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XXIV

«Entonces, ¿qué? ¿Nos vemos esta noche?»

«Sí, pero llegaré tarde: esta noche vuelve mi hermana de la clínica y quiero que encuentre la casa arreglada».

«De acuerdo, pero tienes toda la tarde para hacerlo».

«Perdona, pero yo las cosas las hago bien y, además, esta tarde tengo que salir, tengo cita con el podólogo».

«Conclusión: ¿a qué hora? ¿A las ocho y media, a las nueve menos cuarto?»

«Como quieras, pero mira que antes de las nueve y media…»

«De acuerdo, vendré a las nueve y media».

A las nueve y media la calle estaba ya casi desierta, sólo unos pocos coches parados, la mayoría de poca cilindrada. Él se detuvo para poder observar, desde el asiento del conductor, las ventanas de ella, puertas-ventana que daban a un gran balcón. Era una casa moderna, de cinco pisos. Ella estaba en el cuarto.

Aunque la hora era relativamente avanzada, había bastante gente que entraba y salía por la cancela de la entrada. Por dentro la casa se convertía en un caserón gigantesco, debían de ser varias decenas de familias.

Antonio se detuvo, miró arriba: una de las dos ventanas tenía las persianas echadas, la otra estaba iluminada. Hacía calor. Al cabo de cinco minutos se apeó del coche y se paseó fumando a lo largo de la acera. Se veía poca gente. La acera bordeaba una larga verja allende la cual había un gran patio circundado de cobertizos. Debía de ser un depósito o el almacén de una empresa. Al fondo del patio a la derecha, había un surtidor privado de gasolina y, al lado, un cobertizo y debajo de él una lamparita azul como las que se usaban durante la guerra. Bajo el cobertizo había un banco, en el que estaba sentado un hombre que parecía dormido. No había otra alma viva.

Las diez menos veinte. Antonio sintió que comenzaba la tensión habitual. Era una inquietud que le entraba en todas las partes del cuerpo, una ansiedad que subía, subía. Todas las veces esa desdicha insoportable se repetía, pese a que se decía: "Laide siempre ha venido, Laide no ha faltado nunca a su palabra, tal vez haya tardado veinte minutos, pero siempre ha venido". Le habría bastado con tener la certeza de que vendría, habría estado más que dispuesto a esperar horas: si hubiera estado más absolutamente seguro, la espera habría sido una delicia, pero no tenía esa certeza. Los precedentes no bastaban. Todas las veces, cuando habían pasado diez minutos, lo apremiaba la obsesión: "Esta noche Laide no vendrá y mañana no telefoneará, Laide no vendrá y nunca más telefoneará, Laide no vendrá porque se ha marchado de Milán y ha encontrado a otro mejor que tú, más joven, divertido y rico y se ha ido para siempre". O bien: "Ya han pasado doce minutos, la última vez se retrasó diez, como máximo se ha retrasado dieciséis minutos, por lo que aún hay un margen disponible; hagamos lo siguiente: hasta que hayan pasado veinte minutos no me resignaré a que esta noche no venga; por lo demás, dijo que tenía que hacer la limpieza, podría ser que no hubiera calculado el tiempo justo, es tan meticulosa con la limpieza, capaz de lustrar y relustrar un cristal seis, siete veces, tal vez esta noche me haga esperar incluso más de veinte minutos, pero para mí es espantoso; ella no lo hará con mala intención, lo hará sin pensar, pero a mí me resulta espantoso todas las veces, conque reconozco que la culpa es mía, reconozco que soy un maniático, que es como un caso clínico, pero no puedo más. No, así es imposible seguir, ya es que no vivo ni trabajo ni como ni duermo, la gente me habla y yo no la escucho, estoy ahí como un autómata, ya no soy yo mismo, es mi perdición, tengo que plantarla; vamos, vamos, hombre, líbrate de este maldito gusanillo, márchate por unos meses, búscate una muchacha, hazte con otras dos, tres, tira ese poco dinero que tienes ahorrado, nunca habrás gastado mejor un dinero. Basta, yo no puedo más".

"Basta, basta, armarse de valor y al menos marcharse. Si no eres capaz de más, espera aún quince minutos como máximo y después márchate, a saber cómo se quedaría ella de asombrada. Sí, todos los amigos a los que me he confiado son ya demasiados, yo, si estoy con uno más de un cuarto de hora, no puedo resistirme y empiezo a contarle todo y ellos me escuchan, me escuchan, porque debe de ser divertido comprobar que alguien se ha idiotizado hasta tal punto; mis males deben de ser un gran consuelo para quien me escucha, sólo por eso se quedan escuchándome, parecen incluso tan interesados; el caso es que todos los amigos, con una sola voz, me dan siempre el mismo consejo: fingir arrogancia, dar muestras de no concederle tanta importancia a las citas, no esperar más de diez minutos y después marcharse es una táctica infalible, el mundo siempre ha sido así, para tener las de ganar con las mujeres hay que mostrarse indiferente; claro, claro, qué fácil os resulta a vosotros decirlo, pero, ¿y si me voy y ésa no vuelve a dar señales de vida, si no me telefonea más?, no es una ovejita, Laide es una tía dura, tiene un orgullo que no veas, ¡menudo si iba a correr tras mí!: no, es mejor que espere, pero han pasado otros dieciséis minutos, yo ya estoy hasta las narices y ahí, en la planta baja, hay una que está mirándome, no es ni mucho menos que se haya asomado al alféizar a mirar afuera, no, está dentro y tiene la luz apagada, pero yo veo que de vez en cuando se acerca a la ventana, lo necesario para mirar, y mira y mira hacia mí precisamente, a saber si estará divirtiéndose y nada más fácil que haya llamado a otros para que acudan a ver y que estén riéndose juntos: un hombre de cincuenta años pasados que espera a esa, a esa… ¿qué? En fin, mejor no hablar, en una palabra, de esa del cuarto piso, que a sus veinte años ya ha hecho más de las suyas que Bertoldo en Francia a los cincuenta. A fin de cuentas, si me comparan con mis coetáneos, puedo consolarme, ya que aún no tengo tripa y, además, estoy ágiclass="underline" desde luego, la cara, la maldita cara, ciertos días tiene algunas arrugas, pero no son tanto las arrugas, es ese aflojamiento de conjunto, es una cara delgada y, sin embargo, ciertos días logra aflojarse, pero es que no sólo se aflojan las carnes gruesas, si bien, por lo general, más de cuarenta y cinco, cuarenta y seis no me echan y, además, al diablo, ¿estoy en condiciones de fecundar o no? ¿Entonces? Si estoy en condiciones de fecundar, nadie puede tener motivo para reírse, ni aunque me acostara con una de catorce años: ¡cuánta hipocresía, cuánta hipocresía asquerosa! Diablos, ya son las diez menos diez, veinte minutos empiezan a ser demasiados: ¿y si fuera a pedir al portero que llame por el teléfono interior? Sí, un poco curioso sería, él seguro que se olearía el pastel, ¿y a quién le importa? ¡Como si no supiera que Laide va con frecuencia con hombres! En cualquier caso, vamos a esperar cinco minutos más, más de cinco minutos, no; si no, ése de ahí cierra la cancela; al menos sabré si ella está de verdad en casa, podría ser perfectamente que toda esa historia de la hermana que vuelve de la clínica fuese para justificar su fechoría, pero, en realidad, tal vez esté fuera cenando con otro, acaso con ese conde que lleve el diablo, ese que le hace escuchar los discos de Bach antes de follar, sí; ¡ostras, las diez menos cinco! Si no me decido, ése de ahí cierra la cancela".

Sacó un billete de quinientas -quinientas de propina era bastante exagerado, pero era mejor excederse, nunca se sabía-, conque entró por la cancela, subió los cuatro escalones que conducían al tabuco del portero, llamó con los nudillos en el cristal, porque dentro no se veía a nadie, y apareció un hombre de unos cincuenta años:

«Discúlpeme, podría llamar por el telefonillo a la señorita Anfossi?», y le alargó las quinientas liras.

El otro puso algunas pegas, pero después cogió el billete y en seguida buscó la comunicación: en efecto, era ella, oyó al instante su voz con aquel «¡Diga!» arrastrado, despreocupado y lleno de misterio.