Выбрать главу

Y, ya agotado, cuando el reloj del estudio dio con su «clec» neurasténico las ocho menos diez, se dio cuenta de que debía de tener una cara trastornada. Salió corriendo. ¿Y si encontraba por casualidad un neumático desinflado? No, los neumáticos estaban intactos. Corriendo a casa de su madre. Llegó a las ocho y cinco. Dios mío, aún diez minutos que esperar.

La cena estaba lista, pero, ¿quién tenía ganas de comer? Con esfuerzo, para que los otros no lo advirtieran, consiguió tragar unas cucharadas de sopa. No dijo ni palabra. Su madre lo miraba con una tristeza que ya se había vuelto una costumbre. No cesaba de echar vistazos al reloj. Las ocho y diez.

«¿Cómo es que no comes la chuleta? En tiempos las chuletas a la milanesa eran tu pasión».

«Bueno, tomaré un poquito, no sé por qué, pero esta noche no tengo hambre».

Las ocho y trece.

Tuvo fuerzas para esperar hasta las ocho y diecisiete. En el fondo, aunque telefoneara a las nueve, ¿no sería lo mismo? Sería incluso mejor. Tal vez llegase tarde Laide, pero resistir más resultaba imposible.

«Disculpa, he olvidado que debía hacer una llamada».

Fue hasta el teléfono, marcó el número, la línea estaba, por fortuna, libre, pero nadie respondió. ¿Era posible que no hubiera nadie? Laide le había dicho un día que el teléfono estaba en la alcoba de su hermana. ¿Y si no oían desde el comedor? A saber si no sería mejor así; si no respondía nadie, no le quedaba nada más que hacer: una tregua, ya que no otra cosa, por aquella noche quedaba excluida la posibilidad de tener que adoptar la decisión fatal.

No, respondió alguien. La voz de un hombre: debía de ser el cuñado.

«Perdone, soy Dorigo, ¿podría, por favor, hablar un momento con Laide?»

«Pues Laide no está».

«Ah, ¿no cena con ustedes?»

«No, esta noche no la esperamos».

«Disculpe entonces. Buenas noches».

«Buenas noches».

Aquel infierno dentro del pecho: latidos, jadeo, devastación, cuchillas candentes que le penetraban. ¡Menudo si tenía razón de sospechar!

¿Y si probara a telefonear a Laide? ¿Y si ésta estuviera aún en casa? Nada costaba probar.

Oyó aquella erre, aquella voz como cansada, desconfiada, impasible, que tanto le gustaba a él.

«Hola, soy yo. Me habías dicho que ibas a cenar en casa de tu hermana, pero no era cierto».

«¡Cómo que no era cierto! Estoy a punto de salir de casa».

«He telefoneado a casa de tu hermana y me han dicho que no te esperan».

«Porque he cambiado de idea».

«¿Y adónde vas ahora?»

«Voy a cenar sola, pero ahora, te lo ruego, déjame, porque hay un taxi esperándome».

«Entonces vamos juntos».

«No». Un "no" firme y duro.

«¿Por qué no?»

«Porque no me apetece y, además, es que no tengo ganas de hablar, no quiero hacer esperar al taxista».

«Te digo que vayamos juntos».

«Y yo te digo que no».

«Entonces voy a esperarte a tu casa».

«No, no quiero». Una sombra de aprensión. Y colgó.

¿Se habría vuelto loca? Nunca había actuado ni hablado así. Debía de ser algo nuevo. Aquella vez debía de haber otro y por aquel otro estaba dispuesta incluso a arriesgarse a la ruptura. Estaba dispuesta a perder, entre una cosa y otra, casi medio millón de liras al mes.

Mejor así, se dijo Antonio estúpidamente -total, una u otra vez había de suceder-, pero era extraño. Ella siempre tan cumplidora y preocupada por el dinero. Debía de estar chalada por alguien. ¿O se trataría de alguien mucho más rico que él?

