Joanne aceptó el cambio de tema y se puso a repasar las fotos. Sonrió mientras pasaba las páginas, pero en la última se detuvo.
La fotografía mostraba a Rosemary con una amplia sonrisa, las manos apoyadas en su ancha cintura. Irradiaba salud, aunque la fecha anotada abajo indicaba que la foto se había tomado tres días antes de su muerte.
– ¿Cómo podía tener ese aspecto para luego…?
– Su corazón no era fuerte -explicó Franco-. El nacimiento de Nico lo debilitó. Nunca tendría que haberse quedado embarazada por segunda vez. Que Dios me asista, pero yo no lo sabía. Si no, jamás habría permitido que volviera a quedarse embarazada -añadió en voz tan baja que Joanne apenas lo oyó-. Pero ella sí lo sabía.
– ¿Rosemary sabía que su corazón era débil? ¿Y no te lo dijo?
– Guardó el secreto hasta que sufrió un ataque el día después de que se sacara esa foto. Fue uno leve, pero los médicos nos dijeron que podía seguirlo otro, y que ése sería fatal. En su lecho de muerte me suplicó que la perdonara por engañarme… -la voz se le quebró-. Como si hubiera algo que yo tuviera que perdonar. Anhelé expresarle mi gratitud por los años de perfecta felicidad, pero no pude emitir ninguna palabra.
– Estoy convencida de que no las necesitaba -indicó Joanne-. Cuando las personas se encuentran tan ligadas como vosotros, lo saben, ¿verdad?
– Me gustaría creer que ella lo sabía. Es algo que me ha atormentado desde entonces.
– Franco, Rosemary te amaba con todo su corazón. Y sabía que tenía tu amor. Si hubieras oído cómo hablaba de ti en Inglaterra, si hubieras podido ver lo que yo vi en sus ojos… Pero no me creo que jamás vieras esa expresión. Debiste verla todos los días.
– No lo entiendes -dijo él-. Pensé que sabía todo eso, hasta que descubrí que me había guardado un secreto así… lo sé, por motivos generosos. Pero pensaba que todo su corazón y su mente estaban abiertos a mí.
– ¿Se consigue eso alguna vez, sin importar lo mucho que ambos se amen? Franco, la gente debe guardar un pequeño núcleo de sí misma para sí misma. A veces ni siquiera el amor puede contar con eso.
– Qué concepto extraño -la miró.
– Sé que te amaba más que a nada en el mundo, pero era Rosemary, una persona completa. No sólo una mitad de Rosemary y Franco. Y así es como debe ser. Es lo que la hacía especial, la mujer que tú amabas.
– Tienes razón, desde luego -pareció relajarse.
Resultaba raro estar allí sentada, explicándole a él cómo era Rosemary, pero nada importaba en ese momento salvo aliviarlo un poco. Su tristeza parecía la suya propia, y si podía encontrar un modo para mitigarla, lo haría, sin importar lo que le costara a ella.
Terminaron la botella y Franco trajo otra de la cocina. Tenía los ojos un poco salvajes.
– ¿Repites mucho esto? -preguntó ella con suavidad.
– Quizá demasiado, por las noches, cuando nadie me ve. Puedo soportar los días, pero las noches resultan muy solitarias. Al principio pensé que iba a enloquecer. Un mundo sin ella era imposible, pero ya no estaba, de modo que el mundo se había vuelto loco. O yo. Dicen que el tiempo cura las heridas, pero no lo hizo. El dolor se transformó, eso fue todo. Durante meses pensé que la vería en cualquier esquina, y al no ser así, volvió a morir otra vez para mí.
»Volvía a casa por la noche y prestaba atención para captar su voz en el silencio, su sonrisa, y sabía que nunca más la vería. Me preguntaba por qué no podía ser como los demás hombres que dejan atrás un amor muerto. ¿Por qué no podía dejarla ir? ¿Cuál era mi debilidad que me aferraba a ella?
– No es una debilidad amar con lealtad -protestó Joanne-. Era una persona especial. Merecía un amor especial.
Él guardó silencio. Parecía debatirse con una decisión importante.
– Quiero contarte algo terrible -habló al fin-, algo que no reconocería ante ningún otro ser vivo. Llegué a culparla por ser mejor que otras mujeres, por darme semejante felicidad para luego dejarme lamentándolo el resto de mi vida -bajó la voz-. Casi la odié por abandonarme. ¿Te lo puedes imaginar?
