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«Porque lo anunciaron ayer. Debía ser el Musical, pero lo han aplazado hasta las once menos cuarto».

«¡Qué mala leche! Entonces esta noche nada de Musical».

«¿Por qué?»

«¿Dónde vas a encontrar un restaurante con televisión?»

«No importa. Vamos aquí cerca. Hay una chocolatería en la que ya he estado otras veces».

«¿Una chocolatería?»

«Sí, ¿por qué no? ¿Acaso te daría vergüenza?»

«¿Y la cena?»

«Pues después vamos a cenar».

XXV

«Oye», dijo ella.

Estaban recorriendo en el coche los bastiones de Porta Venezia en dirección a la casa de Corsini. Era un día de sol, pero ya fláccido y grumoso, como suelen ser los veranos de Milán, «mira, tengo que pedirte un favor; te lo pido con el corazón, no debes decirme que no».

«Si puedo, con mucho gusto».

«Sí que puedes y lo necesito mucho. Ya sabes que me voy a ir unos días de vacaciones: las necesito mucho, el aire de Milán siempre me ha sentado mal».

«Por la parte de Sassuolo me dijiste, ¿no?»

«Sí, en Rocca di Fonterana».

«¿Has estado ya allí alguna vez?»

«Debo de haber estado por lo menos cuatro años seguidos: me llevaba siempre mi madre».

«¿Y qué favor es ése?»

«Mira, deberías acompañarme; si no, no sé cómo voy a arreglármelas con las maletas y todo lo demás y el perrito».

«Y allí estará, naturalmente, Marcello, tu amorcito».

«Oye, deja ya de llamarlo "mi amorcito", sabes mejor que yo que es como un hermano y, además, él trabaja abajo, en la obra, a diez kilómetros de Módena; en quince días vendrá a veme, si acaso, dos o tres veces».

«Pero reconocerás que es un caso un poco curioso: un joven que tendrá unos veinticinco años; si va tras ti, no será para leerte poesías, me imagino que no será impotente precisamente».

«Ni curioso ni leches. Si no quieres creer, allá tú, contigo no sirve de nada ser sincera. Por si te interesa, desde que nos conocimos no he vuelto a casa de Ermelina e incluso el otro día me llamó: había un señor alemán que llevaba meses queriendo venir conmigo y ella me dio una cita para la noche y ni siquiera fui».

«Cita, ¿dónde?»

«Teníamos que vernos en el Contibar».

«¿Y ni siquiera avisaste?»

«¿Y a quién le importa? Por lo demás, si no quieres acompañarme, no lo hagas, buscaré a alguien más amable que tú».

«¿Y quién te ha dicho nada? De acuerdo, te acompañaré».

«No, porque tú con esa historia de Marcello siempre me fastidias. En cambio, deberías agradecerme que me vea con alguien con quien no hago nada malo».

«¿Y cuándo quieres partir?»

«El lunes».

«¿Y por qué el lunes precisamente? ¿No sería más cómodo el domingo?»

«No, el domingo hay un follón de aúpa».

«¿Adónde vas? ¿A un hotel?»

«Sí, es un hotel nuevo. Me han dicho que se está bien y no es caro».

El lunes por la mañana había nubes grises y Laide tenía náuseas, decía que no había pegado ojo y estuvo adormilada hasta Lodi, donde quiso parar en un bar para tomar un café con tres medias lunas. El cielo estaba aclarándose hacia Levante.

De repente, después de Parma, Laide empezó a cantar. Había salido el sol y se había puesto un pañuelo que la hacía parecer una campesinita, pero no cantaba canciones de moda, sino que recurrió al repertorio de las canciones procedentes de las lejanísimas profundidades del pueblo, groseras y vulgares tal vez, sin nostalgias ni zalamerías, historias de cuartel y de taberna, cargadas de doble sentido, pero fuertes y auténticas.

No cantaba con grosería, sino con libertad, no con picardía, sino como una golfilla que de repente volvía a encontrar en sí misma el aire de las calles y los patios, de cuando era niña y se peleaba con los compañeros golpeándose con ganas, de cuando hincaba el diente en las pantorrillas de las mayores, sentadas en los jardines, de cuando bajaba al sótano en busca de sus amigos ratones y una vez se había llevado uno a casa que pesaría por lo menos medio kilo y se mantenía en sus brazos tan contento y le lamía las manitas.

