– No tienes que explicarme a mí cómo es María. Tengo varias tías como ella.
– No quería que pensaras que le había dado la impresión de que nosotros…
– Probablemente fui yo. Me sentí molesto al no encontrarte, y me temo que lo exterioricé, en especial al ver que llegabas tan tarde.
– No era tan tarde.
– Llegaste casi a las dos de la mañana.
– Santo cielo, ni me había dado cuenta.
– No, entiendo que Leo puede ser una compañía encantadora. No deberemos encontrar mucho tráfico a estas horas. Llegaremos pronto y podrás dormir algo.
Ella no reaccionó a su brusco cambio de tema. Percibió que bajo su capa de cortesía estaba furioso. Pero no tenía derecho a ello.
El mundo parecía dar vueltas a su alrededor. Poco tiempo atrás había pensado que no volvería a verlo. Y ahí estaba, sentada junto a él.
Empezó a irritarse otra vez. Se había esforzado tanto por quitárselo de la cabeza. Pero todos sus afanes habían sido en vano. Lo amaba tanto como siempre. Y él la ignoraba.
– Lamento que tuvieras que esperar tanto -indicó con frialdad-. Si me hubieras llamado primero…
– No pude. Nico pidió tu presencia esta noche, cuando iba a meterse en la cama. No sabía dónde estabas. No dejaste ninguna dirección. Sólo mencionaste el nombre de tu cliente, y que había ganado su fortuna con la ingeniería. Tuve que realizar un rápido trabajo detectivesco.
– ¿Y mañana no habría servido?
– Así es.
– Franco, ¿estás seguro de que es una buena idea? Sabes por qué me quiere Nico, para fantasear con que su madre ha vuelto. ¿Es inteligente consentírselo? Más adelante podría sufrir…
– Te equivocas -interrumpió-. A quien quiere es a la «tía Joanne». Puedes hablar con él de Rosemary. Le entusiasma tu relación con su madre, pero sabe quién eres. Nico se siente menos confuso sobre ti que… todos los demás -dejó de hablar de golpe, como si temiera lo que pudiera revelar con sus palabras.
Al acercarse a Isola Magia redujo la velocidad. Una vez atravesada la cancela, paró el motor.
– Me temo que tendremos que caminar desde aquí -indicó-. Si me acerco más, Nico nos oirá. Le dije que cuando despertara por la mañana te encontraría allí, como por arte de magia. Si sabe a la hora que llegas, se le estropeará la diversión.
– Pero ¿no sabe por qué saliste?
– Me fui cuando se quedó dormido. Con algo de suerte puede que nunca sepa que me marché. Le prometí que aparecerías por «arte de magia», y eso es lo que quiero que suceda. Quiero complacerlo.
A la luz de la luna Joanne pudo ver la casa, una masa oscura a unos cientos de metros entre los árboles. Apenas podía discernir el sendero bajo sus pies.
– Ten cuidado, el terreno es irregular -advirtió él.
Avanzó con cautela; de pronto la luna se ocultó detrás de una nube y quedó sumida en la oscuridad. Tropezó con un surco y estuvo a punto de caerse. Pero en la negrura sintió unas manos fuertes que la sostenían. Se agarró a él y se apoyó con firmeza en su pecho.
– Tranquila -musitó Franco-. ¿Te encuentras bien?
– Sí… sí, estoy bien.
El silencio reinó entre ellos. No la soltó, y de repente ella supo que no podría soltarla. El temblaba, y bajo la tenue tela de su camisa Joanne sintió los rápidos latidos de su corazón.
Alzó la cara. No logró vislumbrar su rostro, pero vio el extraño brillo en sus ojos y sintió su respiración entrecortada. Quería besarla, lo anhelaba con desesperación. Lo supo porque era lo que ella deseaba. Apretó las manos sobre sus brazos y la acercó. Un momento más y bajaría la cabeza.
– La luna ha vuelto a aparecer -dijo él a duras penas-. Ahora caminarás mejor.
Todo cambió. Fue como si hubiera corrido un telón y Joanne pudiera ver la verdad detrás de su calma exterior. La deseaba, pero estaba decidido a no hacerlo. Se había jurado que mantendría una distancia entre los dos, y cumpliría ese juramento, sin importar cuánto lo atormentara. Sólo la veía como la reencarnación de su esposa muerta, y ambos sufrirían si se permitían caer en ese engaño.
