«No, mira, tú sin mí no puedes vivir».
En aquel momento Antonio comprendió que todo era inútil y que estaba perdido. Ella miraba, con la vista fija, la carretera, que giraba suavemente entre los prados, no me miraba a mí, que iba sentado a su lado y conducía el coche, un modesto seiscientos de cilindrada, pobre, insignificante coche inadecuado para ella, que iba mal vestida, sin carmín y despeinada, pero para ella en aquel momento hacían falta Ferraris y Daimlers con parachoques de plata y oro, tan brillantes, que se vieran resplandecer y centellear desde lejos, de colina a colina.
"Con su conciencia de mujer, asombrosa a aquella edad, ella había dicho: 'No, tú sin mí no puedes vivir'. Y yo no conseguí responder nada, habría podido rebatirlo con cien frases altaneras, cortantes o ingeniosas y, en cambio, no respondí nada, una vez más había fracasado, ella me había derrotado, la chiquilla me tenía en sus manitas delicadas, amables y terribles, pero no apretaba, apenas había hecho una leve contracción para hacerme entender; si hubiera apretado, me habría partido en dos; en cambio, no apretó, ni siquiera sonreía; era tan sencillo, natural, para ella, ni siquiera era un juego, una esgrima, para ella era la cosa más natural de este mundo, un momento cualquiera de su vida, que en aquel instante ascendía con la irresistible potencia de la hembra.
"Cierto es que era una hermosa y agradable jornada de sol, el campo estaba verde y alegre, además de solitario, y las nubes también bellísimas, habría sido tan fácil, a su lado, ser felices, pero, en cambio, ella había dicho: 'No, tú sin mí no puedes vivir'. Por eso se había callado. Sí, yo era viejo, un viejecillo mantenido, con todo mi mundo desmesurado, en el cálido y tierno hueco de una de sus manitas, bastante graciosas y cuidadas, y, aun así, una gran energía me mantenía erguido, aunque fuese viejo, era viejo de años, eso sí, pero en cuanto a ánimo era joven, al menos como ella y probablemente más; además, aquella energía no era mala, no era sucia, aunque para aplicarse utilizara el dinero, era algo un poco estúpido, desinteresado y loco que, a saber cómo, brotaba de un asqueroso burgués como yo, era un toque largo de trompa, era una antena de luz, era tal vez el vuelo silbante y salvaje de un peñasco que cae a pico en el abismo, en cuyo fondo se deshará, pero entretanto vive, vive, misericordia de Dios: era el amor".
Pero llegaron al hotel, era un hotel nuevo y bastante agradable, un poco tipo bungalow colonial. Antonio la ayudó a llevar el equipaje. Le habían dado una habitación en ángulo con dos camas.
«Yo siempre cojo una habitación con dos camas, a veces siento necesidad de cambiar y, además, ya es una costumbre».
«También puede resultar muy cómodo», dijo él; sabía perfectamente que ella se rebelaría, pero no pudo resistirse.
«¿Cómo que cómodo? ¿Ya estás tú otra vez? En cualquier caso, has de saber que yo nunca he dormido toda una noche con un hombre: ésa es otra razón por la que no me apetece casarme».
Comprendió que, mientras colocaba sus cosas en el armario, Laide habría preferido que él la esperara abajo, no estaba dispuesta a reconocerle el papel de amante, pero ella misma comprendió que era pretender demasiado. Entonces, para demostrar al personal que entre su tío y ella no había nada, mantuvo la puerta abierta de par en par. Vestidos, lencería, zapatos estaban colocados en las maletas, con precisión geométrica, cada cosa en su bolsa de celofán. Sacó del neceser una batería de frascos y botellitas, que ni una diva, vamos. Los alineó meticulosamente en el lavabo en dos filas semicirculares. Después colocó la alfombrilla para el perro, la escudilla de plástico para el agua y otro recipiente especial para la papilla.
Parecía que se encontrara a gusto prolongando aquella operación, no acababa nunca de alisar y plegar la lencería, de transportarla de un cajón a otro, parecía que tuviera intención de permanecer años en aquel hotel. Él miraba el reloj, le habría gustado estar en Milán antes de las cinco.
De vez en cuando, Laide se asomaba al balcón para mirar afuera: tal vez esperara la llegada de Marcello, pero éste no apareció. Al final, a la una y media estuvo lista y bajaron; dijo que prefería ir a almorzar a Módena.
