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Se había detenido en un espacio muy amplio. Dos mujeres que pasaban, al oír aquella voz encolerizada se volvieron a mirar.

«Habla más bajo al menos, ¿quieres que lo oiga todo el mundo?»

«Pues que me oigan, me trae sin cuidado, para que te enteres, estoy harta de esta historia».

Antonio calló, vencido una vez más. También ella había acabado. Al cabo de unos segundos, intentando mostrarse frío, dijo:

«Bueno, yo ahora me voy, que ya es tarde».

«Adiós, te llamaré: probablemente pasado mañana tenga que ir a Milán; si voy, pasaré a verte al estudio».

«Como quieras», dijo él y metió la primera, amargadísimo.

XXVI

Quince días de alejamiento. Durante quince días Antonio siguió sin respiración rumiando para sus adentros la enfermedad que padecía. Sí, no tener que sufrir todos los días esperando la llamada de Laide representaba como un alivio, pero, en cambio, la distancia multiplicaba las imaginaciones funestas. Por la noche, tumbado en la cama, con los ojos clavados en las dos grietas del techo en forma de 7, pasaba las horas muertas cavilando una y otra vez sobre su dolor. Ella lo llamaba cada dos o tres días; a decir verdad, era siempre puntual, ése era un pequeño alivio, pero necesitaba algo más.

Rogaba a Dios que le quitara aquel infierno de encima. A saber si no se despertaría tal vez una mañana y estaría totalmente distinto, libre, ligero, ¡qué maravilla!

"Ya son casi las dos de la mañana, mañana debería llamarme al estudio. ¿Lo hará? ¡Qué marasmo más horrendo! Es como tener fuego en la boca del estómago. ¿Con quién estará ahora? ¿Estará sola? ¿Estará bailando en alguna parte? Pero no es eso lo que importa. Del lunes a hoy, viernes, muchas cosas pueden haber sucedido, puede haber aparecido un nuevo interés en su vida. Puede que ni siquiera se acuerde de mí, salvo para la cuestión del dinero. Me encuentro muy mal. Los tranquilizantes son como agua. No consigo estar sentado ni tampoco estar en la cama. ¿Dónde estará? Lo tremendo es que no puede haber esperanza, aunque me llame, aunque siga viniendo conmigo, pero, ¿por qué no habría de volver aún conmigo, al menos una vez? He decidido decírselo todo: que al menos lo sepa, que no pueda haber malentendidos. Después, que haga lo que le parezca. He decidido escribirle todo. Mejor un no definitivo con ruptura, dolor y larga melancolía que esta ansiedad insoportable. Dormir, dormir: ésa es la única tregua."

Pero después al despertar, esfumados los últimos retazos del sueño, ¡qué sensación de angustia, de condena! El pensamiento buscaba en seguida en derredor: ¿por qué? ¿Por qué? ¡Ella! Y entonces el corazón se ponía a latir, el cerebro se llenaba con aquel pensamiento obsesionante, fijo, profundo, que invadía toda la conciencia y la cerraba sin dejar escapatoria. Pensara en lo que pensase -o, mejor dicho, intentara pensar-, siempre estaba ella por medio, que obstruía la entrada. Se decía: "Es absurdo, no vale la pena, no se lo merece". Sí, sí, argumentos óptimos, todos ellos, pero el día en que renunciara, en que no insistiera más, en que transformase el ansia en dolor lacerante, ¿qué le quedaría ese día? El vacío, la soledad, la perspectiva de un futuro cada vez más triste y muerto. ¡Dios, ayúdame!

Pensó en mandarle una carta, nunca había costado tanto ajetreo mental un tratado de paz. Debía hacerla sencilla, emplear palabras corrientes; si no, tal vez no la comprendiera, hacerle entender que estaba decidido, pero no ir demasiado lejos, decirle las cosas duras que debía decir sin ofenderla, sin afectar a aquella extraña dignidad que tanto valoraba ella y al tiempo mostrarse comprensivo y afectuoso. El día siguiente le salió la carta siguiente:

«Querida Laide:

»No te asustes con esta carta. Léela con toda la calma, tal vez tumbada al sol o esta noche antes de dormir, no hay la menor prisa. Pero se trata de cosas que te incumben y que siento el deber de decirte. La tranquilidad de las vacaciones te permitirá pensar con claridad sobre ellas. Se trata de lo siguiente:

»No se si te habrás dado cuenta, pero yo, aun queriéndote cada vez más, no estoy nada contento. No hace falta decirte lo que va y lo que no va entre nosotros. Tú eres lo bastante mujer para adivinarlo y lo bastante inteligente para comprender que ciertas frialdades y ciertos desaires pueden hacer más daño que una traición propiamente dicha.

