– Anoche os vi juntos, vi la pasión con la que lo besaste. Oí cuando él te dijo: «Carissima, te adoro». Adora, pero no sabe cómo amar. Amar a una mujer es cuando ella se mete tan dentro de tu piel que no ruedes olvidarla, sin importar lo mucho que lo intentes. Significa observar su rostro para saber qué la complace, qué le duele. Significa estar despierto, pensando en ella en brazos de otro hombre, queriendo…-calló y respiró hondo.
– Franco, ¿qué es? -preguntó, sin atreverse a creer que hablaba de ella.
– ¡Nada! Sólo quería… tú diste a entender que yo te había empujado a sus brazos -dijo, incómodo-. Y no quería eso en mi conciencia.
Joanne deseó preguntar: «¿Sólo es eso?» Pero era demasiado esperar que estuviera celoso. Las cosas iban muy deprisa, y la dejaban en un torbellino.
Franco alzó la vista para mirarla y ella observó en sus ojos algo próximo al deseo de su corazón. Pero una vez más podía estar engañándose a sí misma. Sus próximas palabras se lo aclararían.
– ¡Papá! ¡Papá!
El sonido de la voz de Nico pareció plantarse entre los dos. Fuera lo que fuere que pensara decir Franco, ya no lo haría. Percibió el aturdimiento en su cara al volver al mundo real, y supuso que reflejaba el suyo propio. Se obligó a girar hacia la dirección por la que Nico corría entre los árboles.
– Papá, la gente se prepara para irse -gritó-. Todo el mundo quiere saber dónde estás -los miró con expresión inocente.
– Tu padre me enseñaba la panorámica del valle -Joanne fue la primera en recuperarse-. Es hermosa.
Franco habló antes de que Nico pudiera formular una pregunta.
– Pero debemos regresar ya -comunicó deprisa-. Jamás debí descuidar a nuestros invitados.
– Zia? -Nico alargó una mano hacia ella.
– Me quedaré aquí un rato más -regresar con Franco sería demasiado obvio.
Les dio ventaja, luego los siguió. Logró entrar en la cocina sin que la vieran. Celia estaba lavando los platos; Joanne recogió un trapo y se puso a secar. Para su alivio la casera no le hizo preguntas.
Desde el exterior le llegó la voz de Franco al despedirse, el sonido de las puertas de los coches al cerrarse. Al rato reinó la tranquilidad. Nico entró corriendo, seguido de Franco, y le plantó a Celia un beso sonoro.
– Gracias por mi fiesta -dijo. También besó a Joanne-. ¿Subes conmigo?
– Creo que esta noche sólo será tu papá.
– Vamos, Nico -llamó Franco-. ¡Uff! No me estrangules. ¡Y ahora a dormir!
– Vaya con ellos -instó Celia.
– No -insistió Joanne-. Me quedaré aquí a ayudarte.
Celia guardó silencio. No tenía sentido insistir ante la expresión que había puesto. Al acabar, la casera miró en derredor.
– ¿Dónde están esos cachorros?
– Salieron al jardín hace unos minutos. Vete a la cama. Yo los buscaré -Celia se marchó y ella salió al exterior. Las bombillas de colores seguían encendidas, proyectando un destello mágico sobre la casa y el jardín-. Pepe -llamó en voz baja-. Zaza -oyó un leve crujido entre los matorrales y fue a investigar-. Zaza, ahí estás. Vamos, es hora de irse a dormir -alzó en brazos la bola peluda y continuó la búsqueda-. Pepe, ¿dónde estás?
– La tengo aquí -llegó la voz de Franco.
Joanne se dirigió al sitio donde se encontraba con Pepe bajo el brazo. Le quitó a Zaza, depositó ambos cachorros en el suelo y los encarriló a la casa.
– No huyas -pidió él-. Tengo cosas que decir. Prometo no tocarte -se metió las manos en los bolsillos y se dirigió hacia los árboles. Joanne lo siguió a unos pasos de distancia, sin llegar a su lado, cuando se detuvo y se apoyó en un tronco. Parecía tener problemas para encontrar palabras-. Estás molesta conmigo -comenzó al fin-. Y no puedo culparte. No tenía derecho a besarte. No sé qué me sucedió. Me disculpo.
– No necesitas hacerlo -repuso ella, intentando ocultar su decepción.