– Sí, he oído hablar de estos casos. Es natural…
– ¿Natural? ¿Odiar a una mujer porque la amabas?
– Cuanto mayor es el amor, mayor la pérdida. Sientes como si te hubiera abandonado, ¿no?
– Sí. Mientras yacía moribunda le supliqué que no me dejara. Sabía que no era su culpa, pero… -cerró las manos con fuerza-. La culpo, y me culpo a mí mismo por culparla. En mi mente todo está enmarañado, y ya no soy capaz de ver con claridad mi camino. Acababa de descifrar el modo de sobrevivir. Y entonces apareciste tú…
– No pretendía hacerlo más difícil -musitó.
– No sé si lo haces más difícil o fácil. No entiendo nada de lo que sucede -estudió su cara-. ¿De dónde has venido? -inquirió con suavidad.
– Ya te dije…
– No me refería a eso. Quería… -respiró hondo-. ¿Puedes imaginar lo que fue darme la vuelta y encontrarte con su cara? Como un fantasma. Ni siquiera ahora sé si eres real.
– Soy real -al fin lo entendía-. Mira, siénteme -alargó la mano hacia él, pero Franco retrocedió y meneó la cabeza, sin quitarle los ojos ardientes de encima. En un impulso ella aferró la suya y la sostuvo con firmeza-. Siénteme -repitió-. Mira mi mano. La suya jamás fue como ésta. Tenía dedos largos y delicados, como una artista, solía decir la gente. Pero los artistas tienen manos poderosas. Mira lo grande y fuerte que es la mía. Ésta soy yo, Franco, Joanne. Mírame. Destierra a los fantasmas.
El bajó la vista a la mano que sostenía con fuerza la suya. Joanne pudo sentir el calor que emanaba de su cuerpo. La afectaba del mismo modo que lo hizo años atrás, y en ese momento lo deseó con el mismo anhelo que en el pasado.
– Joanne -susurró-. Sí, Joanne.
Lo dijo como un hombre que despertara de un sueño brillante. En ese momento habría realizado cualquier sacrificio para darle felicidad. Con ello en mente, lo soltó y lo abrazó como habría hecho con Nico. Y como si fuera su hijo, él se agarró a ella para recibir consuelo.
– Lleva muerta más de un año -dijo él con voz ronca-, y cada mañana despierto preguntándome cómo podré soportar el día. Sólo Nico me mantiene cuerdo -Joanne le acarició el pelo-. Le supliqué que volviera a mí, y cuando te vi, pensé… -tuvo un escalofrío-. Me da vergüenza decirte lo que pensé.
– Pensaste que era ella. Y sólo era yo. Lo siento, Franco.
– No lo sientas. Tú me diste ese momento, y era más de lo que había esperado -se mesó el pelo-. ¿Qué me pasa? ¿Por qué no puedo olvidarla?
– ¿De verdad quieres hacerlo?
– Nunca -sacudió la cabeza-. Si el recuerdo de ella me atormenta hasta el fin de mis días, al menos estará presente. Si la olvido, ¿qué haré? -horrorizada, ella estudió su rostro mientras intentaba hallar palabras para mitigar su agonía. Pero no las encontró. De pronto él estalló-. ¿Por qué no lo dices? Piensas que estoy loco.
– No, yo…
– Los demás sí lo piensan. Creen que mi alma está enferma, como si un hombre hubiera de estar loco por dolerse por el amor de su vida. Pero no saben… no entienden… -volvió a temblar y se controló con un esfuerzo-. Lo siento. No es justo que te cargue con mis problemas.
– ¿Por qué no? Estoy aquí, y sólo quiero ayudarte.
Atontado, él meneó la cabeza. Olvidando todo menos la necesidad de Franco, ella lo abrazó con fuerza. Él la rodeó con los brazos, buscando alivio a ciegas.
No era el modo en que ella había soñado que la abrazaría, pero fue muy tierno. Le acarició el pelo y murmuró palabras incoherentes en las que se mezclaron el amor y el consuelo. Los años se desvanecieron.
– Abrázame -murmuró-. Franco… Franco…
Franco alzó la mano con gesto dubitativo, y con gentileza le acarició el rostro hasta bajar a su boca amplia y plena. Joanne tembló ante el contacto que tanto había anhelado y que nunca pensó que llegaría a conocer. Lo miró y vio algo que hizo que contuviera el aliento. El corazón le latía con fuerza. Toda la agridulce emoción volvió a brotar en su interior y le pareció estar otra vez bajo las flores, añorando su beso.