El descaro de aquella maniobra era tal, que Antonio se quedó paralizado. Habría sido tan fácil decir "que os divirtáis", salir, descargar el equipaje de ella y marcharse para siempre. Comprendía que ningún otro hombre habría dejado de hacerlo. Él, no: cuanto más atroz era la humillación, más insoportable le resultaba la idea de perder a Laide.
La miraba continua y fijamente, con la cara vuelta ostensiblemente hacia ella, pero Laide no parecía advertirlo, sino que de pronto, sin mirar, alargó la mano derecha buscando una mano de Antonio. Éste le susurro al oído:
«¿No tienes bastante?»
«¡Oh, no!», respondió Laide, fingiendo no haber entendido. «Me divierto con locura, me parece tan gracioso».
XXVII
Sí, una mañana llegó el gran momento, por fin. Sucedió así: nada más despertar, al instante empezó, como de costumbre, a pensar en ella, Laide, y notó que no sentía dolor, tocaba la llaga y ya no le dolía, probó dos o tres veces más a pensar en Laide, lo hizo con determinación e incluso con desafío, pero la angustia no llegaba. Fue una sensación indecible: el milagro. Tenían razón los que le habían dicho que… Se levantó de la cama y se puso a saltar en la alcoba, daba auténticos saltos de alegría, como enloquecido. No obstante, dado su temperamento, siempre aprensivo, se mantenía en guardia y se lavó y se vistió con los oídos aguzados por si reaparecía el enemigo, pero durante la noche éste había levantado el campo misteriosamente. Pensaba en Laide, se imaginaba que en aquel preciso momento estuviese en la cama con un tipo cualquiera haciendo esas cosas, se imaginó incluso que estuviese haciendo una cosa aún peor y pensó con perfidia en todos los posibles detalles, pero la angustia no llegaba. Entonces salió de casa y caminaba como ya había perdido la costumbre de caminar: como un hombre libre y civilizado; en cambio, antes caminaba como un… no, no caminaba, era más exacto decir que se arrastraba, que huía, que se precipitaba siempre con aquel temblor dentro. Entonces le dieron ganas de hacer algo que llevaba muchos meses sin hacer, algo de lo más cretino, pero que, aun así, indicaba la curación: pensó en cruzar el parque a pie. Aunque hiciera mucho calor, ya casi había pasado una hora desde que se había despertado, ya podía estar seguro de que estaba deseoso de ir al estudio, saboreaba por adelantado la satisfacción de mirar el teléfono con indiferencia y desprecio: ya podía sonar lo que quisiera, que él le dejaría sonar siete, ocho veces antes de levantar el auricular y tal vez ni siquiera lo levantara, además, y hacerlo no le costaría nada. Tenía ganas de hablar del trabajo con sus colegas, tenía ganas de reír: ¡ah, qué maravillosa era la vida!
Pero, cuando estaba atravesando la explanada en la que se encuentra la pista de cemento para patinar, a aquella hora aún desierta y avanzaba a pasos magníficos, iluminado de lleno por el sol, sintió algo que parecía venir de dentro.
"No", se dijo, "es un último eco de la enfermedad, inevitable, un amago, una cosa de nada. Seguro que ahora pienso de nuevo en Laide tendida y desnuda en la cama y abrazando a un maromo y, aunque le tenga metida toda la lengua en la boca e incluso cosas peores, soy capaz de pensar y será como pensar en el boletín de la Bolsa y en el problema del aparcamiento".
No obstante, no tuvo tiempo de reconstruir mentalmente aquella sucia escena, porque la ola pestífera, en lugar de disiparse, se hinchó en el interior de las vísceras y de pronto, sin razón alguna particular en el mundo, Antonio se sintió completamente desdichado. Intentaba, intentó, dos o tres veces volver atrás mentalmente y trasladarse al estado de pocos minutos antes: el sublime sentido de libertad se había esfumado, era un espejismo increíble, de los que se leen en ciertos libros, pero no pueden ser reales. Más aún: aquel brutal salto de la libertad a la cárcel le hizo sentir, aún más dolorosa, la enfermedad que lo tenía atrapado. Así, que ya no caminaba, de nuevo arrancaba con el temblor habitual a través de la jornada que estaba por comenzar. El yugo había vuelto a caerle encima y a hundirse aún más profundamente en su carne. Entonces, por primera vez, tuvo una sensación de miedo. Se volvía cada vez más mezquino y vil, a veces totalmente abyecto, como un conejo desconcertado, el poco trabajo que aún lograba hacer le costaba esfuerzos enormes y resistía sólo porque, si se hubiera desplomado en el trabajo, no habría podido conseguir el dinero para Laide.