Lo entendió mientras seguía contra su pecho, y su enfado con él aumentó por el modo en que era capaz de provocar sus sentimientos sin devolvérselos.
– Puedo caminar, gracias -repuso con frialdad.
Por suerte pudo aproximarse a la casa sin recibir ayuda; al acercarse vio una luz en la ventana de Nico.
– Rápido, métete entre los árboles -susurró Franco-. No debe vernos -se metieron entre las sombras, observando la luz que aún seguía encendida-. Debe haberse despertado. Espero que no haya descubierto mi ausencia. Celia prometió no irse a la cama antes de que yo volviera -se quedaron quietos, casi sin respirar-. Intenta no odiarme, Joanne -continuó él con tono sombrío-. Tienes derecho a ello, después de cómo me he comportado. Pero no dejes que eso hiera a Nico, te lo suplico.
El odio y la ira eran caras distintas del amor. Estar con él se lo había enseñado, pero no podía contárselo.
– Jamás haría algo que lastimara al pequeño -dijo-. Por eso he venido.
– Es todo lo que te pido. La luz se ha apagado. Entremos sin demora.
Subieron en silencio por las escaleras a oscuras. Una tabla crujió y se quedaron petrificados. Luego oyeron pisadas en la habitación de Nico. En el acto Franco avanzó y abrió la puerta. Joanne oyó el grito jubiloso de «Papá».
– Deberías estar en la cama -le llegó la voz de Franco.
– Iba a ir a verte. ¿Aún no ha llegado la tía Joanne?
– Estará aquí cuando despiertes por la mañana. ¡Tienes mi palabra!
– ¿Por qué no ahora, ahora?
– ¿Es tan importante que venga? -habló con voz extrañamente contenida.
– Pero a ti también te gusta, ¿no, papá?
– Ve a dormir, hijo -pidió tras un momento-. Espera hasta la mañana.
– ¿Será pronto mi cumpleaños?
– Nunca llegará si no te vas a dormir -indicó él con firmeza.
– Ya estoy dormido -insistió Nico.
Para su sorpresa, Franco rió en voz baja, y el sonido le agitó los sentidos. Manteniéndose en el otro extremo del pasillo, pasó por delante de la puerta hasta que pudo ver el interior de la habitación. Franco había alzado a Nico en brazos y lo ponía en la cama.
– Y ahora cierra los ojos -su voz sonó gentil, llena de amor. Nico se acomodó y Franco lo arropó.
– ¿No estás enfadado porque me desperté? -preguntó el pequeño con tono somnoliento.
– No, hijo. No estoy enfadado contigo -se agachó y le dio un beso.
Joanne se apartó despacio, atenta a no hacer ningún ruido. Cuando llegó al cuarto que había sido suyo la última vez, se deslizó a su interior. Justo antes de cerrar la puerta, vio que Franco salía al pasillo y quedaba iluminado por un rayo de luna. Bajó la cabeza y se tapó los ojos con una mano. Parecía un hombre al borde de sus fuerzas.
Si tan sólo pudiera acercarse a él en ese momento, abrazarlo, decirle que lo amaba y que anhelaba consolarlo. Pero sabía que Franco no podría soportar eso.
Alzó la cabeza y por un momento ella pensó que captaba el destello de unas lágrimas en su rostro. Retrocedió en silencio y cerró la puerta. Unos momentos más tarde oyó una suave llamada y la voz de Franco.
– ¿Puedo pasar?
– No. Me he metido en la cama.
– ¿No quieres nada? ¿Algún refrigerio?
– Nada -intentó mantener la voz firme-. Por favor, vete, Franco. Por favor.
Capítulo Siete
Estaba levantada y vestida antes de que Franco fuera a buscarla.
– Gracias -dijo él-. Me impresionas después de lo tarde que te acostaste.
– Sé cómo son los niños en su cumpleaños -sonrió.
Franco vestía unos vaqueros y un chaleco verde oliva. Los brazos bronceados brillaban como si ya hubiera iniciado su jornada laboral. Ante una mirada casual daría la impresión de que nada en el mundo le preocupaba. Sólo una leve tensión en las comisuras de los labios insinuaba la verdad.