Выбрать главу

Ya caía la noche, luces aquí y allá, pero en lo alto se veían aún todas las casas negras, enigmáticos perfiles humeantes de neblina. Él estaba al borde de un foso inmenso y vacío, de allí llegaba Laide, de ese reino desconocido y una voz en su interior, de Dorigo, no exactamente una voz, más bien un tañido profundo lo llamaba, llamaba. "Qué idiotez, se dijo", miró el reloj, en aquel momento entraba, procedente del baño, Laide, se había echado el pelo hacia atrás, precioso, estirado, en un compacto moño, un estilo maldito, desde luego, pero sin carmín en los labios, y le dijo:

«¡Cómo! ¿Aún no te has vestido?»

VII

Volvió a verla unos días después, también en casa de la señora Ermelina. Había telefoneado, como de costumbre, pero pidió que le asignara a Laide. Cuando volvió a encontrársela en aquel salón, se sintió un poco desilusionado. Aquella vez se había recogido el pelo en la nuca y parecía descuidada. Resaltaban en su rostro los rasgos típicamente populares y vulgares: la nariz prominente de punta roma, el movimiento de los labios, que se abrían de vez en cuando como valvas, con expresión astuta, provocativa y segura de sí. Le impresionó también la desenvoltura con la que hablaba Laide de cosas indecentes delante de él, de Ermelina y de otra muchacha feúcha, que estaba de paso. Contaba sobre sus compañeras bailarinas, las calificaba a todas de putas.

«Pero aún habrá alguna virgen», dijo Ermelina.

«Oh, sí, sí», dijo Laide riendo, «pero puede que sean peor que las otras. Hay una, amiga mía, de buena familia, claro está, que es tan guarra, a fuerza de…», y en aquel momento hizo un gestito terrible, «que las caderas se le han puesto así y ha tenido que dejar de bailar, imaginaos qué actividad y, sin embargo, sigue siendo virgen».

«¿Por qué crees que se le han ensanchado las caderas?», dijo Dorigo.

«No hay nada peor que eso», explicó Laide, tajante, con expresión de entendida.

Tampoco el amor en la cama fue como la primera vez. Las caricias y los besos parecían formalidades burocráticas. Entretanto, él procuraba averiguar algo sobre ella, pero Laide no estaba dispuesta a hacer confidencias. Sólo se enteró de que vivía con una hermana casada, doce años mayor que ella: su madre había muerto hacía unos meses y su padre quince años antes. Su hermana estaba siempre enferma y su cuñado tenía un pequeño negocio. Ser bailarina de la Scala le brindaba gran libertad para salir y regresar tarde por la noche.

Pero sobre todo a propósito de la Scala se mostraba evasiva Laide. Con el deseo de que ella lo estimara, de establecer como un vínculo profesional, Antonio le dijo que precisamente aquellos días estaba preparando decorados y trajes para un ballet de Lachenard, L'étoile du soir. ¿Iba a actuar ella también? Sí, claro, pero ese ballet no le gustaba.

«Pero ayer, por ejemplo, ¿estuviste en el ensayo?»

«Ayer, no: ayer tenía un poco de fiebre».

En cuanto al apellido, no hubo forma alguna de saberlo.

«Podemos vernos igual, ¿no?»

«Pero, ¿es que temes algo?»

«Nada, soy así: cuanto menos se sepa, mejor».

«Entonces, no te fías».

«¿Qué quieres decir? Yo no digo mi nombre a nadie».