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«Laide, ¿te falta mucho?»

«¡La Virgen, qué prisa! Si acabo de empezar. ¿Qué sucede? ¿Estás ansioso por hacer el amor?»

Él estaba acuclillado a sus espaldas, contemplaba fascinado la cara de ella en el espejo, la precisión de sus manos, los movimientos de sus labios y de su lengua con el esfuerzo de la concentración. Aunque Laide tenía la espalda un poco curvada, las tetitas, erguidas y atentas, estaban preciosas, y el vientre no formaba pliegues.

Antonio tuvo que dominarse para resistir. No era el deseo, era la rabia. Pensó: "Pero, ¿lo hará a propósito? ¿Se divertirá excitándome y humillándome? ¿O simplemente le importo un pepino? ¿O las dos cosas a la vez? Sería tan natural que en esta posición la abrazara por detrás y le cogiera los senos. Mejor que no: menudo cómo se pondría. Y yo me quedo aquí, como un cretino, mirándola. Si me apartara y me pusiese a leer un libro, al menos ella no se sentiría tan interesante, tal vez quisiera acercarse a mí. No soy capaz".

«Ya casi he acabado una», dijo ella.

«¿Una qué?»

«Una ceja. Supongo que te alegrarás. Y esta de la derecha la hago más rápido».

«¿Por qué más rápido?»

«No sé, por esta parte me resulta más fácil».

Él pensó: "Pero, ¿qué pecado he cometido para que me haya caído esto encima?"

En toda su vida nunca se había encontrado en una situación semejante. Nunca se había encontrado desnudo sobre una cama con ojos como platos clavados en una muchacha desenvuelta y treinta años más joven que él, una putilla insolente que no abrigaba ni asomo de sentimiento por él. Nunca se había encontrado muriéndose por una chiquilla a la que le importaba menos que un pepino, que ni siquiera lo necesitaba, porque podía encontrar a decenas de hombres como él, que iba con él sólo porque de momento le resultaba cómodo. Él, intelectual refinado, perderse por alguien así. Y, sin embargo, no era tan sencillo. Y, sin embargo, la insolente tenía algo que en ninguna otra había encontrado. Aún no había logrado entenderlo. Había algo limpio, sano y bello en la chiquilla desvergonzada. ¿Qué? ¿No sería una fantasía totalmente literaria? ¿No sería, en cambio, la triste y desnuda verdad de que él estaba ya a punto de envejecer y se aferraba a Laide como a la última oportunidad posible de la juventud perdida? ¿No serían tal vez sus bellos, sanos y limpios veinte años? ¿La cabellera larga y negra, los senos de niña, las caderas estrechas como las bailarinas de Degas, los muslos largos de bailarina? ¿No estaría mintiéndose a sí mismo?

Maldición, alguien le había contado un día que había perdido la cabeza por una chica que se divertía fastidiándolo y él se había vuelto como loco hasta que una mañana, al despertarse, se había dado cuenta de que le importaba un comino y de la noche a la mañana había quedado definitivamente curado.

"Oh", se decía, "si me sucediera eso a mí también y ella me telefonease y yo le dijera: 'Perdona, pero hoy no puedo', y el día siguiente igual y así sucesivamente, a saber qué rabia sentiría, la jovencita. Me gustaría ver si se quedaría horas entonces arrancándose pelos, mientras yo estoy impaciente por hacer el amor».

«Ya está: acabado. ¿Te gusto?», dijo Laide, al tiempo que volvía la cabeza hacia él. Después se levantó, volvió a poner en su sitio la mesita, a colgar el espejo en el baño y a meter las pinzas en el bolso. Es que era una maniática del orden. Después, en lugar de volver a la cama (Antonio se había tumbado boca arriba, esperando recibirla entre los brazos), trasladó el teléfono, que estaba en la sala de estar, a la mesita de noche, lo enchufó, volvió hasta allí, regresó con el Corriere en la mano, lo abrió por la página de los anuncios económicos, lo dobló con cuidado y se puso a consultar las ofertas inmobiliarias.

«Y ahora, ¿se puede saber qué haces?»

«Nada, pero, si quiero encontrar casa, no puedo quedarme con los brazos cruzados. Aquí hay dos o tres direcciones. Déjame probar».

«¿Y no puedes hacerlo después?»

«No, después tal vez sea demasiado tarde y no responda nadie».

«Y dale, hace ya una hora que espero».

