No, en aquel momento Antonio no quería siquiera preguntárselo, así como en una enfermedad que será, como sabe, larga y dolorosa, el hombre, cansado, se abandona al suave torpor de la morfina, como haciéndose la ilusión de una curación definitiva.
Se oyó un largo y rabioso chirrido de frenos, abajo, en la avenida, seguido de las iracundas voces de una riña. Después, de pronto cesaron los improperios y el auto aceleró violentamente y se alejó.
Ahora la ciudad dormía de verdad, el sueño rezumaba de las cien mil alcobas, se filtraba por las paredes y se extendía como un sudario invisible por las calles desiertas, entraba en los coches cansados que yacían inertes en inmensas filas a lo largo de las aceras, marea que se alzaba lentamente de un extremo a otro de Milán mezclando en un solo hálito la respiración de ricos y mendigos, de prostitutas y suegras, de atletas y enfermos de cáncer. Sólo él, Antonio, estaba inmensamente despierto y saboreaba aquella poca paz del alma. Así como los desgarrados jirones de los nimbos en una tormenta se disuelven huyendo hacia el Norte, así también el pasado reciente se alejaba precipitadamente de él, le parecía casi un cuento absurdo y falso. A una distancia remotísima, desaparecían la dulzona sonrisa de la señora Ermelina («Mire que se trata de una chica fogosa, verdad, le gusta que la muerdan, que la maltraten, se lo digo para que sepa a qué atenerse»), las tristes citas por la tarde, las maliciosas insinuaciones de las amigas («¿Sabes cuál es su especialidad, al hacer el amor, verdad? No, mejor que no lo sepas, se te pasarían las ganas, seguro, o tendrías más: los hombres sois tan cerdos»), las confesiones atroces, las esperas extenuantes en Via Squarcia, las dudas, las llamadas de teléfono que no llegaban, aquel punzón clavado ahí, las noches en blanco, la infelicidad por la mañana, cuando, al despertar, el pensamiento se esforzaba por encontrar algún posible sostén, la infelicidad que lo invadía con rapidez salvaje en cualquier parte de las vísceras, imágenes, rostros, luces, escenarios de calles, habitaciones, escaleras, pasillos, voces, músicas, susurros y todo el mundo era sólo ella, sí, incluso en aquel momento, mientras Laide dormía a su lado, incluso aquella noche, el mundo era sólo ella, pero antes era un continuo torbellino, un delirio invariable, un torno que apretaba sin tregua y ese infierno le parecía haber acabado.
Después de tanto tiempo, ¡ah! La tregua: aun cuando resultara derrotado, por segunda y última vez derrotado. Pero también el ejército derrotado respira cuando ha acabado la batalla. Silencio, el corazón ya no resonaba más, sólo jirones de humo aquí y allá.
La miró. Se preguntó: "¿Podría aún hacerme enloquecer?" Le pareció que no. Si durante dos o tres días no apareciera, ¿enloquecería? Le pareció que no. Si supiese que había estado en la cama con otro, ¿enloquecería? Le pareció que no.
¡Ay, curado! Y el infierno había dejado de existir. "Ella está aquí, al lado, dormida, pero entonces yo debería ser feliz. ¿Lo soy? No. Cansancio, vacío, melancolía, una de esas melancolías gigantescas que hacían presa de él, de niño, al anochecer; sólo, que entonces en la melancolía iba oculta la idea del tiempo que llegaría, años innumerables que se perdían a lo lejos, mientras que ahora no había idea de los años que vendrían, ahora se podía vislumbrar la puerta allí, al fondo, no precisamente futuro, la puerta cerrada que se abriría en la obscuridad. Ésa era la explicación, se habían acabado la angustia, los celos, la desesperación, pero al mismo tiempo había amainado la tormenta. La furia, la rabia, el frenesí, el galope, las llamaradas eran vida, pero también juventud, y en aquel preciso momento en que ella había hablado, en que ella había salido por un instante del sueño para hablar, había terminado la juventud, el último retazo, la última estela de la juventud, extrañamente prolongada, sin querer, hasta los cincuenta años. Un fuego que había acabado de arder, una nube que había soltado lluvia y había desaparecido, una música llegada a su última nota y ya no iba a haber más notas, cansancio, vacío, soledad.
¿Y las mujeres, ese asunto al que durante demasiados años Antonio no había prestado atención en serio, salvo por la necesidad física? ¿Qué había sido Laide sino la concentración en una persona sola de los deseos intensificados y fermentados durante tantos años y nunca satisfechos? Nunca había tenido fuerzas para ello. Las conocía, le parecían criaturas inalcanzables, era inútil pensar en ellas: total, no le habrían hecho caso. Pero, ¿y los otros? A los otros, a sus amigos, aquellas criaturas inalcanzables les sonreían, hablaban, decían que sí. Los amigos le contaban sin darle importancia que a aquella tía estupenda del bar, a la entraîneuse, a la maniquí, las habían abordado, se las habían llevado de paseo, a comer, a la cama, como la cosa más sencilla del mundo. También él las había visto, las conocía, las había deseado, pero todas las veces se había dicho: "¡Qué ideas más absurdas! Ésa nunca, pero es que nunca, aceptaría". Así había pasado junto a ellas sin atreverse, empequeñecido en su dolorida dignidad y ya había llegado a ser demasiado tarde.
