«Yo la he querido en serio».
«¿Que la has querido en serio? Simplemente, te enamoraste de ella, la necesitabas, hiciste de todo para tenerla, de forma brutal, pero lo hiciste. Ahora bien, la considerabas una desgracia, ¿es o no es cierto que la considerabas una desgracia?»
«Es que era una desgracia».
«¿Y llamas a eso amor? Pero, ¿la hiciste entrar en tu vida? ¿La admitiste en tu casa? ¿Le presentaste a tu familia?»
«Todo esto es absurdo».
«Absurdo, ya lo sé. También yo fui a chocar contra ese maldito muro. Por si te interesa, te diré que también yo tuve un amigo, un ingeniero, un buen mozo. Le habría gustado casarse conmigo. También él era un burgués, pero un poco menos que tú. Cuando su madre se enteró, fue el fin del mundo: "Si te casas con ésa", le dijo, "para mí será como si te hubieras muerto". Una mujer de principios rígidos. ¡Ah, cómo me gustan a mí los principios rígidos!»
«¿Y te dejó?»
«No. Aún nos vemos, pero yo soy la puta, verdad; para él siempre seré la puta. Vosotros los burgueses nos consideráis una raza inferior, aunque nos necesitéis, aun cuando os arrastréis a nuestros pies. ¿Y tú llamas amor a eso? La posición social, la estima del mundo, la dignidad, el prestigio familiar: bonitos asuntos. ¿Quién nos ha hecho como somos? Yo escupo en vuestra dignidad».
«Ya, pero hay miles de muchachas que trabajan».
«Me lo esperaba, hace media hora que me lo esperaba. La pregunta infalible: "Pero, ¿por qué no vais a trabajar?" ¿Quieres saber por qué? Porque vosotros, los burgueses, con vuestro sucio dinero, nos habéis impedido ir a trabajar».
«¿Eres marxista por casualidad?»
«¡Qué voy a ser marxista! Soy fascista. ¿Qué tendrá que ver el marxismo? Si acaso, tendrá que ver la caridad cristiana. ¿Te has preguntado alguna vez dónde nació Laide, en qué ambiente se crió, entre qué gente vivió, qué educación recibió, quién la quiso de verdad, cuando era una niña? Te he contado cosas horrendas de ella, pero, ¿sabes lo que te digo? Es mucho menos puta que yo, Laide. Ella carece del vicio que tengo yo, ella aprecia el buen nombre, ella no es tan valiente como yo, tal vez porque -discúlpame, ¿eh?- es menos inteligente. Tal vez yo no, pero ésa, si hubiera nacido en una familia como la tuya, ¿crees que se habría puesto a hacer de chica de alterne? Una mujer de principios rígidos es lo que habría llegado a ser, me parece verla: inflexible con las chicas de costumbres fáciles, idéntica a la que podría haber sido mi suegra y no lo fue y a quien ojalá lleve el diablo».
«Pero, ¿por qué me sueltas este sermón? ¿Me consideras un moralista idiota? A fin de cuentas, me parece que no tengo demasiados prejuicios, ¿no?»
«¡Qué valor tienes! Eso cuando te resulta cómodo, pero tu falta de prejuicios la dejas en la portería, al volver a casa».
«Bueno, pero, ¿qué hizo ella por mí?»
Piera guardó silencio, lo miró con una sonrisa melancólica y bondadosa.
«A ver, lumbrera. ¿Has intentado alguna vez ponerte en su lugar? Fuerza un poco las meninges. Imagínate que eres una chiquilla que sale adelante mal que bien prostituyéndose. Conoces a un hombre ya mayor que dice haberse enamorado de ti, un soltero, no rico precisamente, pero que se gana bien la vida, y ese hombre no te propone casarse contigo, no, porque eso no tendría ni pies ni cabeza: las conveniencias sociales y trolas por el estilo. Te propone que seas su amante fija y te ofrece un estipendio. Lo que pide es comprarte, en pocas palabras. Tú haces tus cálculos, sopesas la conveniencia y aceptas. Él te paga y, como te paga, debes salir con él, ir de paseo con él, acostarte con éclass="underline" porque te paga. Además, está enamorado en serio y, por tanto, tiene celos, sospechas, resulta aburrido, pero tú no eres su mujer, eres sólo la amiguita clandestina, la pequeña mantenida. No estás admitida en su casa, no frecuentas las casas de sus amigos, él lleva una vida aparte y en su vida de verdad, la que cuenta, tú no metes la nariz. ¿Has captado la idea? Y ahora, ¿quieres decirme cómo tú, la chica, podrías quererlo de verdad?»