»A mí me parece que tú me has pedido mucho y no me refiero al dinero. Aparte de la dificultad para telefonearte, para reunirme contigo, para verte, para estar juntos unas horas -y sólo Dios sabe lo que he sufrido en el pasado por ello-, me refiero a tantas otras cosas que sabes perfectamente, como el antipático papel que me haces desempeñar con Marcello, sin entrar a analizar lo que son tus verdaderas relaciones con él. Me parece que a veces exageras. Después de tres meses en los que has tenido todo el tiempo para darte cuenta de lo mucho que te quiero y de los sacrificios que hago para demostrártelo bien, tú me correspondes con actitudes casi siempre de frialdad, aburrimiento y cansancio. Tú me has dicho más de una vez que entre una mujer y un hombre siempre es necesario un período de rodaje, pero éste es un rodaje de cien mil kilómetros, me parece a mí. Sí, tú eres diligente en los pequeños compromisos cotidianos, de telefonear, venir, etcétera, pero, ¡nunca un arrebato, nunca un pálpito de afecto o bondad!

»Lo grave es que, si debiera continuar así, acabaría encontrándome en un estado de humillación mortificante que no podría soportar.

»No me gustaría, querida Laide, que tú hubieras confundido mi amor con una debilidad sin límites. En determinado momento un hombre debe saber abrir los ojos, aunque esté enamorado, y afrontar la realidad, cueste lo que cueste.

»Espero no tener que llegar a eso, pero, para no llegar, debemos ser los dos los que no lo deseemos. Ésa es la razón, Laide querida, por la que te escribo: para que tú te des cuenta de que nuestra situación, así como está, no puede durar.

»Me preguntarás qué quiero. Quiero simplemente que tú me respetes como hombre y no me hagas desempeñar más el papel exclusivo de tío pagano, de algo así como un comodísimo tío de alterne, y que tengas conmigo las actitudes que tienen todas las mujeres con la persona a la que están unidas: por afecto o incluso por interés.

»En el fondo no te pido mucho, después de todo lo que he hecho y hago por ti y que me gustaría hacer también en el futuro. Pero eso, querida, dependerá sólo de ti.

»Ahora continúa en paz tus vacaciones, pero procura pensar un poco, si puedes, en esta historia nuestra que comenzó como algo sencillo y poco a poco ha llegado a ser dolorosa para mí.

»No sé cómo acabará esto. Mira a ver si puedes arreglarlo. El amor o el afecto o incluso sólo la costumbre de verse de dos personas, aun cuando no haya pasión, debe ser al menos un sentimiento humano de bondad y dulzura.

»No te sorprendas de esta carta repentina. He querido decirte todo lo que llevo dentro, entre otras cosas para que en el futuro tú no tengas que asombrarte de nada.

»Pero ahora basta, diviértete, ponte muy morena y muy guapa y no olvides dar señales de vida.

»Un abrazo muy fuerte.»

Ésta fue la tercera versión después de un par de pruebas. La escribió con un bolígrafo, la transcribió a máquina y después pensó que sería más amable y también más eficaz escribirla a mano y la copió con caligrafía clara con la estilográfica. La leyó, la releyó, la metió en un sobre y escribió la dirección. Después lo pensó mejor, abrió el sobre, la releyó otra vez y se dio cuenta de que era una carta en conjunto odiosa, llena de fariseísmo e hipocresía, de cobardía también, peor aún: ridícula. ¡Ésa súplica de dulzura, de bondad, porque le soltaba cincuenta mil a la semana! De pez gordo, nada: un pez gordo lo habría hecho mejor. Así, pues, decidió no echar la carta, se lo diría de viva voz cuando volviera a Fonterana a recogerla. Sí, de viva voz muchas cosas se suavizan y podría adaptarse poco a poco a los humores y las reacciones de ella.