«Al menos podrás darme el número de teléfono».
«Eso, vamos, es que no lo sabe lo que se dice nadie. Si llamaran a casa preguntando por mí, mi hermana se quedaría patidifusa».
«Entonces, ¿cómo te llama Ermelina?»
«Soy yo la que le telefoneo. Le llamo de vez en cuando».
«¿Para saber si hay alguna novedad?»
«O me telefonea ella después de medianoche al Due».
«¿La sala de fiestas?»
«Sí».
«¡Cómo! ¿Vas todas las noches?»
«Todas las noches, no. Cuando voy, hago un número».
«Un número, ¿de qué?»
«Un slow».
«¿Y cómo vas vestida?»
«Oh, toda tapada: con leotardos».
Había estado un par de veces, Dorigo, en el Due, con amigos. Lo habían llamado así por alusión a la cárcel de San Vittore, denominada popularmente "El do", porque la entrada tiene el número 2. Estaba en el centro, en el sótano de un bar, una de esas salas de baile llamadas existencialistas, decoradas con extravagancias macabras o abstractas de gusto un poco goliardesco. Chicos y chicas, algunos jovencísimos, se exhibían en boggie-woogie y rock-and-roll frenéticos y de género acrobático. Era un lugar en conjunto bastante alegre y simpático, más deportivo, en cierto sentido, que pecaminoso, pero estaba en un sótano y la escalerita angosta para bajar hasta él, las pintadas impertinentes y de doble sentido, la provocación, aun ingenua, de las pinturas murales, cierto surrealismo a la francesa ponían las notas perversas y de mala vida que fascinaba a las señoras burguesas. No había entrâineuses, pero las ninfitas que interpretaban «números» no debían de ser, desde luego, novicias de convento, aunque sólo fuera porque se dejaban toquetear, para las piruetas y los saltos mortales, por todas las partes posibles del cuerpo. Antonio recordó haber presenciado también un slow, como una danza apache modernizada, y la chica era arrojada repetidas veces al suelo, maltratada y arrastrada por la cabellera. Laide debía de hacer algo por el estilo.
«Y, disculpa, ¿cómo te las arreglas con la Scala?»
«A medianoche, aunque haya espectáculo, la Scala ya ha acabado: como muy tarde a las doce y media».
«¿Y tu hermana sabe que bailas en el Due?»
«¡Madre mía! ¡Pobre de mí, si lo supiera!»
«¿Y a qué hora vuelves a casa? ¿A las tres? ¿A las cuatro?»
«Mira, como muy tarde a la una, a la una y media, porque, si no, ¡mi hermana…!»
Había mucho de inverosímil en todas aquellas historias: que Ermelina, por ejemplo, no conociera su número de teléfono, que su hermana no supiese la vida que llevaba e ignorara sus exhibiciones nocturnas en el Due, que la Scala le permitiera bailar en un local no precisamente serio, pero ella hablaba con tal seguridad, tal acento de absoluta sinceridad, que resultaba imposible no creerle, habría habido que pensar en un auténtico monstruo.
Por otra parte, ¿qué le importaba a él? Volvería a solicitarla un par de veces más, como máximo, a Laide. Después, al disminuir la curiosidad, se cansaría. Desde luego, ella no era de esas artesanas expertas que saben renovar el deseo aun después de una frecuencia dilatadísima. Si le había preguntado por ella y por su vida, había sido sólo por la fascinación que en él ejercía el ambiente desconocido, la existencia de esas muchachitas. ¿Cómo vivían? ¿Con qué aspiraciones? ¿Cómo lograban resistir? ¿Quiénes eran sus hombres verdaderos? Participaban en el mundo de las familias honestas y normales y al tiempo en la mala vida, frecuentaban a los hijos de las familias más ricas, entraban en sus suntuosas quintas, subían a bordo de sus Ferrari y sus yates haciéndose la ilusión de pertenecer a su sociedad, pero, en realidad, aquellos señores las utilizaban como mero instrumento de entretenimiento y libidinosidad y, por tanto, las despreciaban totalmente. Entraban como huéspedes dignas de consideración en las garçonnières de los millonarios, pero, si armaban bronca o no se sometían dócilmente a los caprichos más obscenos y humillantes o pedían diez mil liras de más, eran expulsadas a tortazos incluso, por hombres borrachos, con epítetos infamantes, como las -más bajas- que hacían la carrera. Se jactaban de conocer a las modistas de lujo o los grandes hoteles internacionales, contaban que frecuentaban los night-clubs de la alta sociedad, en las tiendas se mostraban difíciles y altaneras, por la calle caminaban con expresión desdeñosa de princesas inalcanzables, pero después por un billete de cinco mil corrían jadeantes a satisfacer, en el hotelillo contiguo a la estación, la lujuria de un agente comercial cincuentón, gordo y sucio, que las trataba como a criadas.
