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Esperó ocho días. Un asomo de esperanza. Aquella mañana en la oficina sonó el teléfono, él respondió: "Diga", pero nadie hablaba en el otro extremo, si bien se sentía a alguien escuchando; después colgaron. Entonces preguntó a la telefonista si quien le había llamado un poco antes era un hombre o una mujer: era una mujer. Probablemente fuese ella. Tal vez creyera que él cedería, el sondeo telefónico del otro día le había hecho creer que tenía la victoria en la mano, pero habían pasado otros dos días y empezaba a estar inquieta también ella.

Esperó nueve días. Aún nada. Sin interrupción posible, el pensamiento estaba constantemente fijo en Laide: cuanto más tiempo pasaba, más cruel era la humillación. ¡Con todo el amor que él le había demostrado! Y aumentaba la rabia por no haberse comportado más como un hombre. ¿Por qué aquella noche de Año Nuevo, cuando ella había vuelto a casa poco antes de las tres, no había encontrado él el valor para darle un par de bofetadas? Pero no dos cachetitos, debería haberle soltado dos guantazos en la jeta como para tirarla al suelo cuan larga era y que después hiciese todas las escenas que quisiera. Si le hubiese dado una lección, se habría sentido otro hombre en aquel momento. Aun a riesgo de que no volviese a dar señales de vida nunca más. Mientras que ahora, el derrotado era él y, si ella no volvía, Antonio debería pasarse años comiéndose los higadillos, ella tendría derecho a despreciarlo, a cubrirlo de ridículo delante de todo el mundo, a preferir a los robustos patanes seguros de sí mismos que, en caso necesario, saben hinchar la cara de las chicas sinvergüenzas a bofetadas.

Esperó diez días. Había fijado para la tarde una cita en casa de la señora Ermelina. Ésta, muy contenta, le prometió darle a conocer a una morenita «que parecía la hermana de Laide». En realidad, Antonio iba con la esperanza de saber algo. Mediante la red de sus muchachas, Ermelina siempre tenía un montón de informaciones. La «hermana de Laide», cierta Luisella, era de un estilo algo escuálido y descuidado, aunque bastante atractivo, y bastante sosa en la cama. Cuando Antonio reapareció en el salón, Ermelina le dijo:

«He sabido que la otra noche estuvo en el Due. Me han dicho que estaba muy atractiva. Llevaba un vestidito rojo. Se pasó toda la noche bailando. ¿Es cierto que tiene un vestidito rojo?»

«Sí, se lo compró el mes pasado. ¿Y ha sabido usted algo más?»

«Nada más… Ah, espere un momento… ¡Luisella! ¡Luisella!»

«Voy en seguida», respondió la muchacha desde el baño y poco después reapareció vestida.

«Óyeme, Luisella. ¿Tú no conocerías por casualidad a una tal Laide?»

«¿Laide? ¿Una morena? ¿Con el pelo largo?»

«Sí, exactamente. ¿Eres amiga suya?»

«¡Huy, no! La conocí en casa de Iris».

«¿La que estaba en Via Moscova y a la que después encerraron?»

«Sí, la misma».

«Pero, ¿cómo es posible, Luisella, una chica como tú? ¿Frecuentabas la casa de Iris? No era una casa como Dios manda. Me han dicho… Me contaban que era lo que se dice un burdel… ¡Cómo no iban a encerrarla!»

«Ah, yo fui sólo un par de veces, después comprendí por dónde iban los tiros y, si te he visto, no me acuerdo. Tiene razón, señora, allí dentro era peor que un burdel. Uno entraba, otro salía: un movimiento continuo».

«¿Y allí estaba esa Laide?»

«Ésa estaba de plantilla: desde la una de la tarde hasta la noche».

«Y dime: ¿cuántos se hacía?»

«¡Qué sé yo! A juzgar por el movimiento, al menos nueve o diez al día. Y, además, estaba el hijo de Iris: recuerdo que se encaprichó con ella y todos los días, antes de que llegaran los clientes, tenía que dejar que él se lo hiciera, como aperitivo. Ah, lo que trajinaba aquélla… Pero, ¿por qué me lo pregunta?»