– Te equivocas. Mi única excusa, después de tanto tiempo, es que aún estoy un poco loco -Joanne se aproximó un poco, conmovida por la desolación que captó en su voz-. Camino y hablo como un hombre normal -continuó Franco-, pero dentro… -se tocó el pecho-… todavía reina la confusión, palabras que no puedo pronunciar, pensamientos que temo.
– No hace falta que me hables de esos pensamientos -musitó; alargó la mano y él se la estrechó con fuerza-. Ya me advertiste sobre ellos. Puedo arreglármelas.
– Eres muy generosa con mi egoísmo -comentó con un deje de amargura.
– Franco, yo… -calló, sorprendida por la idea que se le había ocurrido, y por la fuerza del impulso de plasmarla en palabras. No parecían ser suyas. No sabía de dónde salían, pero la necesidad de expresarlas fue abrumadora-. Creo que debe haber un sitio para ti donde la tristeza termine y la vida merezca la pena vivirse otra vez -empezó con titubeos-.Y quizá yo pueda ser el puente hacia ese sitio. Te perturba mirarme porque la mitad de mí es Rosemary y la otra mitad no lo es. Si la mitad que es ella puede serte de ayuda, entonces… entonces aprovéchala. Y cuando llegues al otro lado del puente, estarás a salvo.
– ¿Y tú? -preguntó, mirándola con curiosidad-. ¿Qué será de ti cuando te haya usado de esa manera?
– Bueno, para eso están los puentes. Los dejas atrás. No te sugiero algo que no pueda superar.
– ¿Y qué parte desempeña Leo Moretto en todo esto?
Iba a decir que ninguna, cuando se le ocurrió que si Franco pensaba que tenía otro hombre a quien recurrir al final, le resultaría más fácil aceptar su ofrecimiento.
– Leo es asunto mío -afirmó-. Sabe qué lugar ocupa conmigo, y yo el que tengo con él.
– ¿Y cuál es exactamente?
– No importa.
– ¿Quieres decir que me ocupe de mis propios asuntos? En ese caso, podría preguntarte por qué me devolviste el beso, aunque conozco la respuesta. Siempre fuiste una persona muy amable -antes de que ella pudiera hablar, oyeron el ruido de un coche al acercarse-. ¿Quién será a esta hora? -musitó Franco-. ¡Maldita sea! ¡Hablando del diablo!
Leo frenó de golpe y bajó del vehículo.
– Ciao, Franco -agitó una mano con alegría-. Ciao, Joanne.
– Qué sorpresa -comentó Franco con voz tensa-. ¿Te esperaba?
– Deberías haber sabido que no iba a perderme el cumpleaños de Nico. He venido para traerle su regalo -sostenía un paquete envuelto en papel marrón.
– Eres muy amable -agradeció Franco-. Me temo que mi hijo se ha ido a la cama.
– No, todavía no -sonó la voz de Nico desde arriba-. Hola, tío Leo.
– Muy bien, puedes bajar -indicó Franco con tono resignado en el que Joanne pudo detectar una corriente de ira, dirigida hacia Leo, y no a su hijo.
La cabeza de Nico desapareció de la ventana y unos momentos después hizo acto de presencia con el pijama puesto.
El regalo de Leo era un rompecabezas. Ayudó a Nico a abrirlo y a depositarlo sobre la mesa bajo los árboles.
– Y ahora esperará que lo invite a cenar -gruñó Franco en su oído.
– ¿Y por qué no? Es un viejo amigo. Deja de fruncir el ceño.
En respuesta, le lanzó una mirada hosca.
Leo y Nico tenían las cabezas pegadas sobre el rompecabezas, riendo. Celia colocaba comida en la mesa.
– Al ver llegar al Signor Leo supe que querría comer -explicó.
– Allá a donde voy me siento como en casa -expuso Leo con alegría, como ajeno a la atmósfera reinante-. ¿Has tenido un buen día? -se dirigió a Joanne, a quien lanzó un beso por el aire.
– Sí, gracias. Todos nos hemos divertido mucho con el cumpleaños de Nico.
– Bien. Si quieres, mañana te llevaré a Turín.
– Eres muy amable -intervino Franco con educación-, pero puedo llevarla yo mismo, cuando esté lista para marcharse.