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«No, la señora no está. No, creo que mañana no lo necesita».

«¿Quién era?»

«De la compañía de teléfono, el encargado del servicio de despertador, preguntaba si debía despertar mañana a la señora».

«¿Y eso por qué?»

«Pues no sé. Creo que es alguien a quien la señora conoce».

("Hasta con los de la Stipel coquetea, tal vez haya quedado con él".)

Regresó a la cocina, volvió a coger el Topolino. Oyó que Teresa había apagado la televisión.

«Señor», dijo sin aparecer, «yo ahora me voy a ir a la cama».

Medianoche, la una menos cuarto. ¿Dónde estaría? Si había ido al cine, como era su manía, a aquella hora ya debería estar de vuelta. ¡Qué ingenuo! Nada de cine. Acaso estuviese fuera toda la noche. No importaba: aunque la palmara, se quedaría hasta que volviera esa puta. "Oh, Laide, amor mío, ¿por qué me has hecho esto?"

Pero a la una y cuarto volvió a sonar el teléfono. Era ella.

«No, señora», dijo Teresa, que, extrañamente, aún no se había desvestido, «… muy bien, pero, ¿qué podía hacer yo?… Muy bien, buenas noches, señora».

Él se apresuró a preguntar:

«¿Qué ha dicho?»

«Ha dicho que, cuando volvía a casa, ha visto el coche de usted aquí abajo».

«Y entonces, ¿no viene?»

«No, ha dicho que se va a dormir a un hotel».

¡Qué imbécil! ¿Cómo es que no se le había ocurrido? Bajó corriendo, fue a dejar el coche en una calle lateral y después volvió arriba. Esperaría, vaya si esperaría, pero, ¿de qué servía esperar, si ella se había ido a dormir a un hotel? ¿Tanto le fastidiaba él, que, para rehuirlo, se iba a dormir a un hotel sin un cepillo de dientes siquiera? ¿O era sólo miedo?

Teresa lo miraba, inexpresiva.

«Pero usted, Teresa, discúlpeme, después de tanto tiempo, ¿no ha entendido quién soy?»

«¿Cómo dice?»

«Sí, digo que si le ha explicado la señora quién era yo».

«Siempre me ha dicho que era usted su tío».

«¡Qué tío ni qué niño muerto! No era demasiado difícil entenderlo, me parece a mí».

La desesperación. ¿Quién era aquella Teresa? ¿Qué podía decirle aquella Teresa? Nada, pero él necesitaba desahogarse.

«Y yo… y yo… todo lo que he hecho por ella… ¿ve usted lo desgraciado que soy?… Perder la cabeza por una… una…»

Era un niño, un niño injustamente azotado. Se tiró bocabajo sobre la cama de ella y estalló en sollozos.

«Pero, señor, cálmese».

Se levantó. Comprendió que se trataba de una escena lamentable.

«Discúlpeme, pero es que hay veces, verdad, que…»

«Oh, señor. Le puede ocurrir a cualquiera».

«Ande, váyase a la cama».

«¿Y usted seguirá esperando?»

«No, pero quiero escribirle cuatro letras».

En la cocina encontró una hoja de papel de cartas, fue a escribir a la sala de estar, donde había una mesita de cristal.

«Laide», escribió, «después de lo que ha sucedido, está más que claro que todo entre nosotros ha acabado.

»Creo haberme mostrado contigo siempre amable y paciente, pero no se puede rebasar cierto límite.

»Te deseo que encuentres al…»

En aquel preciso instante, sonó el teléfono. Era la una y media.

Como una fiera, arrancó a Teresa el auricular.

«Hola, soy yo».

Colgaron. Era Laide y había interrumpido la comunicación.

Si telefoneaba, quería decir que aún estaba insegura, no sabía qué hacer. Tal vez ni siquiera tuviese dinero para el hotel.

Casi al instante volvió a sonar el teléfono. Respondió Teresa, pero Antonio le arrancó el auricular de la mano. En el otro extremo, una voz casi alegre.

«¡Pues ahora vuelvo a casa!»

«Muy bien, entonces te espero».

Las dos, las dos y cuarto. Teresa estaba durmiendo, los automóviles pasaban cada vez más de tarde en tarde. Antonio no había acabado la carta, ya no hacía falta, se lo diría todo de viva voz. Sí, lo comprendía, habría sido mucho más eficaz que se hubiese marchado, sin dejar siquiera una línea. Tendría que haber sido capaz de hacerlo, pero necesitaba volver a verla, aunque sólo fuera por medio minuto, ¡volver a verla una vez más!

