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«¿Será posible?», decía él. «¿Por qué había de odiarte así? ¿Nunca tenía gestos de bondad?»

«¿Sabes cuándo era buena conmigo? Cuando llevaba dinero a casa».

«¿Y no te preguntaba cómo lo habías ganado?»

«Ah, ella no se andaba con sutilezas. Le daba igual de dónde procediera, bastaba con que hubiese dinero. Entonces sí que se mostraba afectuosa: Laidina por aquí, Laidina por allá. ¡Qué asco!»

«¿Y no sospecharía la vida que hacías?»

«Lo sabía mejor que yo, vaya si lo sabía, pero, ¿qué le importaba yo? Con tal de que llegaran a casa las habichuelas».

Contaba que, como su hermana casada esperaba un hijo, ella tenía que buscarse casa propia y, naturalmente, contaba con él, Antonio, sin decirlo. Antonio había preguntado a sus conocidos y un colega le había ofrecido un pisito, tipo garçonnière, que el mes siguiente debía dejar. Antonio y Laide habían ido a verlo, pero ella había huido al instante.

«Huy, por favor, ni pensarlo. Me conozco demasiado esa casa. ¿Sabes quién vive en el piso de arriba? Matilde».

«¿Y quién es esa Matilde?»

«Pero si ya te he hablado de ella» (pero no era cierto). «Una casa de ésas».

«¿Y tú has ido a ella algunas veces?»

«Ésa tenía una especialidad. Los clientes acudían todos por la mañana, a las diez, a las once».

«Y eso, ¿por qué? ¿Comerciantes que bajaban de la provincia?»

«No, no, eran auténticos señores, unos tipos que no veas. Recuerdo a uno, un joven que tampoco estaba mal y se había encaprichado conmigo. Todas las mañanas, ¿comprendes?, durante diez días consecutivos. Después me harté».

Había incluso una pérfida vanidad en las palabras de Laide, como una chiquilla que contara sus triunfos escolares.

«E imagínate», añadió, «la última vez salí de allí media hora antes de que llegara la policía. Imagínate, menor de edad como era».

«¿Y qué sucedió?»

«A mí, nada. Ella, Matilde, estuvo encerrada seis, siete meses, lo contaron todos los periódicos».

«¿Y sigue viviendo allí?»

«No lo sé seguro, porque no he tenido más noticias, pero creo que sí. ¡Figúrate si voy a vivir en la misma casa!»

Un día que iban en el coche, Laide le había pedido que se detuviera delante de un quiosco de periódicos para comprar una revista de modas. Cuando tuvo la revista en la mano, le enseñó la portada: dos muchachas en traje de baño en una playa, una de pie y la otra tendida en la arena.

«Pero, ¡cómo! ¿No me reconoces?»

«¿Cuál? ¿Ésta que está de pie?»

«¡Pues claro! ¿No ves que soy yo?»

Antonio se quedó perplejo: se le parecía, no cabía duda, pero Laide tenía la nariz más pronunciada y la boca más fina.

«¿No ves estos gruesos labios? No son los tuyos precisamente».

«Muy bien, hombre. Pero tú no sabes cómo nos maquillan antes de posar. Además, hay que poner la boca de determinado modo. Es lógico que después cueste reconocerme».

«Pues será eso».

«¡Cómo que será eso! ¿Quién quieres que sea, si no.

Un poco después, cuando se despidieron delante de la casa de ella, Laide recogió del asiento de atrás la revista, volvió a enseñarle la portada y exclamó, radiante:

«¡Hay que ver qué nena más preciosa tienes!»

Él habría jurado que la bella bañista no era ella y, prestando más atención, se dio cuenta de que también la forma de las orejas era diferente, pero no se atrevió a insistir más. Más aún: también él lo creyó. No, era imposible que fuese una mentira: si lo hubiese sido, Laide habría puesto otro tono de voz, no habría podido mostrarse tan firme y perentoria. ¿O sería que la propia Laide, aun no habiendo posado nunca para esa foto, había acabado convenciéndose de que la bella bañista era precisamente ella?

