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«Yo la acompañé a la estación».

«Entonces, ¿quiere saber dónde estuvo después?»

«¿Cómo que después?»

«Después de que usted la acompañara a la estación».

«¿Por qué? ¿No cogió el tren?»

«Llevó las maletas al depósito de equipajes y corrió a casa de Ersilia, mi amiga, usted la conoce, ¿verdad? Dicho en pocas palabras, una fulana».

«Pero, ¿usted cómo lo sabe?»

«Me lo contó Ersilia después, verdad, pero ahora viene lo bueno. Debían de ser las cuatro, las cuatro y media y me telefoneó: "¿Cómo? ¿No te marchabas de viaje?", le dije. "Sí, me marcho esta noche", dijo ella, "pero ahora necesitaría ir a casa de usted, estoy acompañada". "Pues ven", le dije, aquel día no esperaba a nadie. Bueno, pues, al cabo de menos de diez minutos la vi llegar con un tipo que daba miedo, mire usted: un viejo repugnante, debía de tener sesenta años como mínimo, una tripa así, una boca sin dientes. Dios sabe dónde lo habría pescado, acaso en la plaza Fontana, donde el mercado. Me dio tanta pena, que me la llevé aparte. "Pero, Laide, ¿qué haces?", le dije. "¿Te has vuelto loca?" "Sí, ya lo sé, da asco, pero, ¿qué quiere usted? Necesito dinero". En una palabra, le juro, señor Tonino, que, si me hubieran dicho: "Mira, aquí tienes un millón, si te acuestas con ese hombre", habría dicho que no, se lo juro. Y ésa tal vez por cinco mil, diez mil…»

Esperó catorce días. No bastaban los horrores conocidos por mediación de Ermelina para desenamorarlo, eran historias lejanas de cuando él era para Laide tan sólo un cliente cualquiera. Más aún: el hecho de que desde entonces Laide no hubiese dado señales de vida a la señora Ermelina demostraba que había sido leal con él. A saber cuántas otras, aun teniendo un amigo rico que las mantuviera por entero, frecuentaban después las casas de citas y, si tenían coche, salían por la noche a pedir guerra y, además, a saber si serían auténticas esas historias: las mujeres son maestras para inventar maldades. Y, además, tal vez fuesen historias verdaderas, sólo que no se referían a Laide, resultaba tan fácil transferir la mala intención de una a la otra; en el fondo, también la señora Ermelina tenía el mayor interés en apartarlo de Laide, con aquel aire bonachón probablemente estuviera haciendo todo lo posible para desenamorarlo: ¿acaso no le había hecho Laide perder un cliente de los mejores? Y el cretino de él se tragaba aquellas infamias. Pero ya habían pasado catorce días y ya no conseguía seguir luchando, en ciertos momentos le parecía estar viviendo un sueño horrible, desvarío, delirio opaco, en ciertos momentos Laide dejaba de existir, nunca había existido, no volvería a verla nunca más y, sin embargo, la necesitaba, sin ella no podía vivir, el mundo estaba vacío y carecía de sentido. Como un autómata subía a su estudio, sólo Dios sabía si conseguiría sacar adelante el trabajo, un día u otro se darían cuenta, de todos modos, de que él era un hombre acabado. Abrió la puerta, la luz, cosa extraña, estaba encendida, la vio a ella que lo esperaba sentada a su escritorio y lo miró con ojos redondos y espantados. Estaba pálida, destrozada, despeinada.

«Aquí estoy», dijo.

«¿Y cómo te va?», dijo él con el poco aliento que le quedaba.

«¿Cómo quieres que me vaya? Mal».

XXX

Empezaron a verse de nuevo como si nada hubiera sucedido. Ella estaba empeñada en no reconocer su falta la noche de Año Nuevo. Había estado, de verdad, con una amiga -repetía- y, si no había querido salir con Antonio, había sido sólo porque éste no tenía confianza en ella y eso no podía soportarlo. ¿Aún no le había entrado en la cabeza, a Antonio, que ella nunca le había dicho mentiras?

