«Tienes razón: ¡qué frío!», y se metió riendo bajo las sábanas y entre los brazos de él.
Él se apresuró a besarla en la boca. Ella estaba metiéndole, con aparente placer, la lengua entre los labios, pero sin intemperancias obscenas, sino con cierto recato casi casto.
Después Antonio volvió a alzar la cabeza para mirarla: aquella carita alegre e infantil debajo de él, entre el negro de la larga cabellera suelta. Parecía encontrarse a gusto.
«¿Es verdad que eres bailarina?»
«Sí».
«¿Y dónde trabajas?», le preguntó, fingiendo que Ermelina no se lo había dicho.
«En un teatro al que tú también vas».
¿Qué querría decir? ¿Se habría enterado de quién era Antonio, de que trabajaba de escenógrafo? ¿O se referiría en general a la categoría social, como si todos los burgueses de cierta clase hubieran de frecuentar la Scala?
«¿Cómo que voy?»
«Un teatro al que tú también vas».
«¿Eres bailarina de la Scala?»
Ella dijo que sí con la cabeza, confesión que le satisfacía.
«Te felicito. Iré a aplaudirte». «Gracias».
«Y, disculpa la pregunta, ¿cómo es que no llevas las axilas depiladas?»
«Calla, que tengo que ir al esteticista».
«Pero, ¿bailas así en la Scala?»
«Para eso hay como unas ventosas que nos ponemos y así, al bailar, no se ven los pelos».
Hizo una pequeña mueca frunciendo el labio superior, como hacen las niñas un poco coquetas cuando piden perdón.
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«Dime: ¿cómo te llamas? ¿Laide? Mira una cosa: satisfáceme una curiosidad. ¿Vives por casualidad en Corso Garibaldi?»
«¿Yo?» Puso una mueca de asombro. «Ni hablar. ¿Por qué?»
«No, por nada. Porque te he visto en Corso Garibaldi».
«¿A mí en Corso Garibaldi?» Se quedó pasmada. «¿Cuándo?»
«No recuerdo exactamente, pero hará unos tres o cuatro meses. Era por la noche, hacia septiembre u octubre».
«Pero, ¡si debe de hacer dos años que no paso por Corso Garibaldi!»
«Entraste en una callejuela que conduce a ese barrio interior, la que llaman la Torcida».
«¿Yo en la Torcida?» Decía "tovcida" con una erre graciosa.
«¡En bonitos lugares me sitúas! En mi vida he estado en la Torcida, gracias a Dios».
«¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?»
«Mira: en la Torcida sólo hay putas, ladrones, maricas y chulos».
«¡Cómo que chulos!»
«Sí, chuloputas, macarras».
«Pero, disculpa, ¿tú qué sabes?»
«Lo sabe todo el mundo, ¿no? ¿Por qué? ¿Tú qué creías?»
«Yo, nada. Ni siquiera sabía que existiese».
«Bueno, mira, yo por aquellos andurriales no pongo los pies».
Parecía resentida.
«¿Qué quieres que te diga? Me parecía haberte visto».
«Sería una que se pareciera a mí. ¿Cómo iba vestida?»
«Imagínate si voy a acordarme», dijo Antonio, que, en cambio, lo recordaba perfectamente.
«¿Y qué más me has visto hacer? ¿La carrera?»
«No sé por qué te lo tomas así. ¿Te he dicho algo ofensivo?»
«Bueno, a mí ciertas conversaciones no me van. Y se acabó. ¿Está claro? Y ahora…»
Lo atrajo hacia sí y le puso la boca en su boca.
VI
¿Quién era? ¿Adónde iba? ¿Con qué esperanzas? ¿Por qué llevaba aquella vida? Una jovencita tan lozana, viva, auténtica. Si hubiera nacido en una familia como la de él, Antonio, ¿habría acudido jamás allí, a casa de Ermelina? ¿Qué infancia desgraciada tenía tras sí? ¿O era sólo un afán de libertad y rebelión, deseo de ropa elegante, necesidad imperiosa de humillarse, echarse a perder, venderse, abandonar el cuerpo a los deseos anónimos, voluptuosidad de arrojarse al abismo?
Mientras volvía a vestirse, con aquel estado de ánimo particular, sereno y melancólico, que sigue al desahogo de los sentidos, Antonio apartó el visillo de muselina que tapaba la ventana y miró afuera.
No pensaba estar tan alto. Enfrente había una casa de la misma altura y tal vez más, pero a la derecha de ella se abría un claro por el que la mirada se extendía en una vasta perspectiva de terrazas y tejados: tejados sobre todo, negros, atestados de chimeneas, allí abajo.
