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«Disculpe, señorita, ¿sabría decirme por casualidad dónde está el asilo Elena?»

Al abrirse los labios rojos, brilló un diente de oro.

«¿A mí me lo preguntas, apuesto señor, a mí?», y lanzó una carcajada llameante. «Pues ahí, querido, donde está esa casa amarilla».

Hizo una seña, Antonio se volvió, porque la mujer indicó la calle de donde venía él; en aquel momento sí que la veía un poco más allá: la casa amarilla tenía una puertecita de entrada y encima exactamente un farolito de hierro forjado con los cristales rojos esmerilados. Resultaba curioso, incomprensible incluso, que hubiera pasado por delante de ella sin verla.

«Gracias», dijo Antonio y se acercó a la casa amarilla. La puerta estaba cerrada.

Antonio miró hacia arriba. Era una casa de dos pisos, bastante presentable, pero vieja, todas las persianas estaban cerradas, pero por un par de ellas se filtraba la luz. "¡Qué asilo más extraño!", pensó. "Ni siquiera hay un rótulo". Después decidió llamar al timbre.

Al otro lado de la puerta, saltó un pestillo, se oyeron unos pasos, rápidos, como de sandalias con tacones. Se abrió la puerta. Era una mujer de unos treinta años, con ojos y labios cargados de maquillaje y una boca intensamente vulgar, muy ancha y fina.

«¿Qué desea?», preguntó con una sonrisa simplona.

No tenía treinta años, era una vieja, tendría sesenta como mínimo.

«¿Es aquí el asilo Elena?»

«Exactamente. ¿Qué desea?»

«Buscaba… buscaba a la señorita Laide Anfossi».

«Ah, Laide», dijo la vieja y asintió repetidamente con la cabeza como si estuviera al corriente de todo. «Entonces diríjase arriba, al primer piso. Llame al timbre y encontrará a su Laide».

Una rampa de escaleras con una mugrienta alfombra roja, una triple puerta con cristales esmerilados, un rótulo de bronce: «Elena Pistoni». Sintió la tentación de huir, pero el dedo ya había pulsado el timbre.

Se encendió la luz, unos pasos, una sombra, quien abrió era una señora delgada, vestida de negro, bastante distinguida.

«¿Deseaba?», preguntó: se veía que recelaba.

«¿Es aquí el asilo Elena?»

La señora se rió:

«Bueno, llamémoslo así. A usted, disculpe… ¿quién lo envía?»

«Perdóneme», dijo Antonio, «buscaba a la señorita Anfossi, Laide Anfossi… me ha dicho que esta noche iba a venir para asistir a su tía enferma…»

«Oh», y un estupor satisfecho iluminó la simpática cara, «¿se trata de eso? Bien, bien, tome asiento… Pero Laide, perdón, la señorita Anfossi, creo que está ocupada un momento».

«¿Podría llamarla?»

«Oh, sí, sí, desde luego, pero debería tener paciencia un momento. Tome asiento, por favor».

Le hizo entrar en un saloncito con muebles modernos y de un gusto espantoso, una alfombrilla falsa, la televisión, un servicio de té de porcelana plateada y en las paredes tres toscas copias de Millet.

«Siéntese, siéntese… Tendrá que disculparme… si quiere fumar, ahí, en la caja… Cinco minutos, no más… En cuanto Laide esté lista, se la mando».

"¿Qué significará 'lista'?", se preguntó Antonio, que ahora calibraba la imprudencia de haber acudido.

«¿Está ahí con su tía?», preguntó, con la poca esperanza que le quedaba.

La señora lo miró por un instante, incrédula. Después respondió:

«Claro», y dijo que sí con la cabeza a cada palabra, como si repitiera una fórmula. «Naturalmente. ¡La tía no se encuentra demasiado bien esta noche!» Se fue soltando una risita.

Antonio se quedó solo, se sentó en un sillón de estilo modernista con ribetes dorados, estaba solo: al salir, la señora había dejado un perfume nauseabundo de almizcle y había echado una cortina; al otro lado, en el silencio se oía de vez en cuando, entre voces quedas, una carcajada.

En el breve espacio que mediaba entre la jamba y la cortina, se perfiló, tácita, una figura: alguien que miraba en el saloncito.