Antonio pensó: "Me da la impresión de que quiere que la vean conmigo en el hotel lo menos posible. ¿Por qué? ¿Se avergonzará de la diferencia de edad? Pero si me hace pasar por su tío. ¿O querrá tener, por decirlo así, el campo virgen para la llegada de Marcello? Y Marcello, oficialmente, ¿qué papel debería desempeñar? ¿El de primo? ¿Novio?»
Ese asunto del tío era para Antonio una continua causa de rabia y humillación, pero no había tenido valor para rebelarse. Habría bastado que le hubiera dicho:
«Te advierto que, si me llamas tío delante de extraños, sean quienes fueren, yo voy a decir en alta voz que nunca he sido tío tuyo».
Sí, tal vez ella se habría adaptado, pero a saber con qué rabia. ¿Y valía la pena contrariarla así, desbaratar sus ingenuas diplomacias de muchacha sola que quiere salvar la cara a toda costa?
Fueron a comer a Módena, fue un almuerzo triste y con pocas palabras. Ahora que se acercaba la separación, Antonio sentía resurgir la inquietud y se multiplicaban las sospechas celosas.
Cuando salieron del restaurante, eran casi las tres y hacía calor.
«Yo ahora me voy a ir», dijo Antonio.
«Acompáñame hasta un cine aquí cerca», dijo ella.
«¿Al cine a esta hora?»
«Sí, así salgo a las cinco: a las cinco y media voy a encontrarme con Marcello en la plaza».
Montaron en el coche, Antonio estaba que bramaba, el perrito se le subió a las rodillas y se puso a roerle los botones de la chaqueta.
A medio camino, Laide cambió de idea o tal vez no se tratara de un cambio, sino que desde el principio pensaba pedírselo, pero no se había atrevido a hacerlo.
«Mira, hazme el favor, baja por esta calle a la izquierda».
«¿Para qué?»
«Ahora párate en la esquina».
«¿Quieres apearte?»
«No, mira, ten la amabilidad: la primera o la segunda calle a la derecha es Via Cipressi, en el número 6 está la pensión en la que se aloja Marcello. ¿Te importaría ir a ver si está? Mira, está de pensión en casa de una señora, yo prefiero no dejarme ver».
«¿Y tengo que ir precisamente yo?»
«¿Qué tiene de malo? Deben de ser menos de cincuenta metros».
"Éstas son las ocasiones para demostrar que eres un hombre y no un pelele", pensó Antonio, "rebélate, dile que te pida cualquier cosa, menos hacerle de alcahuete".
Pero Laide estaba inquieta; si él hubiera puesto pegas, habría sido capaz de dejarlo plantado y marcharse, tal vez para siempre. Se apeó del coche y se dirigió a pie hasta Via Cipressi. En el número 6 preguntó por Marcello. Se asomó un joven y dijo que Marcello estaba en la obra:
«¿Quién lo buscaba?»
«La señorita Anfossi, que está aquí fuera».
«¿Laide?»
«Sí».
«Entonces voy».
El joven salió, acompañó a Antonio hasta el automóvil e intercambió algunos saludos con Laide. Se hablaban de tú. Después Laide hizo las presentaciones.
«Pepino, disculpa pero no recuerdo tu apellido… mi tío».
Se dieron la mano. Después Pepino volvió a su casa.
De allí al cine había poca distancia. Antonio no pudo contenerse, le parecía haber tenido demasiada paciencia incluso.
«Mira, Laide, no consigo comprender cómo es que no te das cuenta de que ciertas cosas, como mínimo, son de pésimo gusto, por no decir que…»
«Por no decir que… ¿qué?»
«Por no decir que son groserías, si es que quieres saberlo. ¿Tenías que mandarme a buscar a casa precisamente de tu…?»
«¿Mi qué?»
«Bah, dejémoslo».
«Ni dejémoslo ni leches», se puso a gritar ella. «¿Es posible que tengas que considerarme siempre una puta? Ya estoy hasta las narices», y se llevó la mano derecha hasta el labio superior. «Es como para volverse loco: ese, que no me toca siquiera, y tú, que haces el amor conmigo siempre que quieres, ¡y eres tú el que está celoso! Ya te lo he dicho muchas veces, con todos tus buenos modales de persona educada, ¡menudo eres para ofender tú…! Tú quieres ensuciar los mejores sentimientos, no reconoces que una mujer y un hombre puedan estar bien sin necesidad de follar, en eso eres mezquino, la verdad, se ve, desde luego, que nunca has conocido a una muchacha como Dios manda, sólo has tenido tratos con putas, por lo que se ve, y para ti todas son putas y no existen sino putas».