Allí abajo estaba la Milán de la que procedía Laide. Las casas de galerías con tufo de gato, con tiestos floridos en mayo y bragas tendidas y la voz de una joven que canta con abandono y una horrenda disputa entre hombre y mujer con palabras que daría vergüenza repetir, el sol baña un jardín nobiliario y calienta un poco las amarillentas paredes de la casa con blasones, llaman al trapero por la mañana, que se acerca poco a poco y después ya está ahí abajo y, antes de que queramos darnos cuenta, ya se ha alejado, el chirrido del tranvía en la curva, todas las veces los ojos del contable apuntan silbando a la nuca de una empleadilla de quince años, los pozos comunales de los patios brillantes con la lluvia, negros, cristalinos, con un tocadiscos abandonado en el séptimo piso que hace taa-taa-taa, porque ella está echada en el sofá y él la sujeta y jadea, las once y media de la mañana, al final del mercado de trigo vendrá el señor Marisigliano de Borgotaro, había dicho "una jovencita rubia, por favor", la camioneta descarga los paquetes de bobinas, "esta vez el boss está cabreado, sólo Dios sabe dónde colocar este parné", "basta con que lo quieras, querida, ¿qué eres?, ¿camarera?, aquí tienes mi número, por si te apetece, pero una cosa, mira: limpieza, por favor, no son necesarios perfumes, pero jabón y dentífrico, sí", "¿sabes que esos tipos que holgazanean en el paso subterráneo Carminati necesitan la sombra?", la puerta chirrió, "no, mamá, he estado en casa de Nora escuchando discos y hablando y hablando se me ha hecho tarde", "tres mil por noche, más la venta de las flores, más los extras, ¿comprendes?", "¿no irás a hacerte la delicada aquí, en mi casa?", "la cuestión es meterse en el bote a ciertos vejetes que, si los sacudes, hacen ding, ding, de tan forrados como están de cucas, Milka desplumó a uno este otoño que era un poema de tan repugnante, pero con eso se ganó un abrigo de visón, la viste, ¿no?", ese zumbido del ascensor para arriba y para abajo, él le coge la barbilla entre dos dedos, la sacude con rabia seis, siete veces y después la sujeta y luego la sacude otra vez, ella lo mira asustada, "y ahora no me vengas con cuentos, guapa, tú me apoquinas veinte mil pelas una tras otra, y, si lo intentas otra vez, te daremos para el pelo, un palizón, que ni siquiera vas a poder hacer una carrera de cien, ¿está claro?", "y después, ¡toma, jeroma!, menudo tortazo que te pega, que ya es que sientes estallársete la cara", ¡y pam!, al suelo, que, si tiene una mala caída, así aprenderá, y algunas veces él le da correazos en el trasero, no veas qué señales después, como para no poder trabajar durante una semana, y también en los muslos, el conductor del ingeniero Kasparri todas las noches se cambia, pero, ¿quién le da el dinero para el night-club?, tan feo, que parece un gorila, pero dicen que ella, la señora Kasparri, que parece un ángel, una Virgencita, después, de noche, se pone como loca de celos sabiendo que él, entretanto, está trincando champán con las zorras, pero no puede por menos de hacerlo, es como una enfermedad, en la oficina de la SNDL a obscuras, suena el teléfono a esa hora e insiste, seis, siete veces, se ha dado cuenta todo el inmenso vecindario, un sonido verdaderamente desesperado hasta las tres y media, más o menos, hará una semana que él se dio cuenta, hay un descubierto de trece millones, pero en el foso de la estación de servicio el que ve pasarle por encima el vientre, la ingle y las vergüenzas de los seiscientos y los mil cien, siempre los mismos con sus inmundas incrustaciones, nunca ve la hora de darse el piro y entre rueda y rueda mira de reojo el reloj, las seis menos cuarto, las seis menos diez, también en el entresuelo de la oficina de la TETRAM un timbrazo del teléfono, "no, no, de ningún modo", un cenutrio impasible riéndose, sardónico, con el cigarrillo en los labios: "por menos de tres, no, no y no, te he mandado adrede, tú ahora no me hagas arrepentirme con todos esos gastos que hemos tenido por ti", y, entretanto, piensa en la pantorrilla con medias negras de una periquita que, al verla, le ha dado un tirón en la ingle, pero es absurdo, él tiene mujer e hijos, y los tacones, los tacones, ese grosero ruido de tacones escaleras abajo y por dentro todo el peso de las caderas abandonadas a la gravedad carnal, "rápido, Inés, hay un señor esperándote", "¿qué