«Si llama, tú deberías decirle que mi tía está en el hospital y estos días estoy muy ocupada. De todos modos, si quiere venir, que te diga si debo reservarle una habitación de hotel».
«Perdona, pero, ¿no podrías esperar aquí hasta medianoche?»
«No, porque, si no, después llegamos al hospital demasiado tarde: si llegas después de las diez, ponen muchas pegas».
Se fue y él permaneció solo y pensando en lo extraño de toda aquella historia. ¿Por qué había de ir Laide aquella noche con su hermana? ¿Y por qué tenía que ir a recogerla? ¿Y por qué se había opuesto a que él la acompañara? ¿Acaso no era poco convincente aquella historia de la llamada telefónica?
En efecto, nadie llamó. A las doce y cuarto, volvió a casa. A la una Laide le llamó, quería saber si había telefoneado su amiga, le dijo que después de salir del hospital había entrado un momento en el bar de la esquina, que casi no llegó a tiempo, porque estaban a punto de cerrar, que en aquel momento iba a volver con su tía, que aquella noche su tía estaba bastante tranquila, por lo que esperaba poder volver a casa a dormir.
«Te telefonearé mañana por la mañana al estudio. Hasta luego».
¿Y por qué le había telefoneado Laide a su casa? ¿Qué necesidad había? Era curioso: era como si hubiese querido asegurarse de que Antonio había vuelto a su casa.
La duda. Cuanto más lo pensaba Antonio, menos convincente le parecía la actitud de Laide. Demasiadas complicaciones, demasiados pretextos para marcharse sola, demasiadas llamadas de teléfono. Veamos: si ella hubiera querido estar libre para reunirse con alguno y después volver a casa con él, ¿qué podía haber ideado? Exactamente lo que hizo aquella noche. Tranquilizar a Antonio con un insólito arrebato carnal, para que después se fuera a dormir en paz, aducir la visita a su tía para poder irse antes de medianoche, inventar la llamada de Venecia para evitar que él la acompañara, telefonear a casa de Antonio hacia la una para asegurarse de que ya estaba en casa.
Antonio estaba tumbado en la cama, con la lámpara de la mesilla encendida, y, agarrotado con la angustia en aumento, miraba fijamente en el techo las dos grietas en forma de 7 que ya le parecían haberse vuelto una admonición enigmática, el símbolo gráfico de su propia aflicción. Cuando de repente la trama del supuesto engaño se le reveló con una claridad palmaria, eran las tres pasadas. ¿Probar a telefonear? No podía servir para nada. Ella habría respondido que había vuelto a casa poco antes. ¿Ir directamente a su casa? Pero, ¿no era mejor esperar a la mañana? Si había alguien en su casa, la mañana siguiente a las ocho y media estaría aún en la cama, seguro, tras una noche de amor, y su visita resultaría menos extraña. Inventaría un pretexto. Le diría, por ejemplo, que por motivos de trabajo debía ir a la Ciudad de los Estudios y que, al pasar, había subido a saludarla un momento. En el fondo, una idea amable.
¡Qué noche más espantosa, con las horas que nunca acababan de pasar y el sueño que no llegaba! A las siete y media ya estaba en pie, a las ocho ya estaba en la calle. Aunque pareciera imposible, todo seguía como de costumbre, un fláccido sol estaba saliendo, apático, de entre la bruma, la gente entraba y salía de las casas, las tiendas, los cafés, hombres y mujeres caminaban hacia el trabajo y los asuntos cotidianos con las habituales caras crispadas, en la esquina dos peones de albañil bromeaban entre sí, autos y camiones pasaban frenéticos, no se notaba la menor señal premonitoria en derredor, nadie, evidentemente, pensaba en Laide, nadie se imaginaba que al cabo de pocos minutos el mundo se hundiría.
Cuando detuvo el coche delante de la casa de Laide, eran las ocho y cuarto. Miró arriba. Las persianas estaban echadas. Entró. Desde su tabuco la portera lo vio y le hizo una desganada seña de saludo. Salió del ascensor en el tercer piso. Permaneció unos instantes en el rellano para ver si desde allí se oían voces, pero todo estaba en silencio.