Tantas veces había oído hablar de hombres arruinados, personajes de novela, seres increíbles para él, burgués sólido. Recordaba al conde Muffat, reducido al fango y a la miseria por Nana. Cuentos, cómodas invenciones de escritores, casos de una estulticia absurda: en su protegido mundo nunca podía haber desplomes semejantes. Eso pensaba y, sin embargo, ahora Antonio se preguntaba si no habría comenzado para él esa famosa ruina y vislumbraba el desolado futuro: un viejo délabré que se arrastraba por los locales y restaurantes intelectuales esperando las cinco mil liras de un colega fastidiado, reducido a una habitación amueblada, mantenido aparte, solo como un perro, mientras Laide, protegida por un gran industrial, pasaría con un Jaguar a su lado, cebada, cubierta de brillantes y con una gigantesca piel de visón.
¿Cómo podía resistirse? Dinero hacía falta cada vez más. Ahora Laide había alquilado un piso que no estaba nada mal, la verdad, en una casa moderna de Via Schiasseri, por la parte de la Ciudad de los Estudios. Habían seguido largas discusiones, porque ella no quería concederle las llaves de su casa y, para ganar la partida, Antonio había tenido que amenazar con no dar más señales de vida. Naturalmente, ella en el fondo no lo había creído, pero en el fondo, ¿qué cedía? Aunque él tuviera las llaves, Laide siempre podía encerrarse dentro y, si él llamaba al timbre, podía fingir que no oía o no estaba.
Confusamente, también Antonio comprendía que cuanto más se desarrollaran y más íntimas se volvieran las relaciones con Laide, más frecuentes serían las ocasiones de inquietud y sospecha, tanto más cuanto que, en el fondo, se veía arrastrado hacia una suerte que no lograba imaginar. Incluso los amigos a los que sentía la necesidad desesperada de confiarse ya habían renunciado a retenerlo: si había perdido la cabeza, que se arruinara con sus propias manos.
Por la noche, por ejemplo, cuando volvían del cine o del teatro, en lugar de dejarla delante de su casa, Antonio habría querido acompañarla arriba, aun sin llegar a hacer nada, sólo por el gusto de verla desnudarse y meterse en la cama, pero ella nada, a ese respecto era inflexible. Para hacerle compañía, ya tenía, según decía, a una amiga, una tal Fausta, una pobre desgraciada meridional que un día le había presentado Laide en la calle. En efecto, se veían las luces encendidas.
Incluso hacer el amor con ella -y la verdad es que Antonio no tenía grandes pretensiones al respecto- se había vuelto difícil. Estaba más que claro que a Laide no le apetecía. Siempre procuraba aplazarlo -o tenía la regla o dolor de garganta o dolor de cabeza- y, las pocas veces que aceptaba, lo hacía con tal desgana, que se esfumaba todo el gusto.
De pasar una noche con ella, ni hablar.
«Yo nunca he dormido con un hombre; yo, si no estoy sola en la cama, no puedo conciliar el sueño», era su cantinela. Sólo tras una increíble insistencia logró Antonio arrancarle la promesa de dejarlo dormir con ella la noche del 15 de agosto. Cuando llegó aquella fecha, Laide mantuvo la promesa, pero, antes de que entraran en la casa, le advirtió que aquella noche no quería que la tocaran, no le apetecía, y durante toda la noche durmió en el otro borde de la cama y dándole la espalda. ¿Y eso era el amor? ¡Contra ese muro de indiferencia se rompía la ola de los sueños, el divino fuego!