Llegaron justo a tiempo. En el pasillo oyeron la puerta de Nico abrirse seguida de su voz.
– ¿Papá?
– ¡Aquí! -indicó Franco con alegría.
En cuanto el pequeño vio a Joanne se le iluminó el rostro. Aún con el pijama, corrió a su encuentro a toda velocidad y casi la deja sin aire cuando chocaron.
– Zia, zia! -aulló-. ¡Has venido!
– Claro que sí -confirmó, riendo-. ¡Ay! No me estrangules -Nico había saltado a sus brazos y le abrazaba el cuello. Ella le devolvió el beso y frotó la mejilla contra su pelo lustroso-. Feliz cumpleaños, pequeño.
– ¿No estabas aquí cuando me fui a dormir? -preguntó.
– Llegué por la noche, cuando dormías -declaró con tono dramático.
– ¿Qué te hizo venir? -la sorprendió.
Joanne pensó a toda velocidad, apoyándose sobre una rodilla para estar a la misma altura de sus ojos.
– Sabía que querías verme -dijo-. Eso era lo único que necesitaba saber.
– Pero ¿cómo…?
– Shh -apoyó un dedo en sus labios-. Es magia, y no debemos hablar de ello.
– Éste va a ser el mejor cumpleaños de todos -afirmó con expresión radiante.
– ¿Y a mí no me das un beso? -pidió Franco, riendo.
– Tengo siete años, tengo siete años -Nico abrazó a su padre.
– Ya casi eres un hombre -bromeó él.
– ¿Seré un hombre el año próximo, papá?
– Muy pronto -prometió Franco.
– Zia, ven a ver a mis cachorros -suplicó, tomándola de la mano para tirar de ella hacia las escaleras.
– ¿Y si te vistes primero? -indicó su padre.
– Primero debo ver a mis cachorros, papá.
– ¿Hace cuánto que los tienes? -preguntó Joanne, siguiéndolo sin aliento.
– Celia me los dio ayer.
Los cachorritos de perro eran más grandes de lo que Joanne había esperado, ya que tenían unos cuatro meses. Eran dos hembras. Una estaba cubierta por un largo pelaje. Nico la había bautizado Zazzera, mata de pelo. Aunque se había quedado con Zaza. La otra tenía el pelo corto y suave con un temperamento excitable, de modo que Nico le puso Peperone. Pepe.
– El hermano de Celia tiene una pequeña granja cerca de aquí -explicó Franco al alcanzarlos-. Como algo adicional crían perros para vender en los mercados. Pero los machos se venden mejor que las hembras. Estas dos han ido al mercado siete veces ya, y nadie iba a darles una octava oportunidad.
– Iban a matarlas -anunció Nico-. Así que se lo pedí a papá y dijo que podía quedarme con una. Pero no podía elegir una y dejar que la otra se muriera, ¿verdad, zia?
– No, no podías hacerlo -acordó ella, mirándolo con ternura. Sin advertencia previa, sus ojos se llenaron de lágrimas. Se incorporó con premura y salió a la terraza. Nico abrazaba otra vez a los cachorros y no se dio cuenta, pero pasados unos momentos Franco la siguió.
– ¿Qué sucede? -preguntó con inquietud.
– Nada, es que… de pronto recordé a Rosemary. Era tan feliz, y dijo que le encantaba que Nico pudiera tener una hermanito o una hermanita antes de cumplir los siete años. Hoy estaría orgullosa de él -se secó los ojos-. Lo siento.
– No lamentes quererla. Yo sólo espero que pueda educar a su hijo para que esté a la altura de su madre.
– Haces un trabajo maravilloso. Es un niño espléndido.
– Sí, lo es, ¿verdad? -los ojos de Franco brillaron con amor y orgullo.
Joanne apartó la vista y comprendió que iba a ser un día más duro de lo que había imaginado.
Pero a pesar de sus temores, el desayuno bajo los árboles fue alegre, con Pepe, Zaza y Ruffo echados bajo la mesa a la espera de los bocados que les daban. Celia lo sirvió con prisas, pues ya había iniciado los preparativos para la fiesta de aquella noche. Incluso Franco, que se atrevió a asomarse a la cocina, había sido expulsado por una casera indignada.