Y Luisella miró a Antonio. Estaba pálido, Antonio: eran unas noticias espantosas para él.

«¿Y de dónde era aquella Laide?», preguntó con una última esperanza.

«No sé si de Nápoles o de Calabria», dijo Luisella. «La Paletita la llamaban».

«Vaya, menos mal», dijo Antonio, «me parecía imposible que…»

«No, no podía ser ella», dijo la señora Ermelina, que se preocupaba mucho por la calidad de su mercancía, «en seguida he comprendido que no era ella. Por lo demás, yo me habría enterado. Laide no es de las que se echan a perder así».

Esperó once días. A fin de cuentas, ya había demostrado bastante saber resistir, a aquella altura igual podía telefonear, no perdería la cara, sintió Antonio la tentación de pensar. Después comprendió que sería, al contrario, cada vez peor. Cuanto más pasaran las horas y los días, más grave y catastrófica sería su capitulación, si fuera él quien cediese el primero. ¿Por qué echar a perder así el fruto de un tormento tan largo? También la señora Ermelina, que era experta en esos asuntos, le aconsejó que resistiese, pero era terrible. El teléfono estaba ahí, a menos de medio metro. Habría bastado levantar el auricular, hacer girar el círculo con los números. Respondería su voz. «Diga». Le parecía volver a oír la palabra pronunciada por ella con aquella mezcla de desconfianza, indolencia, aburrimiento, insolencia: querida voz, maravilloso sonido, ¿podría volver a oírlo jamás?

Esperó doce días. A aquella altura ella debería haber dado señales de vida, aunque sólo fuera por el dinero. Ahora ya no cabía duda. Laide había encontrado a algún otro que tal vez le diera más y tal vez viviese fuera de Milán y fuese a verla una o dos veces a la semana y el resto del tiempo la dejara completamente libre. Si no, no se lo explicaba. Uno de esos días se la encontraría, muy elegante, tal vez al volante de un Giuletta Sprint, lo miraría y ni siquiera le saludaría.

Esperó trece días y aún nada. Volvió a casa de la señora Ermelina, allí tenía la sensación de estar más cerca del frente de batalla, de poder tener noticias de primera mano. Le buscaron una chiquilla de Ciocciaria, espléndida y magníficamente adiestrada, pero que, de tan tosca e inculta, parecía un animal. Concluida la ceremonia, se encontró en el salón a otra chica, una joven señora casada hacía poco.

«¿Verdad que se parece un poco a Laide?»

Él respondió que sí por cortesía, pero no era verdad ni por asomo. La muchacha, echada en el sofá con expresión melancólica y aburrida, enseñaba sus hermosas piernas llenitas y firmes, desproporcionadas con su complexión, y lo miraba con indiferencia: total, aquel señor no era para ella aquel día. Después las dos chicas se marcharon.

«Dígame, señora, ¿ha sabido algo por casualidad?»

«¿De Laide?»

«Exactamente».

«No, no he sabido nada».

«Bueno, pues, quisiera que me hiciese una promesa».

«Si puedo, con mucho gusto».

«Pues mire: si por casualidad le telefonea Laide, debería comunicármelo en seguida».

«Descuide, lo aviso en seguida, pero ya verá como no lo hará».

«No estaría mal preparar un encuentro como si yo fuera un nuevo conocido de usted y que me la encontrara ya desnuda en la cama. ¿Se imagina qué salto daría?»

«No, mire, eso no. Si Laide me telefonea, yo le aviso en seguida, pero nada más. Usted es un amigo mío. Después de lo sucedido, yo no quiero a Laide en mi casa».

«Pero, ¿era una de las que tenían éxito, ¿no?» Antonio sentía un gusto perverso por herirse y hurgar en la llaga.

«No puedo decir que no. El año pasado tuvimos una buena temporada con ella, Flora y Cristina».

«Y dígame, ¿la última vez que vino fue conmigo?»

«Exactamente».

«¿Aquel día que se marchó a Roma?»

«Ya veo que lo recuerda. Exactamente aquel día, pero Dios sabe si iría a Roma después».