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De vez en cuando Antonio se asombraba de sí mismo. ¿Cómo era posible que tolerara tanto? En tiempos le habría parecido inconcebible. Por suerte, hasta a las bofetadas se acostumbra uno. ¿Por fortuna o por desgracia? ¿No era la señal de una degradación? Pero rebelarse era imposible. La idea de perder a Laide le infundía el desaliento habitual.

Un hombre, un hombre orgulloso, inteligente, triunfador y ya seguro de sí mismo, arrastrado por el suelo por una chiquilla infernal sin maldad, así, sin querer, sólo porque él había perdido la cabeza y a la larga eso le daba un fastidio terrible. ¿O sólo por culpa de él, que no sabía hacer las cosas, que estaba idiotizado y cometía un error tras otro? ¿Hasta cuándo y hasta dónde continuaría aquella historia? ¿Llegaría el suspirado hastío? ¿O al menos la resignación? Ahora estaba solo, debía arreglárselas por sí mismo, ya no había nadie que pudiera ayudarlo, poco a poco había acabado cesando el desahogo de las confidencias con los amigos, había de confesar vilezas tan vergonzosas, que los amigos se negarían a creerlo y ya no tenía valor para hacerlo.

Veamos. Un domingo habían quedado en encontrarse, iban a ir a dar un paseo en coche y él por la mañana fue al estudio expresamente para telefonear con total libertad.

«Ah, mira, lo siento», dijo ella, «lo siento, de verdad, pero hoy no podemos vernos: mira, viene a verme Marcello, pobrecillo, los suyos están aún en el campo, ¿y cómo voy a dejarlo plantado a él solo?»

«¿No habías quedado conmigo?»

«Pero nosotros nos vemos todos los días, no seas egoísta: el único amigo que tengo y que, además, es tan buen chico; ya te he dicho que es como un hermano para mí».

«Bueno, haz lo que quieras».

(Le volvió a la mente aquella frase delante del cine en Módena: «Un beso en la boca, creo. ¿O tú prefieres en otros sitios?» Por desgracia, era una situación ya aceptada. En cierto sentido, si él se hubiera empecinado, habría tenido razón ella al protestar.)

Pero cuando, a la una y media, Laide le telefoneó:

«Oye, querido, ¿tú sales ahora?»

«Yo no, ¿por qué?»

«Deberías hacerme un gran favor. Me he quedado sin carne para Picchi. Deberías dar un salto a un restaurante y pedir que te dieran doscientos gramos de carne picada, hoy es domingo y las tiendas están cerradas».

Era horrible, era oprobioso, pero la simple idea de poder verla unos minutos le aliviaba.

«De acuerdo, voy corriendo».

No eran aún las dos cuando Antonio llamó a la puerta de Laide con el paquete de carne en la mano. Antes de que se abriera la puerta, oyó, al otro lado, una voz de hombre. Ella se asomó, inquieta:

«Discúlpame, lo siento de verdad, pero no sabía que fueras a venir tan pronto».

Tuvo que entrar. Marcello, sentado en la cocina, se levantó y lo saludó, respetuoso: seguía teniendo aquel aire suyo desgarbado e insulso; al fin y al cabo, tampoco era absurdo que para Laide fuera sólo un buen amigo.

«Bueno, ahora tengo que irme pitando», dijo Antonio.

«¿De verdad que no quieres quedarte un momento?»

«No, no, me esperan. Y tú, ¿qué vas a hacer?»

«Pues ahora vamos a salir, en cuanto haya comido el perrito. Vamos a ir al cine».

Laide lo acompañó hasta el ascensor.

«Al menos a cenar vendrás conmigo, espero».

«Pues a cenar quizá sí».

«¿Porqué quizá?»

«Oye, ¿tú vas a ir hoy al estudio?»

«Hoy es domingo, pero si quieres…»

«Sí, hagamos eso, yo a las seis y media te llamo al estudio».

Se marchó con una curiosa sensación de suciedad, de injusticia. Aquellos dos, solos en casa, hablarían de esto y lo otro, jugarían con el perrito, se reirían del modo más inocente, ¿qué otra cosa podían hacer una hermosa chica de veinte años y un joven de veinticinco? Y, sin embargo, él lo creía sinceramente. Si no lo hubiera creído, no lo habría soportado. Aquella fe suya lo salvaba. Desde luego, los otros, los habituales, que no entendían ciertas cosas, se habrían tronchado a carcajadas.

