Se había llevado al animal a casa para cuidarlo con la misma gentileza que una mujer, ayudado por Renata y Joanne. Aquella noche el dueño del perro, acompañado de sus dos hermanos, había ido en claro estado de ebriedad y beligerancia a reclamar la devolución de su «propiedad». Joanne jamás olvidaría lo que sucedió a continuación.
Con calma, Franco, había sacado un estilete de aspecto peligroso y clavado algo de dinero en su hoja para estirarlo en dirección a los otros.
– Esto pagará por el perro -había dicho con frialdad-.Tomadlo y no volváis a molestarme.
Pero los hermanos no tocaron el dinero. Algo que vieron en los ojos de Franco los había hecho huir en la noche, presos del miedo. El perro recibió el nombre de Ruffo, y se convirtió en su inseparable compañero.
Pero esos incidentes habían sido raros. A Franco le preocupaba más disfrutar de la vida que pelearse. Siempre había tenido un chiste que contar, una canción que cantar o una muchacha a la que conquistar, y quizá algo más si ella estaba dispuesta. Al sonreír sus dientes blancos habían centelleado en su piel cetrina, pareciendo un joven dios sobre la Tierra.
Hasta ese momento Joanne no había creído en el amor a primera vista, pero en el acto supo que pertenecía a Franco en cuerpo y alma. Con sólo mirarlo la temperatura de su cuerpo había subido. Su sonrisa le había hecho sentir que se derretía, y gustosa lo habría aceptado si con ello se hubiera convertido en parte de él.
Su sonrisa. Era como si el mundo fuera suyo y se preguntara con quién compartirlo. Y por instinto ella supo que sería un mundo de deseo y satisfacción, de hincar los dientes en los deleites de la vida, siguiendo los ritmos de la tierra que recibía la simiente para crecer, recoger y volver a crecer. Supo todo eso la primera vez que lo vio al entrar en la cocina y plantarse cerca de la puerta.
– Eh, mamá… -comenzó con voz rica.
¿Cómo podía alguien resistirse a esa voz? Irradiaba toda la pasión del mundo, como si hubiera hecho el amor con todas las mujeres que había conocido. Y Joanne, una joven procedente de un país frío y lluvioso, había sabido en un cegador instante que su destino era él.
Con pesar, no albergó ilusiones de ser ella su destino. Sus propiedades estaban llenas de mujeres exuberantes y jóvenes que suspiraban por él. Sabía, gracias a que Renata se lo había confesado entre risas, que Franco se entregaba con libertad a sus placeres allí donde los obtenía, para indignación de su madre y secreta envidia de su padre.
Pero nunca había coqueteado con Joanne, a quien trataba como si fuera su hermana. El corazón de ella había estado listo para estallar de júbilo por su presencia y de desesperación por su indiferencia.
– No puedo comer más -comentó Joanne, mirando su plato vacío.
– Pero debes probar un poco de queso cremoso y pudín de ron -indicó María-. La haces trabajar mucho -reprendió a su marido.
– No es culpa mía -protestó él-. Le muestro los cuadros y digo: «Trabaja como te apetezca», y en una semana ha finalizado la copia de la Madonna de Carracci.
– Porque trabaja mucho -insistió María, sirviendo queso cremoso en el plato de Joanne-. ¿Cuántos quedan por hacer todavía?
– Cuatro -repuso Joanne-. Dos más de Carracci, un Giotto y un Veronese. Reservo éste para el final porque es muy grande.
– No puedo creer que una joven inglesa entienda tan bien los cuadros italianos -musitó Vito-. Al principio me dieron los nombres de varios italianos que realizan este tipo de obras, pero todo el mundo me dijo: «No, debes ponerte en contacto con la Signorina Merton, que es inglesa, pero con alma italiana».
– Estudié en Italia un año -le recordó ella.
– ¿Sólo un año? Uno pensaría que llevas aquí toda la vida. Debió ser un año maravilloso, pues creo que Italia penetró en tu corazón.