señor?", "ya lo sabes, lo conoces, es el que siempre viene a esta hora, no te hagas de rogar, hazle escupir el alma, ya sabes", desde la barandilla del sexto piso ella asoma con los ojos fuera, el vientre fuera, esperándolo a él, que no llega, en el entresuelo, al final la luz del alba y tal vez el cielo sea grande y azul, pero tal vez haya nubes o el maldito asunto del alba, del momento en el que sale el sol, pero la ciudad no lo conoce, no lo conoce nunca, las casas lívidas, adormecidas y cerradas y los pocos, poquísimos, que aún están vivos sienten algo casi divino por un instante, sólo un momento, porque después viene el sueño, ese peso en la cabeza, pensando en el horario, luz del alba lívida y apática en la gran ciudad, pero, a ver, ¿es grande?, es ridícula, en el mundo hay centenares más grandes, en el entresuelo la luz filtrándose precisamente por entre los intersticios, lo que demuestra la seriedad, la chica desnuda ve al hombre que la ha comprado para esa noche, lo ve ahíto y dormido, con la boca entreabierta semejante a las de las alcantarillas o también a las trémulas luces en el altar de la Dolorosa, donde, arrodillada en el frío del alba y con la cabeza cubierta de un velo negro, ella misma esta mañana -¿será posible?- rezaba, con lágrimas en los ojos, rezaba por su amor, su porvenir, su casa, un cura holgazaneaba en la nave, socarrón, y la miraba de reojo sin desmerecer de la dignidad eclesiástica, aquel olor de incienso, aquel sentido de las casas en derredor, una pegada a la otra, verticalmente rígidas, grises, repletas de vidas humanas, telones tremendos, uno encima del otro, atrancados, apiñados, en torno a la pequeña iglesia decimonónica de paredes negras y chorreantes, le dolían las rodillas, ella se sentía pura, pese a la noche que había pasado a merced de un desconocido pagador, precisamente por eso incluso, por el sacrificio personal que entrañaba la prostitución, su madre en casa enferma tal vez de un mal horrendo, unos dolores en las partes bajas, todas las noches, todas las noches, y en derredor los perfiles cortados a pico y negros de las paredes con el reflejo que le enviaban con aquel velo de sombra, una delicada luz violeta en el reloj del salpicadero del superdeportivo, mientras él ponía una mano en el muslo de ella, así, distraídamente, como prueba de la mercancía y, entretanto, una cháchara idiota, "¿sabes ése del niño malhablado? Pues, mira, un niño entra en el salón y ahí estaba su madre con un montón de amigas y él dice", en algunos momentos, al tomar la curva con chulería, iban a topar con un taxi y después perdiendo el culo en tercera, también es hermosa esta sensación de fuerza mecánica, "a saber lo que tendrá este tipo, aun no teniendo mal aliento", "sentí la media izquierda deshacerse por encima de la rodilla, una carrera de repente, maldición, con lo que cuesta", el señor coronel del piso de arriba, jubilado, con su perrito bastardo que la mira, cuando se la encuentra por la escalera, cómo la mira, si supiese, Dios mío, si supiera, cierto es que los tacones altos cansan los pies, pero cómo resaltan las pantorrillas, las miradas de los hombres se pegan como filamentos, ella las siente como telarañas pegadas, esos guarros, en el colegio sor Celeste le decía siempre: "basta de mirarte en los cristales de las ventanas, que es pecado", eso decía, era invierno al otro lado de las ventanas, la calle completamente cubierta de nieve, silenciosa como nunca, y faroles, uno tras otro, hasta perderse de vista, pero esta noche hay pocos coches, mientras en las viejas escaleras corroídas las bombillas, apagadas y pobres, en todos los pisos, la del tercero se ha fundido incluso, emiten esa luz que cuenta tantas cosas horribles, Dios, Dios, las paredes tenebrosas, el charco, el misterioso automóvil parado, el laboratorio incomprensible en el sótano, donde entran y salen ciertos tipos, el asquerosos estudio del fotógrafo en el primer piso que no se sabe cómo vive, la fantástica maraña de las chimeneas en el tejado, la perdición de los ojos de patio hundidos, la habitual meada en el rincón, el "trac trac" de vez en cuando en la tienda contigua, la lápida donde vivió un patriota milanés, ese ladrillo que sobresale, la riña nocturna en la taberna del patio, toda la densidad de vidas que fermentan y nunca se sabe, nunca se sabrá, como en un robo silencioso.