A las seis y media en punto ella le telefoneó.

«Mira, no te enfades, por favor, pero resulta que no sé qué hacer, este pobrecillo ahora se marcha a Francia y estará fuera varios meses, ¿cómo voy a dejarlo plantado? Su tren sale a las once y media».

«Pero si ya te lo había dicho yo».

«Oh, no empieces, por favor, ya sabes que no tiene nada de malo y, además, te repito que se va al extranjero».

Extranjero, extranjero: una rabia de fuego que lo dejaba atontado. Cenó como un autómata con los amigos, que ya no le hacían el menor caso, y después vino la pesadilla de la noche solitaria con las miradas fijas en las dos grietas del techo y fuera los automóviles que pasaban, las voces de las prostitutas. ¿Dónde estarían esos dos? ¿Se habría ido él de verdad o estaría en la cama de matrimonio de Via Schiasseri concediéndose un suplemento de amor vespertino?

A las ocho aún no había conciliado el sueño. Trastornado, se levantó, se vistió y se precipitó al garaje.

Aquella vez, al primer timbrazo, Laide abrió en seguida.

«¿Qué ocurre?»

«Pues que estoy harto de ser tratado como un trapo. ¿No te das cuenta de que…?»

«Basta, basta, no es el momento de lanzar sermones; en realidad, deberías estarme agradecido».

«¿Agradecido?»

«Sí, porque anoche me lo quité de encima. Lo mandé, dicho sea con perdón, a tomar por saco».

«¿A tu amorcito?»

«¡Qué amorcito ni qué niño muerto! Un cerdo como todos los demás, eso es lo que es y yo una cretina, que lo consideraba un chico como Dios manda».

«¿Por qué? ¿Qué ocurrió?»

«Ocurrió sencillamente que, después de almorzar, me acompañó a casa, yo le pregunté si quería subir un momento y, cuando estuvo arriba, quería que nos fuéramos a la cama».

«¿Por qué? ¿Te abrazó? ¿Te besó?»

«…¿Estás loco? Al principio creía que bromeaba, después, cuando hizo ademán de ponerme las manos encima, le solté un bofetón, pero lo que se dice un bofetón que recordará toda su vida, y después lo puse de patitas en la calle y tú, en lugar de alegrarte, vienes aquí a armarme una bronca. Pero, ¿cuándo te vas a convencer, por Dios, de que yo no te digo mentiras?»

XXVIII

Estaba aún allí con el auricular del teléfono en la mano, indeciso, con la cara hundida y tensa, envejecida, habían pasado cuatro meses y era el día de Año Nuevo, pero él seguía ahí con el auricular en la mano, indeciso sobre si telefonear o no, el río se lo llevaba arrastrando del mismo modo salvaje, no conseguía aferrarse a la orilla, sino que se encontraba siempre en el centro, donde la precipitación era máxima, había pedruscos grandes que sobresalían del fondo y él se pegaba contra ellos unos golpes terribles que lo destrozaban por dentro, y deseaba alcanzar la orilla, pero tenía miedo, porque, si la alcanzaba, el río dejaría de arrastrarlo y en el río, un poco más adelante, huía Laide, pero ella se deslizaba ligera sobre el agua y no chocaba contra los pedruscos, ella los veía a tiempo o al menos era como si los viese y se deslizara por encima de ellos a propósito para que Antonio, que la seguía, chocase de mala manera contra ellos, aunque podía ser, en cambio, que ella ni siquiera lo pensara: ella no era mala, sólo era como un erizo con las púas siempre erizadas; de hecho, un día, durante una pelea, como él le reprochaba las humillaciones sufridas, Laide dijo:

«Deberías entenderme, nadie me ha querido nunca de verdad, yo tengo la impresión de que todos son enemigos que quieren fastidiarme y aprovecharse de mí, no es culpa mía que la vida me haya enseñado a desconfiar de todo el mundo. Sí, yo siempre estoy en guardia, yo soy toda espinas, yo intento defenderme, por lo que puede ser que contigo haya estado poco amable, pero deberías entenderme, no todo es culpa mía».