Al salir, encontró en el pasillo a Ermelina. La puerta del salón estaba cerrada y se oía un parloteo interrumpido por carcajadas. Había también una voz de hombre: otro cliente, probablemente. Tal vez le estuviera destinada Laide. Antonio dio las veinte mil liras a la patrona.
«Despídame de Laide».
«No, que viene en seguida».
Ermelina entreabrió la puerta del baño.
«¿Estás lista? Está aquí el señor Tonino, que quiere despedirse de ti».
Laide salió del baño en combinación. Se despidió de él sonriendo:
«Adiós, tesoro».
Aquel "tesoro" le fastidió. Era tan profesional. Se marchó como liberado, pero el encuentro con Laide le había dejado una extraña turbación. Tal vez también por el recuerdo de la chavala que había visto en Corso Garibaldi. Como si algo le hubiera tocado en lo más profundo, como si aquella muchacha fuese diferente de las habituales, como si entre ellos dos debieran suceder muchas otras cosas, como si él hubiese quedado transformado, como si Laide encarnara del modo más perfecto e intenso el mundo peligroso y prohibido, como si hubiera habido una predestinación, como cuando, sin un síntoma particular, se tiene la sensación de estar a punto de enfermar, pero no se sabe de qué ni la causa, como cuando se oye abajo el chirrido de la cancela y, aunque la casa sea inmensa, vivan en ella centenares de familias y en la entrada haya continuas idas y venidas, sabemos de improviso que la persona que ha abierto la cancela viene a buscarnos.
Por eso, temía en cierto modo el tercer encuentro, pese a desearlo intensamente. Las cosas podían complicarse. Podía quedar enredado, aún más enganchado. En cambio, nada. El encanto de la bailarina se había esfumado solo, con la trivialidad de las habituales cópulas de pago. Laide era una de tantas: atractiva, desde luego, natural, físicamente graciosa, pero vacía. Entre ella y él nunca habría nada.
Por lo demás, el día siguiente se marchó con su amigo Soranza a esquiar. Pasó en Sestriere una semana. Estaba Dede, una muchacha de familia excelente, a la que había conocido el año anterior en Cortina. Pasaban el día esquiando juntos. Laide nunca había existido.
VIII
A las seis era el ensayo del ballet La estrella vespertina de Lachenard. Se lo habían dicho en el último momento y Antonio había quedado con la señora Ermelina para encontrarse con Laide a las cuatro.
«¿A quién prefiere?», había preguntado por teléfono la señora Ermelina. «¿Mando venir a Laide?», y en la voz había una vaga sombra de malicia, como si se hubiera dado cuenta de algo.
«¿A quién prefiere?», había preguntado la señora Ermelina.
«Pues no sé», había dicho él.
«¿Mando venir a Laide?»
«Laide, si, o Lietta».
«¡Ah, Lietta! ¿Ésa que es un poco robusta?»
«Sí, sí», dijo él.
«¿Prefiere a Lietta?»
«Me da igual, escoja usted una o la otra».
No era cierto. A Lietta, una pelirroja con un tipazo, la había conocido un par de meses antes y le habían vuelto las ganas de ella. Aquellos hombros de lanzadora de jabalina, aquellos senos poco salientes, pero poderosos, aquellos muslos que sabían apretar. A Laide, eróticamente, ya la conocía bien, no podía prometerle ninguna sensación nueva. Atractiva, desde luego, de un estilo que le gustaba, pero…