La inquietud y el nerviosismo de antes se habían transformado en un curioso sentimiento nuevo, tumultuoso, dinámico, decidido. Como el alpinista que, después de habérselo pensado mucho, se aparta por primera vez del promontorio en el que está fijada la cuerda doble y se abandona al vacío, como cuando comienza la batalla y se logra no pensar en otra cosa y con la fiebre desaparece también el miedo a la muerte. ¿Qué sucederá después? No importa, cualquier cosa sucederá, no se puede hacer otra cosa. Después de tantas maniobras, diplomacias y engaños, por fin el juego con las cartas al descubierto. En cualquier caso, Antonio se sentía casi aliviado de momento.

Llegó a casa de Laide hacia las diez menos diez.

«¿Quién es?» La voz de la enfermera.

«Soy Antonio».

Se abrió la puerta. Menos mal.

La enfermera, Teresa, no pareció asombrada, era una chica de montaña de unos treinta años, que parecía indiferente a todo.

«Mire, señor», dijo, «le ruego que no me comprometa. La señora Laide me había recomendado no responder al teléfono ni abrir la puerta a nadie. ¿Se va a quedar usted?»

«Voy a esperarla».

«¿Le importa que mire la televisión?»

«En absoluto».

Fue a la cocina, se sentó e intentó leer un número de Topolino que encontró en un estante. Había una pila. Pero necesitaba algo diferente de «Paperon dei Paperoni». Eran horas interminables. El hecho de que una chiquilla hubiera salido a cenar con un hombre en uno de tantos restaurantes de Milán la noche de fin de año carecía de la menor importancia para el mundo, pero para él, Antonio, podía ser el fin de todo.

A saber por qué, se le ocurrió llamar a casa de su madre.

«Disculpa, mamá, ¿ha telefoneado alguien?»

«Sí, hace poco, debía de ser… en fin, tú ya me entiendes».

«Ah, bien, no importa. Hasta luego, mamá».

Había telefoneado. Tal vez esperaba que no fuera a su casa. Evidentemente, estaba inquieta. Dentro de poco telefonearía, seguro, allí para enterarse.

En efecto, al cabo de menos de diez minutos telefoneó. Dos timbrazos y después silencio, la fórmula convencional para hacer saber que era ella. Teresa fue a responder en bata. Él le susurró:

«No diga que estoy aquí».

En efecto, Teresa dijo:

«No, señora, hasta ahora no, nadie ha telefoneado».

Aunque la casa estaba silenciosa, Antonio no captaba las palabras dentro del auricular.

«¿Qué ha dicho?»

«Nada, me ha preguntado si había venido usted».

«¿Y nada más?»

«No, me ha repetido que no abriera a nadie».

Ah, la muy sinvergüenza, ¿en la puerta quería ponerlo ahora? Después de todo lo que había hecho por ella. Sí, sí, aquélla era la última vez, pero al menos quería decirle cuatro frescas, como se merecía: la esperaría, si fuese necesario, hasta la mañana.

Era la última vez. El despertador en el estante señalaba las once menos cinco. Sentado en el sofá del comedor, con la luz encendida. Encima del estante estaba el perrito de tela que Antonio le había comprado cuando ella estaba en el hospital. Silencio. Coches que pasaban. En la televisión estaban dando La tienda del café de Goldoni. Teresa lo presenciaba con actitud pasiva. Pasaban, lentos, los minutos. Cada uno de ellos era una bofetada más, un maltrato más. Ahora el frigorífico se había puesto a zumbar. Eran las once y cinco, Antonio miraba intensamente los muebles, los muñecos, aquellas cositas de niña que no volvería a ver. Sobre la mesa había una velita para tarta de cumpleaños con un pedestal de piñas y cintas y ella no llegaba. Sobre el frigorífico había un cestito de paja obscura con un perrito dentro que él le había llevado al hospital. Todo aquel amor tirado por nada. Ella bromeaba: no había entendido nada. Sobre la puerta había muérdago dorado de Navidad. ¿A qué hora volvería?

El teléfono, aquella vez sin timbrazos convencionales. Teresa respondió, no debía de ser ella.