Antonio sintió un malestar, un deseo desesperado de huir y se puso de pie. Descorrieron lentamente la cortina y apareció una muchacha morena, desgreñada y en bata, con una cara bellísima, pero cansada y apática.

«Usted, señor», dijo, con sorprendente lentitud.

«¿Espera a Laide?»

«Sí».

«Y usted… ¿quién es?»

«Yo… yo soy un amigo».

La muchacha lo observó, en silencio y después, en voz baja, dijo:

«Si yo fuera usted…», y con la mano derecha hizo un gesto como para invitarlo a marcharse.

«¿Por qué? ¿Se encuentra mal esta noche su tía?»

«¿Cómo?»

«Me refiero a la tía de Laide. Está aquí ingresada, ¿verdad?»

«Sí, claro», dijo la muchacha con expresión idéntica a la de la señora poco antes, «la tía… la tía».

De nuevo se calló, de nuevo lo miró como si quisiera descifrar algo. Por fin:

«La tía… la tía… si supiera lo mal que se encuentra la tía esta noche…»

«Se encuentra mal, dice usted…»

«La tiíta… por fortuna, está Laide para asistirla… pobre tía… Venga, venga… vamos, venga, que se la voy a enseñar… nadie va a darse cuenta de nada».

Lo cogió de una manga y lo invitó a salir.

«Pero yo…»

«Venga, le digo… ¿No quiere ver a Laide? ¿Dedicada a obras de caridad? Venga entonces… Pero procure no hacer ruido con los pies».

Entonces Antonio se dio cuenta de que la muchacha iba descalza.

Desde la antesala la muchacha lo introdujo en un pasillo estrecho y obscuro, abrió una puerta, entraron en un cuarto también obscuro, pero a la izquierda, por una puerta con cristales esmerilados y cubiertos con un visillo de flores, se filtraba la luz de un cuarto contiguo.

«Venga aquí… y permanezca quieto… ¿La oye?»

En el cuarto contiguo, se oía una voz de hombre y después una de mujer, con acento milanés, con una erre característica.

No, no, ¿por qué este suplicio? Antonio hizo ademán de retirarse, pero la muchacha lo retuvo.

«Ahí tiene a Laide… ¿no es interesante?… ¡Pobre tía enferma!», le susurró.

Entonces él escuchó. A través de la puerta acristalada se oían las voces con la mayor claridad, como si los dos estuvieran allí presentes.

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«No están nada mal, te felicito: pequeñas, pero graciosas… déjame sentirlas».

«Anda… mejor desnúdate».

«Pero primero un besito».

Silencio.

Después el hombre:

«Mira una cosa, guapa… ¿Tú cómo vives?»

«¿Qué quieres decir?»

«Digo que si tú vives exclusivamente de estos… caprichitos».

«Yo… yo tengo un amigo».

«¿Ah? ¿Y afloja?»

«Pues no puedo quejarme…»

«¿Viejo?»

«Viejo, no, aunque, desde luego, no es un niño precisamente».

«¿Y tú le quieres?»

«¡Qué cosas dices!»

«¿Y te deja libre?»

«¡Huy, por favor! No lo hay más celoso».

«Y entonces, ¿cómo te las arreglas? Para venir aquí, por ejemplo, ¿cómo haces?»

«Muy sencillo. Le digo que tengo una tía enferma y por la noche debo ir a asistirla».

«¡Una tía enferma! ¿Magnífico! ¿Y él se lo ha tragado?»

«Ah, él se lo traga todo».

«Entonces, aclárame una curiosidad».

«¿Cuál? Si te desnudaras, entretanto…»

«Si te da bastante dinero, ¿cómo es que vienes aquí?»

«Como decía mi abuelo, dinero nunca hay bastante». Una carcajada. «Pero, ¿has acabado de desnudarte?… Date prisa, por favor, que tengo frío».

Antonio oyó que la muchacha le susurraba:

«Ahora, ¿quieres verlo?»

Él dijo que no con la cabeza.

«Anda, que vale la pena… Mira, ahí arriba hay un precioso agujerito en la madera de la puerta… espera que te traigo un taburete».

La voz del hombre:

«Oye, guapa, ¿quién hay ahí, en el cuarto contiguo?»

«No hay nadie. ¿No ves que está todo apagado? Anda, venga, que la señora me ha metido prisa».

«¿Por qué? Después de mí… ¿Hay otra tiíta a la que cuidar?»