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«¿Y cómo lo sabe usted?»

«Querido doctor, en este caso la comprobación resulta demasiado fácil. Si hubiera algo que ocultar, la señorita habría encontrado, me parece a mí, una coartada, podríamos decir, más segura, no cuesta gran cosa -y lo digo contra mis propios intereses- saber si en una clínica está ingresado cierto enfermo y quién va a visitarlo, sobre todo de noche».

«¿Y cuándo cree usted que podrá decirme algo?»

«Mañana o pasado mañana, como máximo -espero-, siempre que no surjan dificultades».

«Dificultades, ¿de qué clase?»

«No puedo imaginarlo, pero siempre es conveniente, al menos en mi oficio, plantearse todos los obstáculos posibles».

El teniente Imbriani se marchó. Antonio se quedó solo. Era tarde. En el estudio había un silencio desagradable. El teniente Imbriani tenía razón: parecía imposible que Laide, para ocultar encuentros nocturnos, hubiera inventado una historia tan ingenua. Y, sin embargo, Antonio la conocía. Sabía cuánto confiaba aquella chiquilla en la ingenuidad de él. En el momento en que el teniente Imbriani hubo salido del despacho, Antonio comprendió que había abierto por fin la puerta prohibida. Aún no sabía qué había exactamente detrás de ella, pero estaba seguro de que saldrían nuevas angustias y humillaciones, saldría la última mentira, se la encontraría de frente, no podría, ni aun queriendo, mirar a otro lado fingiendo no haber visto y sonaría la hora que desde hacía meses y meses él temía como condena irremediable.

Fiel a su promesa, al cabo de cinco minutos Laide le telefonearía para tranquilizarlo con informaciones precisas, como una mujercita atenta e inocente, y, sin embargo, él sentía ya que Laide se estaba alejando de éclass="underline" esa criaturita lozana, insolente, impertinente, auténtica, estaba ya transformándose en un recuerdo inverosímil, como en un cuento, de personaje inventado. Por un instante había salido de su mundo popular, disipado y misterioso, él se había hecho la ilusión de poder introducirla en su propia vida, burguesa, honrada y respetable, la que él, en el fondo, despreciaba, pero que le pertenecía por la fuerza de la sangre. No, el amor no había bastado. El dinero, el respeto, la devoción, las atenciones, no habían bastado. Poco a poco ella iba apartándose de él, salía de su casa y de su vida, ahí iba con su impávido paso, se encaminaba hacia el enigmático corazón de su ciudad que nadie veía por lo general, entre escenarios desolados y angustiosos a través de patios de paredes desconchadas, ahumadas y goteantes de lluvia, entre los reverberos del lujo, en los antros de los viejos edificios, por los interminables corredores de linóleo, en los ángulos de las catacumbas del vicio, entre chirridos de neumáticos, estruendo de tornos, gritos, llantos y carcajadas, idas y venidas de hombres incansables y cansados, besos apresurados, sombras de aventureros a contraluz, batas verdes de cirujanos, asechanzas telefónicas, un revoltijo disparatado de deseos, esfuerzos e ilusiones que ardía confuso en la multitud, que llegaba, volvía a marcharse, se mezclaba, se empujaba, se deshacía y desaparecía, mientras otra multitud idéntica se lanzaba y se sumía en el remolino.

Más allá de los edificios que circundaban su estudio, sentía que aquel Milán secreto, ajeno a las crónicas y las guías, se encontraba dentro de sí y sus calles, sus casas y sus híspidos tejados vividos demasiado rápidamente se encerraban lentamente entre golfos de obscuridad y reflejos lívidos de delito, se alejaban de él, Antonio, y se llevaban a su Laide para siempre.

Perduraba aquella sensación de haber entrado en un sueño equivocado y no apropiado para él y una fuerza superior con mucho a su voluntad y a sus convicciones lo arrastraba como si fuese un pobre desgraciado cualquiera y no un hombre de cincuenta años, con su respetada posición en el mundo. Como el altivo príncipe que por orden del rey se ve de improviso desnudado, frustrado en público y encadenado a un remo de galera y el rey no explica -y él no sabe- el porqué, si bien comprende confusamente que debe de existir un motivo justo.