Un día le contó que Fabrizio Asnenghi, el más joven de los condes Asnenghi, sentía debilidad por ella. Es riquísimo, dijo, y tiene un pisito delicioso por la parte de Via XX Settembre. Un tipo muy distinguido, muy cortés, hombre apuesto, además, pero un poco aburrido, desde luego. Cuando iba a su casa, antes de pasar al asunto, tenía que quedarse más de una hora escuchando discos, mientras él fumaba su pipa y bebía whiskey y después todas las veces la acompañaba a su casa con su Flaminia Sport y le metía en el bolso un cheque de cincuenta mil. Además, a veces Fabrizio daba fiestas: un montón de gente, todos mamados, y se veía de todo.

«Ah, ¿te entregas también a las orgías?», dijo Antonio, que se sentía sin respiración.

«¿Estás loco?»

«Las chicas desnudas todas, me imagino».

«Ah, sí, las hay que se ponen a hacer un estriptis, chicas de la alta sociedad, si vieras, pero, mira, yo no. ¿Sabes lo que hago yo? Me quedo en el bar y me pongo a preparar las bebidas. En esos follones yo ni siquiera me aventuro a bailar. Me quedo en el bar y de allí nadie me mueve, aunque se burlen de mí».

Eran los retazos dispersos de un retrato que Antonio no lograba descifrar. Cosas tristes, miserables, abyectas incluso. Al pensarlo, sólo resultaba una figura triste, desdichada, aferrada ávidamente a las más pobres ilusiones de las revistas del corazón. ¿Era buena? ¿Generosa? ¿Lúcida? No. Cuanto más se consumía Antonio pensándolo, más resultaba Laide un problema irresoluble. Tendido en la cama, Antonio se pasaba las horas muertas mirando fijamente dos grietas en el techo en forma de 7, extrañamente semejantes. En esas hendiduras irregulares se concentraban su obsesión y su sufrimiento. Las palabras, los gestos, las caras de ella volvían a aparecer ante él, mientras contemplaba las dos finas fisuras inmóviles por encima de él, socarronas, maliciosas, llenas de filosofía. Se repetía, palabra por palabra, lo que ella le había dicho: exclamaciones, cosas estúpidas y triviales, mentirijillas, recuerdos de cuando era niña. Todo parecía conjurarse para representarla como una muchacha desgraciada, perdida en el potente flujo de la ciudad que día tras día se lleva por delante a hombres y mujeres y los devora. Dios, ¿por qué la amaba así? ¿Por qué no podía por menos de hacerlo? ¿Qué podía darle? Todo parecía responder que no, que Laide no podía ser otra cosa para él que humillación y rabia, que por allí sólo le esperaba la perdición.

Y, sin embargo, en aquella desvergonzada y tozuda chiquilla resplandecía una belleza que él no lograba definir, porque era diferente de todas las demás chicas como ella, listas para responder al teléfono. Las otras, en comparación, estaban muertas. En ella, Laide, vivía maravillosamente la ciudad, dura, decidida, presuntuosa, descarada, orgullosa, insolente, en la degradación de las almas y las cosas, entre sonidos y luces equívocos, a la tétrica sombra de los edificios, entre las murallas de cemento y yeso, en la frenética desolación, como una flor.

XXIII

Una tarde en casa de Corsini. Laide, totalmente desnuda, estaba sentada en el borde de la cama y, mirándose en un espejo que había colocado sobre una mesita, se arreglaba las cejas con unas pinzas. No le costaba nada desnudarse, andar desnuda por la casa. Su desvergüenza era tan categórica, que dejaba de representar la menor malicia. También Antonio estaba desnudo. Acuclillado en la cama a sus espaldas, seguía su tarea, impaciente. Hacía al menos media hora que Laide había empezado a arreglarse. Partiendo del centro hacia los lados, arrancaba los pelos uno a uno para que las cejas quedaran bien distanciadas y después rectificaba los bordes, las volvía más finas. ¿Quién se lo habría enseñado? Desde luego, así la frente resultaba más ancha.

Ella estaba totalmente concentrada en el trabajo, no se preocupaba de Antonio, que sufría. No es que él se desasosegara por lujuria, era la indiferencia lo que lo exasperaba.