– Muy bien -comentó el otro con tono despreocupado-.Ya estás a salvo -tiró de las riendas y frenó.
– Gracias -dijo jadeante, mirándolo.
– ¡Rosemary! -exclamó, desvanecida la sonrisa de su rostro.
– No soy ella -gritó Joanne.
El hombre saltó a tierra y la ayudó a bajar. La sostuvo un momento, estudiando su cara. Parecía que aún no había cumplido los treinta años; era muy atractivo, con un rostro expresivo y alegre.
– No, claro que no eres Rosemary -comentó al fin-. Ella era una amazona intrépida, y jamás habría perdido el control de su caballo.
Por ese entonces Franco los había alcanzado. Saltó de su caballo y aferró el brazo de Joanne.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó con voz ronca.
– Estoy bien, gracias a…
– Me llamo Leo Moretto -indicó el joven-. Ciao, Franco.
– Vi lo que sucedió y te lo agradezco -Franco estrechó su mano-. Me alegro verte de vuelta, Leo. ¿Puedes esperar junto a Joanne mientras voy a buscar a Birba?
– Por supuesto.
– ¿La conocías bien? -preguntó ella cuando Franco se marchó.
– Vivo por aquí. La tierra de mi padre está colindante con la de Franco. Somos viejos amigos. Pero dime quién eres. ¿Veo fantasmas? ¿He bebido demasiado?
– No, desde luego que no -su forma cómica de hablar hizo que sonriera-. Soy Joanne Merton. Rosemary era mi prima. Sé que somos muy parecidas.
– Pero sólo por fuera. ¿En qué pensaba Franco cuando te dejó montar el caballo de Rosemary?
– ¿Era el caballo de ella? -Joanne sintió un escalofrío.
– Claro. Era su montura preferida. La montaba a menudo cuando recorría los viñedos con Franco.
– Comprendo -dijo casi sin voz.
Franco regresaba con Birba, otra vez dócil. Leo se dirigió a él.
– Me preguntaba en qué pensabas al darle a Joanne ese caballo. Sólo es una amazona moderada. Perdona, Joanne.
– No, es verdad -corroboró ella.
– Sí. Debí tener más cuidado -dijo Franco-. He olvidado… muchas cosas.
– Estamos cerca de mi casa -indicó Leo-. Venid a tomar algo; además, así podré ponerme al día de lo sucedido durante mi ausencia.
– No me apetece volver sobre Birba -comentó Joanne.
– Claro que no, montarás conmigo -anunció Leo-. No te preocupes, estarás a salvo.
Saltó con facilidad sobre el lomo del animal y acomodó a Joanne delante de él. Al principio ella se mostró nerviosa, pero el brazo de Leo en torno a su cintura la mantuvo a resguardo.
El hogar de los Moretto era una granja antigua, amplia y cómoda. Leo los condujo a un sitio agradable bajo los árboles, donde había una mesa, un par de sillas y una hamaca. Dejó a Joanne sobre los cojines de la hamaca y ocupó el asiento a su lado, dejando para Franco la otra silla. La casera les llevó una bandeja con vino y pastas y se marchó.
– ¡Claro! -exclamó Joanne de repente-. Ahora me acuerdo de ti. En el palio. Franco y tú chocasteis.
– Él chocó conmigo y me negó la victoria -gruñó Leo-. Hay una diferencia.
– Tú me impediste que te pasara -corrigió Franco con una sonrisa-. Pero eso ya es historia. Ahora somos buenos amigos.
– Por supuesto -Leo sonrió-. Y este año voy a ganar.
– Si no pierdes la cabeza -observó Franco con ironía. Luego se dirigió a Joanne-: Es un demente cuando se sube a un caballo.
– Me alegro de que lo sea -repuso ella-. Jamás vi galopar a alguien como él cuando fue a mi rescate.
– Rescatar a las damas hermosas es mi especialidad -al hablar le besó el dorso de la mano con un gesto que fue tan galante pero, al mismo tiempo, tan histriónico que ella tuvo que sonreír.
Los dos hombres, que resultaba evidente que se conocían muy bien, se dedicaron a hablar de cosechas, caballos y vino. Cuando al fin Franco se levantó para marcharse, la luz menguaba con celeridad.
