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«Bueno, ¿qué? ¿Bajas?»

Ella en seguida se sulfuró:

«Pues es que aún no he acabado».

«¿Y cuánto te falta aún? Podrías decirme cuánto vas a tardar».

«No lo sé, no puedo saberlo».

«Pero, a ver, ¿debo esperar o marcharme?»

«Tú haz lo que quieras; si quieres esperar, espera», y colgó.

Él salió, de nuevo para arriba y para abajo por la acera de enfrente, qué extraño aquel tipo bajo el cobertizo aún dormido, pero, ¿estaría de verdad dormido? Mirando mejor, Antonio comprobó que no era un hombre, era un cacharro, algo de madera, una sombra obscura que tenía forma de hombre, pero no lo era, el patio estaba completamente desierto, también la calle estaba desierta, también la ventana de la que miraba en la casa de enfrente tenía las persianas echadas. Sólo dos ventanas encendidas en el primero y en el cuarto la ventana de ella. Encendió un cigarrillo y después otro, ya eran las diez y diez, pero, ¿estaría Laide dentro limpiando la casa o estaría con otro hombre? Podía muy bien ser que la hermana no estuviera, pero también que ella hubiese aprovechado para traerse a casa a algún maromo; a saber si no estaría divirtiéndose al pensar en él, que esperaba por la calle, tal vez estuvieran los dos tras la persiana espiándolo, desnudos, y él la mantuviese bien apretada y ella tal vez le contara que ése de ahí, que estaba esperando por la calle, había perdido la cabeza por ella y ella iba con él porque soltaba sus buenos billetazos: total, a ella no le costaba apenas, porque a él no le atraía y se contentaba con sacarla a comer y al cine, pero, ¿se puede ser más gilipollas? Ya estaban empezando las pestilentes imaginaciones del cerebro que le envenenaban la vida, le volvían un infierno la vida: sí, sí, le estaba bien, a él, el intelectual, a él, que se asombraba de que los novelistas no hablaran de otra cosa que de amor y lo mismo las canciones y todo, él, el hipócrita, se asombraba, decía que no era verdad, en el mundo había muchas cosas más importantes que las mujeres, ¿verdad? Un hipócrita, eso es lo que era, no es que no pudiese entenderlo, perfectamente lo entendía, desde luego, pero no tenía valor para reconocerlo, él, tartufo, como todos los demás, y ahora se daba cuenta de lo importante que es la mujer para un hombre, ahora se daba cuenta de que una muchacha hermosa podía ser deseada por los hombres, ahora pensaba y volvía a pensar en lo falso que era el mundo, que fingía que no existiesen los deseos carnales y no hablaba de ellos, mientras que, en realidad, todos los hombres, bastaba con que fueran sinceros, si se encontraban incluso por la calle a una muchacha desconocida, inmediatamente pensaban en una sola cosa: "¿Es deseable? ¿Me gustaría acostarme con ella?" Mejor dicho, se hacían dos preguntas, porque la segunda era sin falta ésta: "¿Habría por casualidad alguna forma de hacer el amor con ella?" Y, cuando un hombre veía a una mujer joven y atractiva, en seguida, incluso en la más alta sociedad, incluso en la iglesia, incluso los curas, seguro, lo mismo, pensaba en cómo estaría bajo la ropa, si las tetas se sostendrían solas, si sería estrecha la cintura. Él, por ejemplo, Antonio, pensaba en seguida en si estaría depilada o no: una de las cosas que más lo excitaban eran precisamente las axilas sin pelos, sobre todo si eran muy jóvenes, carnosas y llenitas, la muchacha que alzaba los brazos ofrecía precisamente con las axilas al descubierto la perspectiva más apetitosa de su cuerpo. Y después, naturalmente, todos se preguntaban cómo estarían hechos los muslos y el trasero, había incluso quienes preferían por encima de todo el trasero y todos, todos, cuando veían a una muchacha o incluso a una niña, pensaban inmediatamente en la misma cosa, pero ninguno lo decía, ninguno tenía el valor para decirlo, ninguno se atrevía a reconocerlo, porque eran todos un hatajo de hipócritas que daban náuseas y todos vivían, hablaban y se comportaban como si por encima de todo les interesaran las ganancias económicas, la posición social, los hijos, su casa, y pensar que todo, todos los esfuerzos, todos los pensamientos secretos se concentraban en esa única cosa, pero era tabú y nadie se atrevía a hablar de ella, razón por la cual, cuando alguien hacía un regalo a un amigo, aun cuando fuera generoso, le daba tal vez un objeto artístico, un automóvil, un yate, pero nunca le ofrecía la ocasión de poseer a una puta hermosísima: no, nunca se ofrecía lo que se agradecería más que nada e incluso los millonarios que invitaban a sus amigos a sus palacios y a sus quintas les ofrecían manjares exquisitos, licores y champán en cantidad, gastaban centenares de miles de liras para alegrarlos, pero en modo alguno se les ocurría hacerles llegar a su habitación una hermosa jovencita dispuesta a obedecer órdenes y, sin embargo, ése era el máximo deseo de todos, sobre todo hacia la noche todos pensaban en eso, pero nadie debía saberlo, se nacía, se crecía, se envejecía y se moría como si el amor físico fuera, sí, algo agradable, pero no tan importante, y, sin embargo, era lo más importante de todo y él había sido un idiota e hipócrita por no haberlo reconocido hasta entonces, pero ahora sí, se daba cuenta, porque se sentía herido, se daba cuenta de lo mucho que miraban a una jovencita como Laide por la calle e incluso le silbaban. Un día había acudido a su estudio con un vestidito de ninfita, con falda ahuecada y cortísima y se había recogido su negro pelo en una trenza compacta y con su carita impertinente y picarona podía aparentar quince, dieciséis años como máximo y, cuando habían salido, los peones de albañil, que comían sentados en el suelo, al otro lado de la calle, lanzaban largos silbidos y ella se contoneaba de forma bastante indecente, completamente divertida, y a él mismo le había dado placer. ¡La Virgen! Disponer de una nena semejante a los cincuenta años, ¿a quién le importaba que fuera o no por dinero? El caso era que ella se acostaba con él y los otros se morían de envidia. Lo envidiaban, lo envidiaban y ahora era él quien expiaba ese gusto, porque en ese caso la envidia era sólo el deseo de poseer a Laide, también gustaba a los otros, ¿y por qué no habría de gustarles, con lo extraordinariamente provocativa que era, no sensual, entendámonos, sino provocativa, que es algo distinto? Naturalmente, seguía mirando el reloj, eran ya las diez y veinte, llevaba cincuenta minutos esperando, pero ni siquiera cuando estudiante había esperado tanto. Si entonces se hubiese marchado, ella no habría podido protestar. "Más aún: habría sido mi deber elemental de decencia; si sigo esperándola, es absolutamente innoble; ahora, seguro, ella ya lo da por hecho, seguro que está convencida de que yo me he ido: ni siquiera enamorado perdido se pueden rebasar ciertos límites. ¿Y si, después de todo, viniese?"

