Pero, cuando fue a recogerla a Fonterana, quince días después, no pudo hablar con ella como quería, porque estaba también Marcello.
Ella estaba esperándolo delante del hotel y fue a su encuentro de repente hasta el coche:
«¡Uf!», se apresuró a decir. «Te vas a enfadar, pero no es culpa mía. Ese pelmazo. ¡Está empezando a volverse una lata, que no veas!»
«¿Quién? ¿Marcello?»
«¿Quién va a ser? Se ha enterado de que me marchaba y ha querido venir a despedirme y ahora no sé cómo quitármelo de encima».
«¿Qué quieres decir? ¿Que vendrá a comer con nosotros?»
«No sé nada. Por otra parte, no puedo quedar mal. Conmigo siempre ha sido amable. Bueno, ahora ven un momento arriba, que necesitarás refrescarte un poco, con este calor».
Evidentemente, él, Antonio, debía de haber puesto cara de fastidio. Con aquel «ven arriba», Laide quería apaciguarlo: una demostración de intimidad precisamente ante los ojos de Marcello, que estaba esperando en el vestíbulo, una premura sin precedentes.
Antonio no tenía el menor deseo de refrescarse, pero la siguió arriba. El equipaje estaba ya listo. Todo estaba en orden perfecto.
«Como comprenderás, este asunto de Marcello es bastante antipático».
«¿Te refieres a que haya venido?»
«Pues sí, la verdad».
«Yo he sido la primera en decírtelo, ¿no? Pero, al fin y al cabo… si entre él y yo hubiera algo, lo entendería».
«¿Y tú lo has visto todos los días?»
«¡Nada de todos los días! Figúrate, en dos semanas nos hemos visto tres veces; además, es que él tiene mucho trabajo… Ah, ¿quieres saber una muy buena? Pero, si te lo digo, después no te enfades, es sólo para que veas lo chismosa que es la gente… ¿Sabes lo que creen aquí, en el hotel, que eres tú? Sólo por haberte visto un momento aquel día… Creen que eres su padre».
«¿Padre de quién?»
«Padre de Marcello».
«¡Ah, estupendo! Y entonces Marcelo, ¿quién creen que es? ¿Tu marido?»
«¡No gastes bromas! A los pocos a los que se lo he presentado les he dicho que era mi primo».
Antonio miró las dos camas, juntas, si bien cada una con sus propias sábanas y colchas. Una de las dos estaba intacta, como si nadie se hubiese sentado siquiera encima. Al mismo tiempo, recordó que Laide, antes de que él la llevara a Fonterana, le había rogado que, al escribirle, pusiera "señora", en lugar de "señorita".
«Si saben que estás casada, en los hoteles te respetan mucho más. Total, como llevo la alianza de mi pobre madre».
En el momento, no le había dado importancia: un estúpido capricho de chiquilla. ¿Y si hubiera sido, en cambio, un ardid? Así Marcello podía ir a dormir con ella al hotel sin que nadie tuviera nada que objetar.
"Si así fuese", pensó, "la pernoctación de él debería ir incluida en la cuenta y seguramente ella ya la habrá pagado. Quiero verla". (Pero aún no estaba pagada la cuenta, la pago él y no encontró nada sospechoso en ella, cosa que lo tranquilizó un poco. Había que descartar que en el hotel hicieran la vista gorda ante esas cosas. ¿O acaso en la pensión completa de ella iba incluida la disponibilidad de las dos camas?)
Bajaron. Marcello saludó a Antonio con mansa deferencia. Cuanto más lo observaba éste, más se calmaban sus sospechas: era un muchacho físicamente bien plantado, pero de cara torpe, casi obtusa, sin vida, decía cosas corrientes, sin gracia. Cuando hablaron de partir -iban a ir a almorzar a Módena-, él no pidió explicaciones: como si entre ella y él hubiera quedado todo concertado.
Marcello fue por delante en la moto. Antonio y Laide seguían en el coche. A la entrada de la ciudad, encontraron a Marcello apeado: había tenido un pinchazo. Dejó la moto en un taller y montó también él en el coche y se acomodó lo mejor que pudo en el asiento posterior entre el abundante equipaje.