A las tres menos diez, un coche se detuvo abajo. Después, en la casa dormida, el golpe de la cancela, el "clac" de la puerta del ascensor, el jadeo del ascensor, que subía.

Él estaba de pie delante de la puerta. Sabía cuál era su deber: dos bofetadas, como mínimo.

¿Y si ella hacía una escena, si se provocaba un ataque al corazón y había que llamar a un médico?

Entró, pálida, con sus redondos ojos como platos y expresión de animalito ansioso y perseguido.

«Hola», le dijo.

Y de repente él se sintió invadido por un cansancio mortal. Le habían quebrado algo por dentro: una postración, una indiferencia desesperada.

«¿Con quién has estado?»

«Con una amiga».

«Y hasta esta hora, ¿dónde has estado?»

«En casa de mi amiga».

«Y yo debería ser tan cretino como para creerte».

«Haz lo que te parezca. ¿Dónde está Teresa?»

«¿Y yo qué sé? Estará durmiendo, supongo».

La incapacidad para encontrar las palabras adecuadas, las mínimas palabras para salvar la cara: un vacío, un horadamiento, resignación ante la derrota.

Ella entró en la sala de estar y en seguida vio la hoja escrita por la mitad, sin leerla la cogió e hizo una pelota que fue a tirar a la cocina.

«Lee, lee, harías bien en leerlo».

Sin responder, ella entró en el baño y dejando la puerta abierta se puso a hacer pis.

¿Qué esperaba Antonio aún? ¿Que fuera ella ahora la que le diese un par de bofetadas? Como si ya no le hubiera dado bastantes. ¿O esperaba de ella una palabra de arrepentimiento? ¿Esperaría que ella le pidiese perdón?

¿Perdón por qué? Había estado fuera con una amiga, no había hecho nada malo. Más bien había sido él. ¿Qué mujer habría resistido con un tipo tan tedioso?

Había dicho «adiós» en lugar de «hasta luego», como si Laide fuera a preocuparse. Laide tenía sueño y la mañana siguiente tenía cita con el peluquero.

XXIX

Esperó un día. Desde luego, Laide le telefonearía; él, aunque se muriera, no lo haría, juró que no lo haría, habría sido la última degradación, habría sido exactamente como decirle: «Mira, que estoy aquí, escúpeme en la cara». Por lo demás, seguro que ella había leído la carta que él había comenzado y había dejado sobre la mesa, delante de él Laide había ido a tirarla a la basura sin leerla, pero, ¡menudo cómo habría corrido, nada más marcharse él, a leerla! No es que las cartas de Antonio le interesaran, pero aquella vez debía de tener cierto miedo; al fin y al cabo, debía de darse cuenta de que había ido demasiado lejos.

Esperó dos días. Ella, evidentemente, se hacía la ofendida, como si Antonio, al ir a esperarla a su casa, le hubiera faltado al respeto y, además, ya se sabe: la táctica mejor, cuando no se tiene razón, es la de mostrarse ofendido. Como es lógico, el hecho de que Laide no le hubiese llamado aún le daba inquietud. Era evidente que se trataba sólo de una discusión, en la conciencia de él la idea de que se tratara de una auténtica ruptura no había asomado ni siquiera como hipótesis. ¿Y, si, en cambio, ella se hubiese tomado en serio la carta de Antonio, si hubiera reconocido que había tirado excesivamente de la cuerda, si se hubiese convencido de que Antonio, aunque débil, aunque enamorado, no podía hacer otra cosa que plantarla? ¿Y quién le decía, en el fondo, que Laide tuviera miedo? Tal vez ya le importara él un pepino. Cuentos: ¿dónde iba a encontrar medio millón al mes?

Esperó tres días. Empezó a sentirse mal, seguía segurísimo de que ella daría señales de vida: no ya que se disculpara y se mostrase arrepentida, sino que reaparecería con su aire de golfilla, como si nada hubiera pasado, reaparecería, desde luego, nada hay mejor para que las mujeres vengan a buscarte que cortar y mostrar indiferencia, pero era extraño, aunque ahora estaba bastante bien provista de dinero gracias a una herencia de medio millón que le había dejado su madre, la liquidación de la empresa en la que su madre trabajaba, que había recibido en los últimos días.