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En cierta ocasión, de niño en una pequeña neviza de los Dolomitas se había deslizado y había sentido una sensación extraña. En efecto, la superficie no era lisa, sino que, tal vez por el deshielo, estaba cubierta toda ella de pequeñas cavidades. Al deslizarse cada vez a mayor velocidad, iba chocando con los bordes de las depresiones y se veía sacudido de mala manera: era como si un gigante desmesurado estuviese -lo recordaba perfectamente- dándole pescozones con sus desmesuradas manos y él no pudiese reaccionar ni defenderse mínimamente, sólo le quedaba la esperanza de que la pendiente se suavizara en una depresión o en una planicie, ¡como, de hecho, había ocurrido, por fortuna, porque, si no, corría peligro de estrellarse contra los peñascos de la morrena, al fondo! En una palabra, tenía la sensación de estar a merced de una fuerza salvaje e infinitamente más fuerte que él, por lo que se volvía un niño frágil e indefenso. Pues bien, la misma sensación le hacía experimentar la aventura con Laide, sólo que esa vez no se trataba de un gigante invisible surgido de la montaña, esa vez era una chiquilla de carne y hueso que, arrastrándolo tras sí, le hacía chocar aquí y allá con los muros y ella corría con el ansioso frenesí de sus veinte años y acaso no se diese cuenta siquiera, no se fijaba en si el hombre aferrado a la cola de su larga cabellera negra se ponía perdido arrastrando la jeta con la boca abierta por el jadeo sobre las piedras, el polvo o la mierda: ¿acaso era culpa suya que él se mantuviese aferrado a ella con tanto tesón? Tal vez le fastidiara hasta un grado insoportable el peso de aquel hombre grande y grueso, de pelo gris, que llevaba atado tras sí. Quién sabe, si él hubiera soltado, podía ser que ella se hubiese detenido, se hubiera vuelto y hubiese ido a ayudarlo, pero, mientras él la tuviese así, era imposible.

Habían pasado cuatro meses, pero ella no había cambiado: siempre puntual, eso sí, con las llamadas y los encuentros, amable incluso y atenta, a su modo, pero siempre con aquel fondo de indiferencia total. Marcello había desaparecido del horizonte y, desde luego, no había motivo para sospechar que Laide continuara su vida de otro tiempo. Había habido incluso como un largo interludio, porque ella había contraído una infección intestinal con complicaciones de corazón y durante casi dos meses había tenido que permanecer en una clínica. Desde luego, en aquellas condiciones ya no sentía aquella angustia absolutamente irracional, como si Laide hubiera podido, de una hora para otra, desaparecer para siempre y resultar inencontrable, pero también en la clínica la nena había encontrado la forma de mantenerlo continuamente en ascuas y humillarlo, con aquella odiosa costumbre de llamarlo «tío» delante de médicos y enfermeras y, además, su coquetería con los doctores, en particular en los días en que tenía ataques: por ejemplo, él estaba de pie a la cabecera de la cama y ella, presa del jadeo, apretaba las manos de un joven médico atractivo, como si sólo de él pudiera esperar ayuda y afecto, y una noche en que había ido a llevarle una bata -naturalmente, había ido a comprarla en la mejor tienda de Milán- y la habitación estaba en penumbra, antes de marcharse -la enfermera presente estaba leyendo en un ángulo a la luz de una lamparita- se había inclinado para besarla y Laide, irritada, lo había rechazado con ímpetu, como si hubiera querido violentarla y nadie en la clínica hubiese comprendido ya desde hacía mucho qué clase de tío era de verdad él.

Además, había habido su obstinación, bastante misteriosa, en prolongar la hospitalización al máximo. Cuando ya estaba bien y los médicos hablaban de darla de alta al cabo de un par de días, siempre había un nuevo ataque cardíaco con tal puntualidad, que Antonio llegó a tener el convencimiento de que era ella misma la que se lo provocaba: con ciertas pastillas excitantes que le había encargado comprar a él. Laide le había dicho que eran para su amiga Fausta, que no tenía dinero, y él no sabía qué clase de medicina era, pero el día siguiente precisamente Laide había tenido un primer ataque violentísimo y Fausta, a preguntas de él, se quedó paradísima, pues nunca había pedido a Laide que comprara aquellas pastillas, ni siquiera sabía lo que eran. Así, entre inquietudes ininterrumpidas, habían pasado otras semanas y al final ella había salido de la clínica, pero ahora, por miedo a nuevos ataques, la acompañaba todas las noches una enfermera.