Leo trajo tres caballos de los establos.
– No debes volver a montar en Birba -le dijo a ella-, así que he puesto tu silla en uno de mis animales.
– No hacía falta -indicó Franco con cierta irritación-.Yo iba a montar a Birba. Joanne estará perfectamente a salvo en mi caballo.
– Lo estará aún más en el mío -repuso Leo.
Partieron, con Franco sobre Birba y ella montada en el tranquilo animal de Leo.
– Lo siento -se disculpó él con incomodidad-. Te di a Birba sin pensarlo. Olvidé que no eras una amazona experta.
– No te preocupes. Después de tanto tiempo, ¿cómo podías recordarlo? Y la llevé bastante bien hasta que se asustó, ¿no? Aunque no tan bien como… -contuvo las palabras y lamentó haberlas pronunciado. Como si hubiera entendido sus pensamientos, Franco asintió.
Mientras regresaban a casa bajo el crepúsculo, se pusieron a hablar de nuevo de Rosemary. Joanne recordó historias que ya creía olvidadas, y, extrañamente, encontró cierto grado de felicidad al contarlas. Franco habló poco; en un momento ella guardó silencio, preguntándose si le prestaba atención.
– No pares, te escucho -instó él.
– Ya casi hemos llegado. Nico nos estará esperando.
– Celia lo habrá acostado. Mira qué hora es.
Celia se hallaba en la cocina cuando entraron.
– Nico ha sido un santo -comentó la casera.
– Subiré a ver si está despierto.
Franco se desvaneció y Celia indicó unos platos con aceitunas, carne, queso y vino en la mesa.
– Es la cena -declaró-. He de ir a encontrarme con mi amante -se marchó con paso digno.
Franco bajó en silencio y con una sonrisa.
– Duerme como un tronco.
– Franco, Celia acaba de decir que iba a encontrarse con su amante. ¿A su edad?
– No tengas prejuicios -comentó sin perder la sonrisa-. En este país sabemos que desde la mayoría de edad no existe límite para el amor. El caballero amigo de Celia es un hombre respetable con una esposa gruñona que no sabe cocinar. Dos veces por semana ella va a prepararle una comida decente y a ser «amistosa».
– Pero ¿dónde está su esposa mientras Celia hace todo eso?
– Se va a ver a su amante, desde luego. Todo es muy romántico.
Rieron juntos.
Capítulo Cinco
– Cenemos en el salón -dijo Franco.
Hacía un poco de fresco al oscurecer, por lo que encendió la chimenea. Joanne llevó los platos y los depositó en la mesita baja. Se sentaron en el enorme sofá.
– Qué bien se está -alabó ella, tomando un poco de queso y aceitunas.
– ¿Mejor que con una calefacción moderna? -bromeó él, recordándole su sorpresa la primera vez que vio el anticuado sistema de la casa.
– No lo cambiaría por nada -afirmó Joanne-. En aquella época yo no sabía nada.
Franco alargó el brazo y sacó un álbum de fotografías de una estantería; lo hojeó hasta dar con una foto grande de la boda. Se la pasó.
– ¿Te reconoces?
– ¿Ésa soy yo? -preguntó, horrorizada al contemplar a la dama de honor-. No recuerdo haber estado tan gorda.
– No eras gorda, sólo tenías unas curvas bonitas.
– Y no tendría que haberme puesto un vestido de satén. Rosemary intentó convencerme para que no lo hiciera, pero las demás iban a llevar satén y no quise ser diferente -«¿qué importaba lo que me pusiera cuando el corazón se me partía?», pensó. Franco sólo tenía ojos para ella, y la pobre Rosemary no podía entender por qué no le importaba el aspecto que tuviera-. Por ese entonces no era tan parecida a ella, ¿verdad?
– Con los años te has ido pareciendo más -coincidió él.
– No me extraña que te mostraras asombrado al verme ayer. No debí aparecer de esa manera, sin avisar.
– Nos sorprendiste a todos -reconoció-. ¿Has visto éstas? Sé que ella te envió algunas.