muy bien, así… y ahora, mientras conduzco, pon la manita aquí».

Una ira, una rabiosa impotencia en Antonio, mientras con la imaginación reconstruía la escena, pero Laide lo hizo volver en sí:

«¿Se puede saber por qué pones esa cara? ¿En qué estás pensando?»

La primera vez que Antonio la había llevado a casa de Corsini, Laide le había enseñado cardenales en los brazos y en los muslos.

«¿Cómo te los has hecho?»

«Al hacer el numero en el Due», respondió ella con una punta de orgullo. «Él, el bailarín, en determinado momento me da un empujón y yo ruedo por el suelo. Se reciben ciertos golpes al hacer el blues».

«¿También anoche fuiste?»

«Sí, ¿por qué? Por cierto, tendrías que hacerme un favor. Cuando salgamos, acompáñame a la Feria de Muestras: total, desde aquí son dos pasos».

«¿Para qué?»

«Anoche un amigo, uno de los que van siempre al Due, me acompañó a casa y me olvidé la pulsera y el reloj en su coche».

«¿Cómo así?»

«Con la prisa por vestirme y salir, me los llevé en la mano y me los dejé en el asiento».

«Me parece un poco extraño».

«Tú siempre dispuesto a pensar mal, la verdad. Es sólo un buen amigo y, cuando digo amigo, quiero decir que no hay nada más».

Él no insistió, no hablaron más de eso, pero, cuando salieron, él no pudo resistir el deseo de quedarse un poco con ella, no le importaba llegar tarde a la oficina. Tampoco lo retuvo la vergüenza de acompañarla a ver a un hombre que probablemente la noche anterior, en la obscuridad, en el automóvil… («No, tesoro, aquí no, esta noche no… en el coche no me gusta… Ten cuidado, que me estropeas la falda… Bueno, entonces espera, que me quito la pulsera…») Lo encontraron sentado en una caseta de electrodomésticos, se levantó, fue a su encuentro, era un tipo de unos treinta años, bastante insignificante.

«Pero he dejado el coche al comienzo de Via Domodossola, está un poco lejos».

Laide a Antonio:

«¿Qué? ¿Vienes tú también?»

«No, es tarde, es mejor que me vaya».

«Hasta luego, entonces, tal vez después pase a saludarte al estudio. Adiós, adiós y gracias».

El hombre y Laide se alejaron. Él se fue solo, ya la ansiedad y la exasperación le subían, impetuosas, como el agua de una boca de alcantarilla, mantenida repentinamente cerrada, pero, cuando desaparece la tapa, se desencadena la presión del fondo. Pero, ¿por qué lo exponía Laide a situaciones tan humillantes? ¿Lo hacía aposta? ¿Se divertía atormentándolo? ¿O lo hacía inconscientemente, porque le parecía que no tenía nada de malo? Entretanto, él se sentía precipitarse cada vez más abajo, se acordaba del profesor Unrath de El ángel azul. ¡Oh, qué cierta era esa historia! Cuando había visto la película, en los buenos tiempos jóvenes y despreocupados, le había parecido inverosímil. Un estimado profesor de instituto degradarse hasta ese punto. Ahora lo entendía. ¿El amor? Es una maldición que cae encima y resulta imposible resistírsele.

Le contaba que su madre nunca la había querido. De niña, le hacía vestidos muy bonitos, le regalaba juguetes magníficos, aunque sólo para quedar bien ante los vecinos, pues no la quería. Por una cosita de nada le daba capones, que le hacían un daño terrible, y desde entonces Laide había padecido siempre dolores de cabeza atroces. Su madre no la quería, sino que la odiaba y odiaba también a un chico que era su novio, un muchacho estupendo y, el día en que ese muchacho murió en un accidente de moto, su madre fue la primera en enterarse y se apresuró a telefonear a Laide, que estaba en la Scala.

«Una buena noticia», le dijo, «gracias a Dios, tu amor se ha estrellado con la moto: muerto en el acto. La verdad es que me alegro».

Entonces ella se había ido al baño y con un cortaplumas se había cortado las muñecas y después, para que los demás no se dieran cuenta, se las había vendado y había salido corriendo, pero la sangre salía a borbotones y había caído al suelo desmayada en medio de la galería, conque la habían llevado a un hospital y había pasado en él varios meses.