Precisamente delante de la enfermera pasó Antonio la última noche del año con Laide. Fue algo tristísimo: Laide en bata y con dolor de cabeza, la enfermera apática y muda, la sensación de algo forzado a lo que Laide se sometía de mala gana. Él había llevado unos pastelitos de una de las mejores pastelerías y dos botellas de champán, pero habían pasado la noche ante la televisión, y, al llegar la medianoche, Laide continuó mirando la televisión, que transmitía una fiesta de un gran hotel y, apenas había probado el champán, decía que no le apetecía, a ella, que demostraba ser particularmente entendida en champán y le contaba que en casa de tales y cuales, amigos de la familia, se bebía siempre en las comidas Dom Perignon o Monopole.

Pero, en fin, paciencia, aquella noche Laide no se sentía bien, la esperanza de Antonio -a semejantes fatuas y falsas alegrías se aferraba con tal de estar con ella- era la de salir a almorzar el día siguiente, el de Año Nuevo. De hecho, la noche anterior ella le había dicho que sí y, gracias a aquella promesa, Antonio había pasado una mañana discreta, ya no se preguntaba cómo iría a acabar aquella historia, el día siguiente y el siguiente a éste eran sus plazos más lejanos, más allá de pasado mañana no había que pensar, Laide podía cambiar de idea acaso en el último momento.

En efecto, cambió de idea aquel mismo día. A las dos le telefoneó, muy disgustada: la noche anterior había perdido la cabeza, no recordaba que el día siguiente era Año Nuevo y ese día siempre había ido a comer con la familia; además de su hermana y su cuñado, iban a estar también sus tíos: en una palabra, era absolutamente imposible que faltara.

¿Qué podía responder él? En el fondo, casi se había alegrado, porque sabía que aquella noche estaría con la familia, es decir, en un ambiente seguro y, dado el aplazamiento, era seguro que el día siguiente saldría a almorzar con él.

Pero después el cerebro empezó a trabajar: ¿no era extraño que Laide, tan precisa en el cumplimiento de sus compromisos, con una memoria sorprendente, al menos en relación con todos los pequeños detalles de la vida, no hubiera recordado la noche anterior que el día siguiente era Año Nuevo? ¿No podía ser, en cambio, una excusa para salir con otros?

Todas las veces que sentía sospechas de esa clase, la idea de ponerse en acción e indagar le daba como una náusea. Le parecía algo vil, desleal, sucio, pero tal vez no fuera ésa la verdadera razón. Tal vez la verdadera razón por la que no hizo nada fuese el miedo a sorprenderla con las manos en la masa, a descubrir la mentira y la traición, a verse obligado a plantarla. Aunque se sintiera hecho polvo, esta última seguridad lo sostenía: si hubiese tenido una prueba de que Laide le ponía los cuernos, habría roto para siempre, desde luego.

Pero aquella vez resultaba, en el fondo, sencillo. Bastaba con telefonear con un pretexto cualquiera a casa de su hermana hacia la hora de la cena. Seguro que la hermana o el cuñado no estarían avisados, por lo que le dirían si esperaban o no a Laide para cenar.

Le costó tomar aquella decisión. Pasó toda la tarde en su estudio rumiando todas las hipótesis posibles, los riesgos, la posibilidad de complicaciones. No, no había, la verdad, peligro alguno. Hacia las seis, como casi siempre, ella le telefoneó a la oficina para rogarle de nuevo que la disculpara y prometerle que el día siguiente saldría con él, decía que se sentía mejor, parecía alegre, afectuosa incluso.

«Adiós, tesoro», le dijo, al despedirse, «por favor, no te vayas a ir esta noche de picos pardos».

Pero, ¡qué larga resulta una tarde! Antes de las ocho y cuarto, ocho y media, habría resultado indecoroso y las horas nunca acababan de pasar, miraba continuamente el reloj y no era una lentitud aburrida, sino rabiosa, como si aquel frenético precipitarse de todas las cosas que lo acompañaba desde hacía meses hubiera dado marcha atrás y, bajo los minutos que nunca acababan de pasar, funcionase en sentido inverso un compacto mecanismo de ruedas que dejaba el tiempo estancado: ¡y todo ello para que él acabara enloqueciendo!