Nico desayunó en un estado de contenido entusiasmo, mirando a su padre cada dos por tres.
– ¿He olvidado algo? -preguntó al rato Franco con expresión inocente.
– ¡Papá! -protestó el pequeño.
– Oh, tu regalo. Bueno, veamos, es un poco tarde para pensar en algo… -los ojos le brillaban con picardía.
– ¡Papá!
– Veamos qué se oculta detrás del granero -Franco rió y alzó la voz-. De acuerdo, podéis traerlo.
Un joven sonriente apareció conduciendo a un pony pequeño y gordo. El grito deleitado de Nico hizo que todos se taparan los oídos. Abandonó el resto del desayuno y corrió a rodear el cuello del animal sumido en un éxtasis de amor.
– Es tan parecido a su madre -musitó Franco-. Ella también era ansiosa.
– A ti te recuerdo de la misma forma -dijo Joanne-. La primera vez que te vi, parecías considerar que la vida era sólo para tu disfrute.
– Entonces era un muchacho atolondrado, que absorbía todo porque pensaba que sus placeres importaban. Ella me abrió los ojos.
Los gritos de Nico lo devolvieron al presente. Con una sonrisa en los labios lo ayudó a montar y condujo el pony por el patio. Nico sostenía las riendas con la confianza de un niño que ya había aprendido a montar. Pepe y Zaza le pisaban los talones, pero no les hizo caso.
– Papá ha dicho que hoy podíamos salir todos a dar una vuelta a caballo -dijo Nico, regresando hacia ella.
– Prometo que te daré un caballo más tranquilo -indicó Franco al instante.
– Eso espero.
– ¿Podemos ir ahora? -suplicó Nico.
– En cuanto nos hayamos cambiado -prometió Franco.
– Voy a cambiarme -gritó el pequeño, yendo a la carrera a la casa.
– No te importa, ¿verdad? -inquirió él.
– Estoy aquí para hacer lo que complazca a Nico.
Al bajar unos momentos más tarde, con la ropa de amazona de Rosemary, se alegró al ver que ese día sí disponía de un caballo más sosegado. Nico ya había montado y se mostraba ansioso por partir. Agitó las riendas e instó al animal a avanzar, pero el pony marchó a un ritmo relajado.
– Papá, no quiere ir más deprisa cuando se lo digo -se quejó Nico, indignado.
– ¡Menos mal! -exclamó Franco con ironía. En voz baja le dijo a Joanne-: El hombre que lo adiestró me lo había prometido.
Ambos compartieron una sonrisa. Franco parecía relajarse más y estar satisfecho cada vez que sus ojos se posaban en su hijo.
Bajaron al valle y comenzaron a ascender por el otro lado, pasando por pequeños poblados. En uno encontraron una posada y se sentaron al aire libre a una mesa junto a una valla de madera para contemplar el espectáculo del paisaje; desde allí podían divisar Isola Magia bajo el sol.
El posadero le llevó a Nico un batido de chocolate. Ellos bebieron prosecco con unas pastas dulces.
– ¿Qué pasa, Nico? -el pequeño tiraba de su manga. El niño susurró algo que hizo que Franco frunciera el ceño y meneara la cabeza-. No, piccino. Este año no.
– Pero el año pasado tampoco fuimos -suplicó Nico-.Y zia también puede venir…
– No -repuso con brusquedad. Suavizó el efecto apretando con afecto el hombro de su hijo, pero Nico aún parecía inquieto.
– ¿De qué se trata? -preguntó Joanne.
– Nico quiere ir al lago Garda -explicó Franco-. Allí tengo una pequeña villa y siempre hemos ido en verano, salvo el año pasado. Todavía no ha llegado el momento, Nico.
– Lo siento, papá -repuso el niño, con una suavidad que hizo que pareciera mucho mayor de siete años. Apretó la mano de Franco entre las suyas pequeñas-. Todo irá bien, papá. De verdad -por un momento fue él quien ofreció consuelo.
Al rato Joanne notó un contacto en su hombro.
– Lamento haberte impuesto esto -dijo Franco-. Por favor, no pienses que lo he planeado. Ya he arreglado todo tu día, pero no podía pedirte una semana entera.