Al final, pulsó el timbre. Habría podido abrir la puerta con su llave, pero así parecía más correcto. Nadie respondió.
Mientras por el pecho le subía el infierno y el corazón le martilleaba, llamó otra vez durante un largo, larguísimo, rato. Nada.
Entonces, aunque protestaran los vecinos, apretó hasta el fondo el timbre, que resonó apremiante: parecía que toda la casa vibrara con él.
Cuando por fin recurrió a la llave, ya sabía que era inútil. En efecto, Laide había dejado su llave puesta. La llave de Antonio apenas giraba a medias.
Llamó por cuarta vez. Le pareció oír voces de protesta en el piso contiguo.
Bajó como un loco y, acuciado por la brutal angustia, corrió, sin preguntar nada a la portera, a un bar cercano y pidió una ficha para el teléfono. Podía habérselo imaginado: la línea estaba libre, pero nadie respondía. Si Laide hubiera respondido, habría tenido que abrir y Antonio estaba demasiado cerca de la casa; el hombre que estaba con ella no habría tenido tiempo de salir, probablemente estuviera aún desnudo en la cama.
¿Qué podía hacer? ¿Derrotado una vez más? Laide encontraría la explicación más inocente. En aquel instante, mientras él salía del café, tal vez estuviera ella espiándolo, victoriosa, por una rendija de las persianas. (Y una voz somnolienta desde la cama le diría: «¿Qué? ¿Se ha marchado el vejete?… ¡Vamos, guapa, vuelve aquí, al calorcito!»)
Fácil previsión. Cuando, un cuarto de hora después, Antonio telefoneó desde el estudio, por fin Laide respondió.
«Pero, ¿se puede saber por qué no has ido a abrir? Debo de haber llamado al timbre durante diez minutos por lo menos».
«Ah, sí, me parecía haber oído algo, pero tenía tanto sueño. Además, la puerta de la alcoba estaba cerrada y he creído que alguien llamaba en el piso contiguo».
«Es imposible que no lo hayas oído».
«Si hubiera oído, habría ido a abrir, ¿no? Te juro que no he oído nada. Tengo la cabeza como un bombo. Ni siquiera sé cómo he oído ahora el teléfono. Tenía tanto dolor de cabeza esta noche, cuando he vuelto, que me he atiborrado con gardenal. Me he tomado tres pastillas de una vez, pero, ¿cómo es que has venido?»
«Y, además, ¿qué es eso de encerrarte con llave? Entonces, ¿para qué sirven las llaves que me has dado?»
«Mira, tesoro, debes tener paciencia. Desde que no está aquí la enfermera, me da miedo estar sola en casa de noche».
¿Eran explicaciones suficientes? No. Y, sin embargo, cualquier palabra de ella era como si un bálsamo milagroso apagara su angustia. La voz tenía un tono tan sincero y auténtico: era imposible que fuesen mentiras. Ni siquiera un demonio habría logrado mentir tan bien.
Y, además, resultaba tan dulce creerlas. Una vileza adorable. Quizás -y sin quizás- un día, Antonio se vería obligado a no creerlas más, a adoptar la terrible decisión, pero de momento aún no, todo estaba formalmente a salvo, todo podía continuar como antes.
XXXI
No, sintió la necesidad de saber. Un amigo le presentó a un tal Imbriani, antiguo teniente de carabineros y ahora detective privado. Imbriani, hombre de unos treinta y cinco años, en apariencia simpático y abierto, acudió a su estudio.
«¿Algo así como un asilo para señoras ancianas?», preguntó al final. «¿Sabe cómo se llama exactamente?»
«Asilo Elena, me han dicho. En Via Sormani, debe ser algo modesto».
«Via Sormani, Via Sormani… no recuerdo…»
«Debe de estar por la parte de Porta Nuova, así me ha dicho al menos».
Imbriani se guardó la libreta.
«Bueno», dijo, «por lo que parece, no debería ser difícil. Mejor dicho, muy sencillo, me parece, si no surgen dificultades. Pero me apresuro a decírselo, yo tengo una gran experiencia de asuntos como éste… ya puedo decirle que con toda probabilidad la investigación será inútil…»
«Inútil, ¿porqué?»
«No encontraremos nada. Será todo, me imagino, exactamente como dice la señorita».