XXXII

Buscó en la guía la Via Sormani. "Corso Garibaldi, tercera a la derecha", leyó, "por el callejón del Fossetto". ¡Qué extraño! Precisamente aquel por el que dos años antes había visto desaparecer a aquella tía impresionante de estilo español y que después creyó que era Laide, si bien ésta le había asegurado que nunca había estado allí.

Eran las once y cuarto y aquella noche Laide le había dicho que hacia las diez iba a ir a ver a su tía. Sentía la necesidad de saber, de ver. Tal vez hubiera bebido demasiado, no le espantaba lo que unas horas antes lo habría desalentado: la idea de presentarse en persona en el asilo y preguntar por ella, el riesgo de encontrarse en una situación exageradamente embarazosa o poner furiosa a Laide. Sabía que era el tipo de cosas precisamente que más la herían, ese deseo de meter las narices en sus asuntos privados, de indagar, esa demostración de desconfianza absoluta.

Con toda la rabia acumulada en tantos meses de inquietudes y esperas, decidió ir, sí, debía de estar borracho, hasta la calle en la que vivía le pareció en cierto modo deformada, con casas que en tantos años no había visto nunca, incluso el coche se movía con una curiosa soltura, parecía que se anticipara, en los frenazos y las curvas, a sus deseos.

Dejó el coche en la plaza San Simpliciano y se dirigió a pie, había poca gente y se dio cuenta de que caminaba con una prisa absurda. Aminoró el paso, encendió un cigarrillo, ahí estaba en la esquina. El negro callejón antiguo se adentraba entre casas antiguas con amplias brechas de ladrillos que aparecían en los desconchados del enlucido. Allí donde el callejón se ensanchaba había un farol en una minúscula placita. Un hombre estaba absorto cerrando el candado de un cierre metálico. Otro estaba parado y fumaba, apoyado en la esquina de una casa.

De alguna parte bajó una mujer vestida de obscuro con un capazo y él fue a su encuentro:

«Disculpe, señora, ¿sabe por casualidad dónde está el asilo Elena?»

La mujer se detuvo a mirarlo y movió la cabeza.

«¿La pensión Elena? A mí no me lo pregunte, ¿eh? A mí no me lo pregunte».

Y se marchó como irritada.

¿Qué significaban las palabras de aquella mujer? ¿Qué significaba su reacción? Antonio miró en derredor; por fortuna, el alcohol lo mantenía en aquella convulsa excitación. Debía de ser aquélla de allí a la derecha, Via Sormani y tenía una placa, pero en la penumbra no se podía leer.

«Disculpe», preguntó al hombre parado que fumaba, «¿sabe usted dónde está la Via Sormani?»

El hombre era un joven: qué curioso que poco antes le hubiera parecido un hombre de unos cincuenta, cincuenta y cinco años y, sin embargo, era un joven de cara irónica y afable.

«¿Busca a alguien?», fue la respuesta, como si aquél fuera un feudo suyo y él tuviese derecho a enterarse.

«Via Sormani», repitió Antonio. «El asilo Elena».

«¡Ah, el asilo Elena!», sonrió y expulsó una bocanada de humo. «¡La pensión Elena!»

«¿Es aquí?», dijo Antonio, un poco desorientado.

«Por aquí, por aquí», dijo el joven indicando con el pulgar la callejuela, «una casa amarilla, no tiene pérdida: hay una lámpara en la entrada».

«Muchas gracias».

«No hay de qué», y volvió a sonreír.

La callejuela estaba mal iluminada, un gato, un sonido lejano de piano, pero, ¿era piano o era la radio? A la derecha un portal daba paso a un patio obscuro, Antonio se volvió: el joven seguía parado en la esquina y estaba mirándolo.

Con el reverbero de los escasos y mortecinos faroles, avanzó unos cincuenta metros, pero no vio la casa amarilla con una lámpara en la entrada, entonces Antonio notó que delante de un portal había una prostituta que esperaba fumando, tenía pelo corvino y cardado y lo miraba con una sonrisa dulzona y entonces Antonio le preguntó: