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– No me importa si ello hace feliz a Nico.

– Si pudiera convencerlo de que elija otro lugar…

– Pero quiere ir allí -interrumpió ella-. Allí fue feliz, con vosotros dos. Tienes razón. No es una buena idea. Deberías llevarlo en algún momento del futuro, pero sin mí.

Él guardó silencio tanto rato que Joanne se volvió para mirarlo, y algo que vio en sus ojos hizo que el corazón le latiera deprisa.

– ¿Sin ti? -repitió despacio.

– ¿Qué crees que soy? -demandó ella-. ¿Una muñeca con la cara de Rosemary? Soy Joanne. Quieres que sea una copia de mi prima, como los cuadros que pinto. En la superficie todo parece igual, pero es falso. Al menos Leo…

– ¿Debemos hablar de él? -preguntó Franco.

– Leo me ve como soy yo. Me gusta por eso.

– Creo que ya deberíamos regresar -indicó Franco con los labios apretados.

El retorno fue lento, con Nico entre los dos. No paró de hablar, aliviándolos de la tarea de aparentar que entre ellos reinaba la normalidad. Ambos se sintieron gratificados cuando la casa apareció a la vista.

Todo estaba listo para la fiesta, y los invitados con sus padres no tardaron en hacer acto de presencia. Joanne se vio inmersa en la celebración. Ayudó a servir los refrescos, tomó parte en los juegos y conoció a muchos de los vecinos; se esforzó por no ver las extrañas miradas que les lanzaban a Franco y a ella.

Pero, y a pesar de que aparentaba lo contrario, fue consciente de él en todo momento. También Franco participó en los juegos y se unió a cantar con los demás. Joanne adivinó lo que debería estar costándole fingir alegría cuando debía recordar otras fiestas con su esposa. Sin embargo, no permitió que su tristeza se reflejara en su exterior.

A medida que la luz se desvanecía se fueron encendiendo bombillas de colores en los árboles.

Cuando alguien pidió que Nico cantara, el pequeño se negó avergonzado.

– Debe cantar -le confió Celia a Joanne-. Tiene una voz hermosa.

Las peticiones continuaron y Nico siguió sacudiendo la cabeza, hasta que escondió la cara en el cuerpo de su padre.

– Es tu cumpleaños, hijo -le dijo Franco con amabilidad-. Tus invitados te han traído regalos. Ahora debes hacer algo para complacerlos.

– No sé cantar solo, papá -rogó Nico. Para sorpresa de Joanne, añadió con rapidez-: Sólo cantaré si tú me ayudas.

– De acuerdo. Cantaremos juntos. ¿Qué canción?

– Las dos escobas -dijo Nico.

Franco se sentó en un banco mientras el pequeño permanecía de pie entre sus rodillas. El acordeonista se puso a tocar y Franco comenzó con su agradable voz de barítono. Después de una estrofa breve, Nico se unió a él. La canción trataba sobre dos escobas que tenían una discusión.

– La señora la escribió para ellos -susurró Celia.

– Sí, lo supuse -sonrió Joanne-. Es su estilo.

La canción terminó con un grito, y los dos cantantes se abrazaron con fuerza y afecto.

«Dos contra el mundo», pensó Joanne con añoranza. «Realmente no me necesitan».

A continuación se improvisó un baile. Franco bailó con algunas mujeres antes de acercarse a ella.

– ¿Quieres bailar conmigo? -preguntó.

– Creo que debería ayudar a Celia a recoger -repuso.

En respuesta él alargó la mano. Tenía la vista clavada en su rostro, exigiendo que cediera. Joanne se vio dominada por la tentación. Sería tan agradable bailar con él, sentirlo cerca. ¿No podía permitírselo?

Pero había algunos placeres que no eran para ella. Se marcharía al día siguiente y olvidaría ese encantado interludio. Se apartó de él con una sonrisa firme en la cara.

– Será mejor que no -dijo.

– ¿Estás enfadada conmigo, Joanne?

– No. Pero éste no es mi sitio.

– ¿Cómo puedes decir eso? ¿Quién más que tú pertenece a este lugar?

– No lo creo. Cuanto antes me marche, mejor.