«Siempre habría sido mejor que antes, para ella».
«¿Estás seguro? Mejor para la seguridad de la pasta, pero, ¿y la libertad? Vendida al mejor postor con la obligación de la exclusividad».
«Yo nunca le he negado la libertad».
«¡Qué valor tienes! Entonces, si tú hubieras sabido que ella se acostaba regularmente con ese cara de cordero, ¿cómo se llama?»
«¿Marcello?»
«Eso. Si tú hubieras sabido que se acostaba con Marcello, ¿qué habrías dicho?»
«Me parece que es pretender demasiado».
«Entonces, ¿qué clase de libertad es ésa? Vete despacito con el whiskey, amigo mío, aunque sangre el corazón. No es que yo sea tacaña, pero es el cuarto, si no me equivoco, y tienes que conducir hasta tu casa».
«Otro sorbito. Ha sido una velada tremenda».
«¿Escuecen las verdades? ¿Verdad que escuecen, lumbrera mía?»
«Pero entonces, según tú, ¿me equivoqué en todo?»
«Mira, no podías equivocarte más».
«¿Y qué debería haber hecho entonces?»
«Nada. No había nada que hacer. Por desgracia, el mundo está hecho así».
«Pero reconocerás que si ella hubiera tenido otro temperamento…»
«Si hubiese tenido otro temperamento, tú no te habrías enamorado de ella, ¿está claro?»
«Nadie le impedía ser más leal conmigo».
«Eras tú precisamente quien se lo impedía. Tú la comprabas con tus mensualidades. Ella te vendía el cuerpo y tú querías también el alma. ¿Comprendes que para una chiquilla no puede haber nada peor? Aunque hubiera sido una santa, por fuerza le habría venido el deseo de ponerte los cuernos. Y, si no entiendes eso, quiere decir lisa y llanamente que tienes una cabeza muy dura».
«Así, pues, ¿yo debería perdonarla?»
«¿Perdonarla? Ni se te ocurra siquiera. ¿Quieres darte la puntilla? Olvidarla, no queda otra solución, como si nunca hubiera existido, y tal vez sea mejor que tampoco nosotros dos volvamos a vernos más. Mejor para ti, entendámonos. Has sido un gilipollas increíble, pero eres un hombre muy simpático tú, de un estilo muy distinguido, ¿te lo han dicho alguna vez?», y soltó una gran carcajada. «Me resultas muy simpático, por si te interesa saberlo. Me enterneces. Me pareces un pajarito espantado, con un ala rota».
«Y que lo digas».
«Pero tal vez sea mejor que no nos veamos. A Laide hace meses que no la veo, me han dicho que está enfadada conmigo e ignoro el motivo, pero he sido su amiga y, si volvemos a vernos, todas las veces, ¿comprendes?… para ti sería más difícil curar… por lo demás, si te da gusto…»
«En el fondo, Piera, eres una chica muy buena…»
«Oh, yo… soy una desgraciada también yo, eso es lo que soy… soy una puta, una puta… ¡Dios mío!»
Se dejó caer boca abajo sobre el sofá, al tiempo que se cubría la cara con las manos, y los hombros se le estremecían con sollozos silenciosos.
XXXV
Una lenta trama de sueños, un torpor extenuado, un silencio, un vago estruendo de vida lejana, fuga de los pensamientos abandonados a sí mismos por los escondrijos del pasado en una cálida noche de junio. Antonio salió lentamente de un valle sin nombre poblado de agujas en forma de árbol, volvió a encontrarse en su cama, poco a poco fue recordando, abrió los ojos para ver. Por las ventanas abiertas de par en par, el reverbero de los faroles de neón llegaba y se alargaba en tiras oblicuas por el techo, cruzándose, gracias a lo cual se distinguían las cosas.
Junto a Antonio, ella dormía. Completamente desnuda, yacía boca arriba y con los brazos cruzados sobre el pecho, como la princesa de los faraones, y, a uno y otro lado, sus delicadas manos, que en su abandono seguían la leve curva del pecho y los lentos pálpitos de la respiración. Era un sueño total sin reservas como el de los animalitos, pero la perfección de la pose y la expresión de la cara serena y pura le infundían a él una pena por un motivo que no sabía entender: había en ella la inocencia, la juventud, la fatalidad, la lástima, el tiempo que pasaba y devoraba.