El tormento era tal, que tenía la sensación de estar perdiendo años y más años de vida. Ahora era un autómata, un autómata idiotizado, y de repente ella salió, impertérrita con su firme e imperioso paso, cuando ya eran las diez y cuarto.

«¿Sabes que me has hecho esperar una hora y cuarto?»

«Pues, por si te interesa», dijo ella sonriendo, «te diré que una vez a Marcello le hice esperar en la plaza San Babia una hora y tres cuartos y tendrías que haber visto cómo llovía».

Por desgracia, él no lograba tomarse aquellas cosas en broma, estaba enamorado y, por eso, carecía del menor sentido del humor, se daba cuenta, pero era algo que podía más que él.

«Entonces, ¿reconoces que lo has hecho a propósito?»

«¿A propósito? ¡Si todavía está todo el recibidor por hacer!»

«Entonces, ¿por qué has estado mirando la televisión?»

«¿Mirando la televisión yo?»

«Sí, desde aquí lo he visto perfectamente. Se ha apagado la luz en la sala, pero después abajo, a la izquierda, se ha encendido una luz azul, el reflejo precisamente de la televisión».

«¡Tú estás soñando! ¡Imagínate si iba yo a estar viendo el debate político!»

«¿Y cómo sabes, entonces, que era el debate político?»