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Esperó cuatro días. Ahora en la oficina el trino del teléfono todas las veces le hundía un venablo electrizado en medio de la espalda y la sacudida se propagaba y lo dejaba sin respiración.

"Sí", pensaba él, "con todo el dinero de que ahora dispone resistirá mucho tiempo". De tan segura como estaba de tenerlo siempre a sus órdenes, estaría riéndose, seguro, al pensar en los sufrimientos de él, a cualquier hora de la noche se despertaría y se diría: "Ése en este preciso instante está pensando en mí".

"¡Qué satisfacción debe de ser para ella! A saber cómo estará restregándose las manos y acaso carcajeándose con sus amigas. No, tal vez eso no, porque la única amiga a la que frecuenta es Fausta y sabe perfectamente la clase de chica extravagante y extraña que es ésta y se fía de ella sólo hasta cierto punto, pero restregarse las manos, sí, diciendo: 'Ése quiere hacerse el ofendido, ¿eh? Le voy a enseñar yo: no le telefoneo por lo menos en un mes: total, dinero tengo y así, al final de mes, me lo encuentro muy modosito a mis pies como un perrito, más aún que antes. Es la cura conveniente: ¿acaso se cree que por esas pocas liras debo estar día y noche adorándolo? Pero yo tengo veinte años, necesito respirar, necesito cierta libertad, no quiere metérselo en la cabeza. ¿Ah, no? Pues entonces lo voy a hacer volverse loco de celos, ya sé lo que se está imaginando, mi tiíto se imagina que paso continuamente de un hombre a otro y se pone pálido y enciende un cigarrillo tras otro y acaso por la inquietud vaya en busca de chicas con la esperanza de encontrarles gusto y poder, al menos por unas horas, olvidar a Laide, pero, en realidad, va a ser aún peor para él. Oh, oh, ante todo porque como Laide hay pocas por ahí y después, suponiendo que encuentre una más bella, cosa difícil, precisamente su belleza, su cara, su boca, sus piernas, sus tetitas no harán sino recordarle la cara, la boca, las piernas, las tetitas de Laide, que no es que sean mucho más bellas, pero son únicas en el mundo y precisamente esa cara, esa boca, esas piernas son las que él necesita y todas las demás, aun siendo igualmente bellas, cosa difícil, le dan náuseas incluso'".

Así reconstruía Antonio los pensamientos de Laide y la odiaba, porque sabía que era del todo cierto, era peor incluso, porque Laide, en sus calcos estratégicos, confiaba en gran medida en sus recursos físicos y no calibraba lo suficiente lo que era para Antonio su modo de moverse, caminar, hablar, mover la boca, reír, hacer muecas, besar, su deliciosa pronunciación tan milanesa con aquella extraña erre aristocrática.

Esperó cinco días y ella nada, ya estaba claro que Laide había decidido jugar fuerte: total, nada tenía que perder; total, aun cuando diera señales de vida al cabo de un mes, no por ello parecería haberse rendido, sino que sería la reina apiadada que al final concede la gracia tan anhelada al devolver al esclavo impertinente la vida y la luz. Pero, ¿y si dentro de un mes, cuando telefoneara, él le colgase el auricular? ¿Y si dentro de un mes se le hubiera pasado a él la enfermedad? ¿Si dentro de un mes Laide no fuese ya para él sino un recuerdo desagradable? ¿Si al cabo de un mes hubiera conocido él a una muchacha igualmente atractiva, pero más amable, dulce, atenta e incluso más competente en los juegos amorosos? Sueño maravilloso, pero Antonio sabía hasta qué punto se trataba de una utopía, un milagro inverosímil, para él sólo podía ser Laide, sólo Laide, aunque fuera dentro de un año, de dos, podía darle la paz.

Esperó seis días. Aquella mañana no resistió más, tenía demasiada necesidad de saber al menos si ella estaba en Milán o si estaba por ahí con alguien, conque rogó a un colega que llamara al número de Laide para preguntarle por el abogado Romani. Respondió una voz de mujer.

«¿Y cómo era la voz?»

«Era una voz de mujer».

«¿Joven?»

«Creo que sí».

«¿Pronunciaba la erre al estilo milanés?»

«Ah, sí, me parece que hablaba, en efecto, con esa erre».

«¿Y cómo era? ¿Una voz alegre o depre?»

«No, no me pareció demasiado alegre».

«Pero, ¿qué dijo exactamente?»

«Nada. "Se ha equivocado usted de número". ¿Qué más querías que dijera?»

Así iba cubriéndose cada vez más de ridículo, como si aquella historia no se hubiera vuelto ya bastante la comidilla entre sus conocidos. Y después se consideraba un cretino. ¡Menudo si había adivinado Laide al instante que era una llamada, organizada por él, para tantear el terreno! ¡Qué triunfo para ella! Saber que Antonio ya no podía más y no se atrevía a llamar directamente, pero estaba en el límite, la rabia, la inquietud y los celos lo habían dejado groggy, dos o tres días más y se arrojaría a sus pies babeando y pidiendo perdón. ¡Qué idiota! Ahora ella se sentiría aún más segura, no tendría ya la menor prisa por dar señales de vida, a saber hasta cuándo aplazaría tal vez su llamada.

Esperó siete días. Con la esperanza de enterarse de algo fue a casa de la señora Ermelina intentando mostrarse indiferente, le preguntó si tenía alguna chica que estuviera bien para presentarle, pero ella intuyó inmediatamente lo que le ocurría y se apresuró a preguntarle por Laide.

«Ah, hace un tiempo que no la veo. ¿Y usted?»

«Nada, desde abril no he vuelto a verla. Le telefoneé una vez, quería presentarle a un señor como Dios manda y ella me dio una cita, pero no apareció. Yo después no insistí; entretanto, me habían dicho que usted, doctor, se interesaba por ella y en esos casos, verdad, yo me quedo al margen».

«¿Quién se lo dijo?»

«No recuerdo, pero esas cosas se tardan poco en saber, verdad, las amigas… no sé si fue Flora o Titti. Pero, ¿cómo es que ya no la ve usted?»

«Nada, es que iba demasiado a lo suyo».

«Lo de siempre. Usted debió de mimarla y se le debió de subir a la cabeza. Son unas chiquillas estúpidas; cuando encuentran la fortuna, hacen todo lo posible para dejarla escapar. ¡Un hombre como usted! No es por hacerle un cumplido, pero cualquier muchacha, mejor incluso que Laide, habría hecho lo posible por conservar a un hombre como usted. No es que sea mala, verdad… Por mi parte, debo decir que es buena chica, pero, ¿sabe lo que pasa? Tal vez tenga una amiga envidiosa que le dé pésimos consejos… segura de sí misma, eso sí, un poco demasiado… con usted, además, doctor… si usted supiera…»

«¿Qué?»

«Bueno, no hay inconveniente en contárselo… Un día que tenía aquí cita con usted -mire, debió de ser la tercera o la cuarta, no más, después de que usted se marchara-, surgió una discusión… tonterías… por un traje de chaqueta que había cogido aquí, mío; no, mejor dicho, ahora lo recuerdo, no era un traje de chaqueta, sino un vestido de punto de color tórtola».

«Sí, lo recuerdo».

«Ah, muy bien, ¿ve como no son cuentos?… El caso es que Laide me debía quince mil liras… y pretendía… pero, bueno, eso no tiene ninguna importancia, ¿verdad?… estaba también presente, lo recuerdo perfectamente, mi cuñada, a la que también conoce usted; bueno, pues, para no alargarme demasiado, en determinado momento yo le dije a mi cuñada: "Quiere decir que, cuando telefonee el doctor Dorigo, llamaremos a alguna otra; total, ya conocemos sus gustos…" Bueno, pues, ¿quiere usted creer que Laide alzó un puño así y dijo esto?: "¿El doctor Dorigo? ¡Qué gracia me hacéis! Yo al doctor lo tengo ya así, ¡yo al doctor le hago hacer todo lo que quiero!" Conque nos quedamos… ¿Comprende? ¡La había visto tres o cuatro veces y ya se le había subido a la cabeza!»

«Pero en estos últimos días, ¿ha dado señales de vida con usted?»

«Que yo sepa, no… si no ha telefoneado cuando aquí, en casa, no hubiera nadie… Pero esté tranquilo… A ésa no se la quitará de encima tan fácilmente… yo las conozco… se creen a saber qué y después, cuando tienen necesidad… Pero usted debe resistir, verdad. No se le ocurra telefonearle. Resista. Ya verá como ésa volverá a sus pies arrastrándose como un gusano».