– ¿Crees que te dejaré desaparecer? -apoyó la mano en su brazo y el contacto pareció quemarla.

No fue capaz de contestar. Había intentado resistirse, pero Franco no lo permitía. Le tomó la mano y la llevó a las sombras.

– Durante un rato no nos echarán de menos -musitó.

La condujo entre los árboles hasta llegar al claro del otro lado. El valle se extendía ante ellos casi en total oscuridad, ya que la luna se hallaba oculta detrás de las nubes. Pero en ese momento éstas se separaron y la escena se vio inundada de luz. La contemplaron un rato, pasmados ante su espectral belleza.

– La luz aparece así -comentó Franco al fin-. De repente, cuando menos la esperas, desterrando la oscuridad. Y entonces comprendes que por eso aguantabas cuando toda esperanza parecía ausente. Porque un día iba a llegar este momento -ella no pudo hablar; sus palabras parecían prometer tanto… si se atreviera a creer en ellas-. Baila conmigo -pidió él otra vez.

Ya no pudo resistir lo que anhelaba su corazón. Aceptó entrar en sus brazos y sintió que él la acercaba. La fiesta se encontraba tan lejos que incluso las luces quedaban escondidas por los árboles, aunque aún podían oír la dulce tonada del acordeón.

La condujo con suavidad, moviéndose al son de la música. Ella sintió el calor de su cuerpo, el ritmo de sus extremidades. Bailaron como una sola persona, perdidos en el mismo sueño, o eso creyó Joanne. Era como si estuvieran solos en un planeta lejano, el primer hombre y la primera mujer, existiendo antes del inicio del tiempo, bailando a la música de las esferas. Deseó que durara para siempre.

Pero sabía que algo tan dulce jamás duraba. Debía atesorar ese instante precioso, porque quizá fuera lo único que tuviera.

– Joanne -habló en voz baja-, mírame.

Ella alzó la vista y encontró su boca muy cerca. Sus ojos la inmovilizaron un momento, antes de apretar más los brazos y tocarle los labios con los suyos.

Ella se sintió florecer a la vida bajo ese beso tan ansiado. Era el hombre al que amaba, sin importar lo mucho que se esforzara para lo contrario. Él era su destino, y Joanne se hallaba en sus brazos, sintiendo sus labios.

Fue un beso como el que podría haber dado un joven, inseguro de ser bien recibido, temeroso de ofender. Pero a medida que adquiría seguridad los labios se tornaron ardientes, decididos. Ella se pegó a Franco, buscando con pasión caricias más profundas, y él respondió abriéndole los labios.

En ese momento estuvo lista para entregarse toda, en corazón, cuerpo y alma. Lo daría todo por una noche de felicidad sin pensar jamás en el precio. Pero en ese instante un demonio habló en su cabeza. Tenía la voz de Franco y le dijo: «Debes oír, para que aprendas que jamás debes confiar en mí».

Su advertencia había proyectado una sombra sobre cada beso, cada palabra amable. Arruinó ese momento que podría haber sido tan hermoso. El hechizo se rompió y, a pesar de sus deseos, no hubo forma de recuperarlo.

Pudo sentir cómo crecía la pasión de Franco. El ardor de sus besos le dificultó pensar, pero sabía que no debía sucumbir. Acopió todas sus fuerzas y se apartó.

– Joanne…

– Por favor -suplicó ella-. Déjame. Hemos de frenar esto.

– ¿Por qué? -demandó con urgencia.

– Debemos volver. Se darán cuenta de que nos hemos ido.

– ¿Es el único motivo? -dejó caer los brazos, pero ella aún podía sentir su temblor.

– Des… desde luego -tartamudeó.

– ¿Estás segura de que no tiene nada que ver con Leo Moretto? -inquirió él con voz súbitamente áspera.

Durante un momento ella no supo de quién hablaba. Se hallaba tan inmersa en el encantamiento con él que ningún otro hombre existía.

– ¿A qué te refieres?

Con un esfuerzo Franco se apartó de ella. Vio que se mesaba el pelo con ambas manos. Todo su cuerpo irradiaba tensión. Al fin dio la impresión de que le parecía seguro hablar.