Una cosa tan fácil. Una broma. Incluso muchachas bellísimas y soberbias, a las que, cuando pasaban, las casas se volvían a mirar. Bastaba saber actuar. Él nunca había sabido. En cuanto él les dirigía una palabra, parecían molestas, sus propias miradas les fastidiaban, al instante, en cuanto él las miraba fijamente, apartaban la cara: siempre lo mismo. Sobre todo las que más le gustaban. Otras tal vez se mostraran amables, se mostrasen dispuestas. Nunca las mujeres que más le gustaban a él. Nunca las chicas arrogantes de carita chata, las putillas con cara de pocos amigos, las imperiosas chavalas de la periferia, las hipócritas y somnolientas nenas de mirada socarrona y alusiva. Las veía con otros, del brazo de otros, a la mesa de otros, en automóvil con otros y, si él las miraba fijamente, apartaban, molestas, la cara: siempre lo mismo. ¿Y con qué hombres estaban? ¿Millonarios, divos del cine, apolos? No. Podían ser incluso tipejos cualesquiera sin oficio ni beneficio o con barriga o analfabetos aptos sólo para hablar de fútbol, vulgares, feos incluso, pero tenían, evidentemente, el tono idóneo, conocían las dos o tres idioteces que gustaban a las mujeres y, al pensarlo, le daba una rabia, un disgusto, una nostalgia ya sin veneno, ¡qué había que ver! Entonces, aun sabiendo actuar, habría sido ya demasiado tarde.
Al mirar a los hombres de su edad -hasta entonces no se había dado cuenta- siempre se le ocurría la pregunta: "¿Con quién harán el amor?" Por las alusiones a la seguridad en sí mismos, por el implícito desprecio a las chicas fáciles, debían de tener gran cantidad de ocasiones magníficas. Sobre todo le impresionaba que la mayoría, nada más iniciar una relación con una mujer deseable, inmediatamente la consideraran una presa, no ya una criatura igual a ellos, con un mundo de intereses, deseos y preocupaciones importante, como el suyo, sino sólo como un cuerpo que gozar y consideraran casi obligatorio por parte de ella condescender y, si ella se resistía, se asombrasen como de un capricho ilícito. Precisamente ese convencimiento les daba una fuerza enorme gracias a la cual triunfaban con una desenvoltura impresionante. Y tal vez lo asombrara aún más, a él -que toda la vida había topado, por lo general, con la indiferencia y, las escasas veces que había tenido valor, siempre había chocado con un muro de desdén-, que con los otros las mismas mujeres aceptaran esa como inferioridad de casta, es decir, que las considerasen objetos carnales y se dejaran gozar durante una hora o dos, como si estuvieran contentas u orgullosas de que les hiciesen la corte, aun sabiendo que el objetivo del hombre era uno solo y, una vez alcanzado, las dejarían tiradas como trapos, aun sabiendo perfectamente que con inicua superchería, alentada por una tradición antigua, el hombre, una vez saciado el deseo, las despreciaría o calificaría de putas. No lograba entender -y en eso su resentimiento se confundía con la envidia- por qué las mujeres aceptaban así, tácitamente, pertenecer a una especie inferior, tener que dejarse tratar como esclavas. En cambio, ahora entendía que la mujer, si el azar invertía el orden normal de los términos y él se enamoraba y, por tanto, era ella la que dominaba, resultaba lógico e inevitable el instinto de que ella se vengara y le hiciese sufrir en poco tiempo todas las humillaciones a las que otros hombres la habían sometido durante muchos años. Pero, ¿no era extraño y cómico que esas inquietudes le vinieran a la tierna edad de cincuenta años? Sí, sí, lo sabía, la gran mayoría de sus coetáneos estaban más allá, ya no pensaba en eso y, si seguía haciendo el amor, ya no lo consideraba un problema. Mientras que él nunca lo había tomado demasiado en serio, como quien pasa por delante de un escaparate maravilloso sin fijarse y hasta que está ya lejos no comprende cuántas cosas hermosas había y vuelve atrás corriendo, pero, cuando llega, están apagando las luces y bajando los cierres. Nunca lo había tomado demasiado en serio y ahora, con la nostalgia, la envidia, la aflicción por no tener ya tiempo por delante y la soledad lo pagaba amargamente.