Empezaron a verse de nuevo como antes, más a menudo incluso, pero, en su fuero interno, Antonio no lograba vislumbrar la luz. Al contrario: día tras día, junto con la inquietud habitual, se intensificaba un sentimiento obscuro, como si un plazo, una conclusión, una catástrofe, estuviera acercándose. Más que nunca comprendía que un acto de fuerza, una renuncia completa y definitiva habría sido la salvación. No se sentía capaz. Con obsesión dolorosa, su pensamiento estaba centrado siempre en ella: qué haría, con quién estaría, qué ardides estaría preparando.

Y, así como un hombre en una balsa en el medio de un río inmenso, aun no distinguiendo las siluetas de las orillas en las tinieblas, se da cuenta de que la corriente acelera y lo arrastra hacia una fosa desconocida, así también Antonio, sin saber explicar por qué, sentía aproximarse el plazo inevitable que había seguido retrasando con insensata obstinación. El remolino por el que se había dejado atrapar hacía casi un año estrechaba progresivamente su ritmo, el descenso se convertía en precipicio. En ciertos momentos le parecía incluso que Laide lo miraba como con aprensión, como si pensara: "En el fondo, tú, Antonio, eres un buen hombre, siento lo que está sucediendo, siento perder tu ayuda, pero no puede ser de otro modo y la culpa no es mía".

Y ahora había surgido una nueva complicación. Habían ingresado en un hospital, enferma de cáncer, a una tía de Laide, la única persona de la familia que la quería, según decía. Como estaba muy mal y la asistencia nocturna en el hospital era inexistente en la práctica, los parientes más cercanos se turnaban para ir a asistirla. Cada tres o cuatro noches le tocaba a Laide. El hospital quedaba lejos, por la parte de Porta Nuova, más que un hospital de verdad era un pequeño asilo para ancianas enfermas. Habían colocado a su tía en un cuartito, pero no había otra cama, por lo que debía contentarse con un sillón de mimbre. A veces, si su tía se calmaba, hacia la una, la una y media, Laide se volvía a casa. Otras veces tenía que permanecer junto a ella hasta el alba.

¿Podía oponerse Antonio? Ni siquiera se le ocurrió la sospecha de que pudiese ser un engaño. Por lo demás, habría sido muy fácil, para él, comprobarlo y, además, Laide le contaba detalles muy precisos sobre su tía: los síntomas, la operación que le habían hecho, los nombres de los médicos, las recomendaciones que le hacía, sus deseos sobre el funeral y la tumba. No sólo eso: después de una de aquellas noches de vela, Laide había pasado por el estudio de Antonio y estaba precisamente como quien ha pasado una noche en blanco: abrigada con dos o tres jerséis viejos, delgada, pálida, con profundas ojeras bajo los ojos.

Pero hubo un episodio curioso. Una noche en que habían salido a cenar juntos, Laide propuso, al contrario de lo habitual, que fuesen a su casa. Como la enfermera se había marchado hacía una semana y no había nadie, podrían hacer el amor. Después, hacia las once y media, ella tenía que ir a recoger a su hermana para dirigirse juntas al hospital de su tía, pero esperaba poder volver a casa hacia la una o las dos.

Laide estaba bastante alicaída, pero aquella noche en la cama se mostró afectuosa de un modo que desde hacía meses resultaba inhabitual. Aunque no había bebido en la cena, parecía excitada incluso. Por fin una velada simpática y alegre.

A las once y cuarto se preparó para salir.

«¿Cómo es que te pones el vestido nuevo? ¿Para pasar una noche en el hospital?»

«Es que se lo quería enseñar a mi tía, sigue teniendo mucha curiosidad, quiere saberlo todo de mí, incluso lo que he comido o cenado, y, además, ya te lo he dicho, precisamente esta noche espero poder volver a dormir a casa. No hace falta que te diga lo que es pasar toda una noche en ese maldito sillón».

«Entonces, ¿te acompaño a casa de tu hermana?»

«Oh, no, Antonio, tú deberías quedarte aquí».

«¿Para qué?»

«¿Sabes esa amiga mía de Venecia? Tiene que venir a Milán y me ha dado una cita por teléfono hacia medianoche. Puede que, al final, no telefonee, porque yo ayer le escribí, pero, ¿y si llama y no encuentra a nadie?»

«Pero, ¿qué puedo hacer yo?»