Antonio recordó que una noche en Milán, debía de ser hacia las dos, lo había despertado un canto rítmico y soberbio; debía de ser un grupo de muchachos en bicicleta que iban y venían por la avenida sin dejar de cantar y al principio no había entendido qué era y después reconoció la vieja canción del deshollinador. La había oído cien veces, también los campesinos la cantaban en el campo, allí donde iba de niño, tal vez él mismo la hubiera cantado en la montaña y siempre le había parecido vulgar, pero aquella noche los desconocidos muchachos la transformaban en algo bellísimo y potente, una balada llena de rabia y añoranza que surgía de las vísceras de Milán; no eran, desde luego, coristas educados, eran muchachos del pueblo que habían trasnochado y a saber si no estarían borrachos, pero tanta era la precisión, la fuerza, la medida, tan perfecto era aquel arrogante abandono, que no lo parecía. Sí, cantaba de ese modo la antigua ocurrencia trivial que se había convertido en un himno, un juramento secreto, un desafío misterioso.

Antonio comprobó, estupefacto, que Laide la cantaba de idéntico modo, el mismo ritmo de martillo, el mismo ímpetu, como si volviera a encontrar en ella lo mejor de sí misma, el sentido genuino de la vida.

No cesaba de volverse a mirarla, nunca la había visto tan bella, una pureza conmovedora, una alegría de estar en el mundo y Antonio, estúpidamente, se sintió orgulloso: no, no era una de tantas muchachas frenéticas y desvergonzadas, aquélla era una criatura humana en toda la amplitud del término, asunto importante.

«Por favor, cántala otra vez».

Ella se rió y volvió a empezar y después, sin intervalo, pasó a otras cancioncillas de reclutas o de prostíbulo precisamente, pero una vez más las convertía, a saber cómo, en cosas nobles y antiguas, evocadoras, a través de las páginas de Manzoni, de los vivac de los lasquenetes.

Después se calló de pronto, presa de nuevo de aquella frecuente tensión nerviosa suya, como de animalito amenazado y, cuando él le rogó que continuara con Urca uei, dijo:

«¡Hay que ver qué pesado eres!»

En un instante parecía haberse vuelto otra.

Pero, entretanto, habían salido de la autopista del Sol y la carretera se acercaba serpenteando a las colinas entre prados y árboles muy bellos y bastante solitarios.

«No están nada mal estos sitios», dijo él por decir algo, con el estúpido embarazo que sentía siempre cuando estaba solo con una mujer a la que conocía desde hacía poco.

«¿Tú nunca habías estado?»

«Es la primera vez», dijo él, «y probablemente sea también la última».

«¿Por qué?», preguntó ella con intuición fulminante, al tiempo que se volvía a mirarlo.

«Porque, querida Laide, lo veo clarísimo: tú eres una muchacha muy atractiva y yo te quiero mucho, pero la nuestra es una historia desgraciada; cuanto más avanzo más claro lo veo: aparte de la ayuda que te doy, ¿qué puedo ser para ti? En determinado momento hay que tener el valor de mirar las cosas de frente. ¿Piensas simplemente en la diferencia de edad?»

¿De dónde había sacado la fuerza para decirle esas cosas que cien veces había decidido decirle y nunca había tenido valor para hacerlo? ¿Y adónde quería ir a parar? ¿A qué conclusión quería llegar? Él mismo no habría sabido decirlo; más aún: no había acabado de hablar, cuando ya se había arrepentido de haberlo hecho: tal vez fuera un paso en falso, tal vez ella le cogiese la palabra. ¿Y si ella hubiera respondido que sí, que le daba la razón, que comprendía perfectamente que era mejor separarse? Ante esa idea, sintió aquella sensación terrible: como un remolino de retortijones a la altura del estómago.

Pero Laide no respondió que sí. Sin dejar de mirar la carretera, dijo tranquilamente: