«¿Le importaría, doctor, que probáramos un vestido?»
«¡Faltaría más!» Dorigo sabía que Ermelina, para encubrir su trabajo de alcahueta, decía que regentaba una boutique. De hecho, en la alcoba había un armario que ocupaba toda una pared, probablemente lleno de vestidos.
Por lo demás, aquel entretenimiento simplificaba las hipócritas ceremonias de la espera. Mediante una convención de decencia, la entrada en la alcoba iba precedida todas las veces de un cuarto de hora de charla insustancial, en tono de alegría forzada, tras lo cual, agotados los temas al alcance de la mano, se hacía un silencio embarazoso, hasta que la señora Ermelina decía: «Bueno, ¿qué, amiguitos? ¿Se van para allá?», cuando no era la propia muchacha la que lo cogía de la mano y lo invitaba a levantarse, simulación de deseo que siempre causaba cierto efecto.
La señora Ermelina trajo un vestido de lana de malla gruesa y color de café.
«Éste sí que abriga».
Sin la más remota sombra de embarazo, Laide se quitó el jersey gris y la falda plisada de estilo escocés.
Se quedó en combinación, negra. Antonio se fijó en las piernas. Eran esbeltas, fuertes, firmes, con las pantorrillas desarrolladas, pero aún de niña, sin la molla saliente que tienen casi todas las bailarinas.
Le impresionó también la compacta redondez de los brazos, tan rara, en la que había un natural vigor popular y al tiempo una inocencia infantil. Mientras los alzaba para meterse el vestido por la cabeza, él vio que las axilas no estaban afeitadas: cosa extraña en una bailarina.
«Parece hecho a medida», dijo la señora Ermelina. Sin decir palabra, Laide se acercó a un espejo colgado en una pared y, tras alzar los brazos, se arregló su larga cabellera, que se le había quedado enganchada en el vestido.
Mientras mantenía los brazos alzados así y le daba la espalda, volvió la cabeza y miró a Antonio con una sonrisita traviesa. ¿Se daría cuenta tal vez de que con aquella pose estaba muy hermosa? ¿Se habría dado cuenta por sí sola, con la fulmínea intuición de las mujeres, al examinarse en el espejo? ¿O se lo habría mostrado alguien?
Vuelto así, el rostro se presentaba de frente, con su corte genuino, con arrogante seguridad en sí mismo, como diciendo: "¿Me ves? ¿Verdad que soy diferente de las otras? ¿A que te gusto?" Pero sin coquetería lasciva. Así lo hacen las niñas, al mirar a su mamá, a su papá, a sus hermanos, cuando las visten para la primera comunión.
Pero en aquel preciso momento él sintió un sobresalto en las entrañas, como un tañido misterioso, como cuando en un gran campo solitario se oye una voz lejanísima que llama. Desde luego, él en modo alguno podía comprender lo que estaba sucediendo en aquel instante, no podía sospechar su importancia. De improviso, con uno de esos destellos con los que se revelan de golpe las obscuras huellas de los días perdidos, recordó haber visto ya a aquella muchacha.
En Corso Garibaldi de Milán existía un grupo de casas muy viejas adosadas unas a otras en una maraña de muros, balcones, tejados, chimeneas, en el que el espíritu de la ciudad antigua -no la de los señores, sino la de los pobres- sobrevivía con singular fuerza. Palmo a palmo, la vieja Milán había sido destruida. Sólo se habían librado los edificios imponentes, semejantes en el fondo a los de todas las demás ciudades de cualquier país: los que expresan, en el estilo que sea, los orgullos y las vanidades de la propia especie humana, mientras que en las viviendas de los pobres diablos es en las que se revela precisamente el alma auténtica del pueblo. Pero los salvajes no comprenden esas cosas y con el peso de los millones demuelen, con fines de lucro, los barrios sórdidos y polvorientos.
Sin embargo en Corso Garibaldi persistía aún, obstinada, aunque quebrada en los márgenes por el pico, una isla aún intacta y entre los números 72 y 74 había un pasaje coronado por un arco, como una puerta que daba paso a una callejuela estrecha y corta. Había incluso un letrero de piedra con estas palabras: Vicolo del Fossetto.
La entrada a la minúscula calle era tan angosta, que la mayoría de los viandantes ni siquiera la advertía, pero, ocho o nueve metros más abajo, la callejuela se agrandaba como en una placita rodeada de edificios decrépitos. Era un ángulo olvidado, un laberinto de callejuelas, pasadizos, pasos subterráneos, plazuelas, escaleras o escaleritas que albergaba aún una vida densa. Lo llamaban, a saber por qué, la Torcida.
¿Quién viviría en ella? ¿Qué sucedería en ella por las noches? ¿Sería un gueto de miserables? ¿Sería una guarida del hampa o del vicio? Por lo general, los callejones que cruzaban aquella maraña de casas no tenían nombre. La luz, por la noche, procedía sólo de los mortecinos farolillos amarillentos que iluminaban tenuemente los portales. Sonidos de radio, llamadas, ecos de riñas, un perro que ladraba… y después el silencio.
Unos meses antes, debía de ser por septiembre u octubre, una noche en que ya estaban encendidas las luces, Antonio pasaba a pie precisamente por Corso Garibaldi de regreso desde su estudio a casa, en la plaza Castello. Tras pasar la plazuela della Foppa, hacia el centro, la calle adquiría una gran intensidad milanesa: casas, la mayoría antiguas o antiquísimas, a uno y otro lado, tiendas una tras otra, zaguanes vacíos que se engolfaban hacia patios tétricos y extraños. Pero las aceras hormigueaban con gente y no era ese fermento incomprensible, triste y casi desesperado que por la noche se esparce, por ejemplo, por ciertos barrios de Nápoles, sino una animación llena de vida, popular, alegre, no miserable: espera y abandono, prisa si acaso, preocupación por no llegar a tiempo. Y las caras parecían -acaso fuera una impresión- menos tensas, ansiosas y átonas que en tantos otros barrios de la ciudad, incluso más céntricos, ricos y modernos.
De repente Antonio se dio cuenta de que por delante de él caminaba una muchacha. Llevaba un vestido de color lila ceniza con ribetes blancos, de tejido pied-de-poule, un corpiño tipo bolero de la misma tela, muy estrecho en la cintura, y falda ancha y corta, como entonces se estilaba. Con el brazo derecho desplegado para sostener un gran bolso de piel, caminaba con paso decidido, imperioso, casi arrogante, sin mover las caderas, con un porte muy bello y orgulloso de sí, haciendo sonar con aplomo autoritario los tacones altos y finos. Al moverse, sus jovencísimas piernas experimentaban una rápida vibración interna, desde los tobillos hasta el aguzamiento de las pantorrillas y más allá, a lo largo de la emocionante progresión muscular que se perdía tras la falda.
Pese a que la iluminación interna impedía un reflejo claro, la muchacha dirigía con frecuencia la cara a los escaparates, como casi todas las mujeres, para mirarse en ellos como en un espejo, pero rápidamente, sin una intención precisa, como por una costumbre convertida en instinto. Así, Antonio podía vislumbrar cómo era: un escorzo de mejilla dibujado sin vacilación, una nariz recta y saliente con expresión curiosa, una cabellera larga y negrísima echada hacia atrás y recogida en un compacto moño. La boca no conseguía verla, pero podía adivinarla, dada la línea afilada de la barbilla. Debía de ser pequeña, firme y presuntuosa.
Una chica del pueblo, una de esas personalidades físicas definidas hasta el fondo, no llamativas, que se van advirtiendo poco a poco, descubriendo una absoluta elegancia natural. Debía de tener dieciocho años.
Aparte de las fugaces miradas a los escaparates, avanzaba con la cabeza derecha y firme, como si mirara en línea recta delante de sí, sin ver siquiera a quienes venían en dirección opuesta a la suya. Antonio aminoró el paso para poder continuar siguiéndola. Desde los lejanos tiempos de cuando era estudiante, nunca había seguido o parado a mujeres en la calle y aun entonces raras veces, cuatro o cinco en totaclass="underline" no porque no le hubiera gustado hacerlo, sino por una timidez invencible, convencido como estaba de que no podía gustar. Por lo demás, las poquísimas experiencias de esa clase que había tenido de muchacho habían sido desafortunadas. Precisamente por ese complejo de inferioridad, Antonio, que en compañía de los amigos sabía ser gracioso y dégagé, al abordar a una mujer se volvía un perfecto cretino, no encontraba las palabras, balbucía y su voz, con el azoramiento, cobraba un tono falso, duro, antipático. Se daba cuenta perfectamente, mientras las palabras le salían de los labios, pero era más fuerte que él.