«¡Huy, por favor! ¡No se va a hundir el mundo, si llegas al estudio con media hora de retraso!»

«No es por eso».

«Entonces, ¿por qué?»

«La verdad es que tú…»

«La verdad es que tú eres una cretina, es lo que quieres decir. De acuerdo, yo soy una cretina, desde luego, yo no tengo tu inteligencia, pero, en lugar de discutir, ya habría podido hacer dos llamadas».

¿Por qué era tan desagradable? Pensó en levantarse, volver a vestirse y marcharse sin decir palabra: habría sido una lección magnífica y saludable. Pero fue sólo la sombra de una idea. Nunca habría tenido fuerza para hacerlo. Se quedó ahí, tumbado en la cama, rodeando con un brazo la cintura de ella, que se dignó aceptarlo y se puso a hacer la encuesta telefónica.

«¿Oiga? Sí, llamo en relación con el anuncio… ¿ah, sí?… muy amable… ¿Y dónde se encuentra?… ¿Tercer piso, dice?… Sí, podría ir dentro de poco… ¿Nos encontramos en su oficina, señor abogado?»

Ponía voz amable y cortés, con un fondo de provocación y coquetería.

«¿Oiga? Sí, llamo por el anuncio del periódico, quisiera saber… ¿Cómo?… Sí… sí… ¿y el administrador Tamburini es usted?… No, sería para julio… ¿Tres, más los servicios?… Tal vez sería un poco demasiado para mí, verdad, señor administrador… No, no, nunca se sabe… iré a verlo con mucho gusto… no, no… yo sola… No, trabajo en la Scala… sí, en el teatro… bailarina… ¡Huy, por favor!» Una larga carcajada. «Sí, iré mañana por la mañana… de acuerdo, señor administrador, y mil gracias».

Y el cretino de éclass="underline"

«¿Y qué te decía ése que fuera tan divertido?»

«Nada, ya sabes lo idiotas que son los hombres… al enterarse de que eres bailarina, en seguida se imaginan… ¡Imagínate si va a verme mañana ése!»

«¿Por qué? ¿No vas a ir?»

«Tengo olfato. Esos tipos así, ceremoniosos, no me gustan y, además, es un paleto, pero tenía una voz bonita, debo reconocerlo».

Antonio la miró con expresión de súplica.

«Venga, basta ya, Laide, ni siquiera hace calor aquí. Yo aquí, desnudo, voy a coger algo».

«Pero, ¡espera un poco!», dijo ella, irritada, y marcó un tercer número.

Telefoneó por tercera, por cuarta, por quinta vez, la vocecilla se le ponía aflautada y con su erre aún más acentuada de lo habitual y por el otro extremo parecía que fueran todos hombres jóvenes, graciosos, galantes, que habían puesto el anuncio en el periódico con el único fin de acechar a hermosas muchachas ingenuas y sin techo y necesitadas de protección. Resultaba evidente que ella continuaba por el gusto de fastidiarlo a él, Antonio, hacerlo rabiar, ponerlo celoso con aquellas absurdas zalamerías telefónicas.

De repente, sin que él mismo se diera cuenta, la rabia lo arrastró. Con ira arrancó y desgarró el periódico de la mano de Laide y lo tiró al suelo. «¡Déjalo ya, de una vez por todas!» Laide reaccionó como una pobre niña ofendida y perseguida. Se puso en pie de un brinco. Se dirigió corriendo a la silla en la que había dejado la ropa y la lencería, cogió el sostén e hizo ademán de ponérselo:

«Muy bien», gritó con voz casi llorosa. «Yo me voy y no vuelves a verme más. No importa. ¡Quiere decir que tendré que irme a dormir bajo un puente!» Logró abrocharse por la espalda la tira del sostén. Recogió de la silla el liguero. «Me voy, me voy, me voy, ¿entiendes?»

Antonio se quedó aplanado. El miedo a que ella se fuera en serio y para siempre superó cualquier recuerdo de dignidad. Saltó de la cama, se le acercó, la abrazó con fuerza, empezó a suplicarle, con voz trémula:

«Por favor, no lo hagas, Laide, escúchame, Laide, te lo suplico, no lo hagas».

Ella se hizo rogar un poco, mortificada, y volvió a sentarse al borde de la cama, volvió a levantar el auricular y reanudó las llamadas. Naturalmente, de recoger el periódico del suelo se había encargado Antonio.