Aquel almuerzo entre tres fue como un castigo. Él quería mostrarse gracioso, a costa de hacer el papelón de cornudo contento, pero no resultaba fácil encontrar temas idóneos.
Fue Laide la que en determinado momento, probablemente para interpretar una comedia que tranquilizara a Antonio, se puso a provocar a Marcello.
«Y anoche, que era sábado, ¿qué hiciste? Irías tras algunas faldas, como de costumbre».
«Como es lógico», respondió Marcello en tono de broma.
«Cuenta, cuenta, ¿quién era? ¿Esa rubia con la que te he visto alguna vez?»
«¡Qué rubia ni qué niño muerto!»
«¿Morena entonces? ¿Quién era? ¡A que lo adivino!»
«A ver, ¿quién?»
«¿Me das mil liras, si lo adivino?»
«Sí, te las doy».
«La dependienta de la tienda de bolsos bajo los soportales».
«Frío, muy frío».
«Entonces quiere decir que fuiste con Sabina. Según me has dicho, no conoces a otras».
«¡Huy, por favor! A esa "quiero y no puedo" debe de hacer un mes que no la veo».
«Entonces, ¿qué fue? ¿Una nueva conquista?»
«Pues, mira por dónde, podría ser».
«¿Mona?»
«No tanto como tú», y sonrió en broma, «pero bastante».
«¿No sería una puta…?»
Marcello se apresuró a ponerle una mano delante de la boca.
«Alto ahí: censura», y miró en derredor para ver si alguien de las mesas cercanas lo había oído, pero no se vio a nadie volverse.
Antonio lo presenciaba con un malestar cada vez mayor. No veía la hora de que acabara aquel maldito almuerzo.
Pero, después del almuerzo, a Laide tuvo que ocurrírsele uno de sus caprichos. Antes de salir para Milán, quería ir a ver una película de cierto cómico americano. Ya la había visto una vez en Milán, pero era bonísima. Cuando una película era buena, era capaz de verla hasta diez, doce veces.
Por desgracia, era domingo. Antonio no tenía necesidad alguna de estar en Milán a las cinco y, naturalmente, también Marcello estaba libre.
Montaron de nuevo en el coche con dirección al cine indicado por Laide. Durante el trayecto, ella vio al fondo de un espacio abierto los anuncios de otro cine.
«Espera, espera», dijo, ¿qué echan?
«No», dijo Marcello, «ése es un cine hediondo, estará lleno de reclutas».
Antonio reanudó la marcha.
«Pero, ¿qué echan?»
«No sé», dijo Marcello, «me parece haber visto la palabra "beso"».
«¿Qué clase de beso?»
«Pues en la boca, supongo», y puso una sonrisa antipática, «¿o tú prefieres en otros sitios?»
«¡Corta ya!», dijo Laide, dura. «Ya sabes que esas bromas me atacan a los nervios».
Llegaron al cine con el tiempo justo. Dejaron el coche a la sombra para que el perrito no tuviera demasiado calor y entraron. No había casi alma viva. Se sentaron, en el gallinero, con Laide en el medio. Era una película en color, para Antonio de una idiotez insoportable, pero, en aquella situación hasta una obra maestra habría sido para él como un veneno.
En cambio, Laide estaba feliz. Todo la hacía reír, de forma exagerada, parecían carcajadas casi histéricas. En determinado momento Antonio se dio cuenta de que Laide, con su mano izquierda, había cogido la derecha de Marcello y la apretaba, como hacen los enamorados. ¿Supondría que Antonio no lo veía? Entretanto, miraba la pantalla sin dejar de soltar carcajadas. Era la historia de un joven que tenía que cuidar de tres críos insoportables, que no eran hijos suyos, y hacerles de nodriza: un repertorio de cretinadas de manicomio. Ahora las dos manos juntas se encontraban en el regazo de ella; más aún: Laide se apartó despacio hasta apoyarse en el hombro de Marcello.