– Sí -contestó despacio-. Sí, lo hizo…
Renata comenzó a invitarla cada fin de semana y Joanne sólo vivía para esas visitas. Franco siempre se hallaba presente, pues los viñedos eran su pasión. A pesar de su juventud, ya había empezado a tomar las riendas y dirigía el lugar mejor de lo que nunca lo había hecho Giorgio.
En una ocasión consiguió encontrarse a solas con él entre las vides. Comprobaba un racimo tras otro, sus dedos largos y fuertes los apretaban con la ternura de un amante. Joanne le sonrió. Medía un metro y setenta y dos centímetros, y Franco era uno de los pocos hombres lo bastante altos como para obligarla a alzar la vista para mirarlo.
– He salido en busca aire fresco -comentó ella, tratando de sonar casual.
– Elegiste el mejor momento -le sonrió-. Me encanta estar aquí al anochecer, cuando el aire es suave y amable.
– Pero no es ese tipo de país, ¿verdad?
– Lo puede ser. Italia muestra cambios violentos, pero puede ser dulce y tierno.
Qué profunda y resonante era su voz. Pareció vibrar a través de su cuerpo, transformando sus huesos en agua.
– Qué hermoso crepúsculo -logró decir al fin-. Me encantaría pintarlo.
– ¿Vas a ser una gran artista, piccina? -preguntó con cierta burla.
Joanne deseó que no la llamara piccina. Significaba «pequeña» y se usaba para hablar con los niños. Aunque también se empleaba como término afectuoso y lo atesoró como una migaja procedente de su mesa.
– Creo que sí -repuso, como si lo pensara con seriedad-. Pero aún intento hallar mi propio estilo -aún no había descubierto que carecía de estilo; que sólo tenía un don para la imitación.
Sin contestar él arrancó un pequeño racimo de uvas y aplastó algunas contra su boca. El zumo púrpura cayó de forma exuberante por su barbilla, «como el vino de la vida», pensó Joanne. Con ansiedad alargó las manos y Franco le ofreció un ramillete. Imitó su movimiento y al comprobar su sabor tuvo una arcada.
– Están agrias -protestó, indignada.
– Verdes -corrigió él-. El sol aún no las ha madurado. Sucederá en su momento, como pasa con todo.
– Pero ¿cómo puedes comerlas con ese sabor?
– Amargas o dulces, son como son. Sigue siendo la mejor fruta de toda Italia -fue una afirmación sencilla, directa en su arrogancia.
– Hay otros sitios con buenas vides -indicó ella-. ¿Qué me dices del valle del Po?
Franco sólo se dignó a alzar un poco los hombros, como si los otros viñedos no merecieran ni siquiera su consideración.
– Qué pena que no vayas a estar aquí para probarlas cuando maduren -comentó-. No será hasta agosto, y tú ya habrás regresado a Inglaterra.
Las palabras le recordaron lo cerca que estaba su despedida. Su tiempo en Italia ya casi había acabado, y luego no volvería a verlo más. Era el amor de su vida, pero no lo sabía, nunca lo sabría.
Se encontraba desesperada por algo que hiciera que se fijara en ella, pero mientras se devanaba el cerebro vio un movimiento entre las vides. Era Virginia, una mujer voluptuosa de nombre poco apropiado que últimamente había ocupado mucha de la atención de Franco.
Él la había visto y miró a Joanne con expresión divertida, nada incómodo.
– Y ahora debes irte, piccina, he de ocuparme de algunas cosas.
– Lamento si estorbo -la terrible decepción la impulsó a adoptar un tono arrogante.
– Así es -corroboró él con descaro-. Y ahora vete como una buena chica.
Se mordió el labio al ser tratada como una niña y giró con toda la dignidad que pudo acopiar. No miró atrás, pero no logró evitar oír la risa provocativa y ronca de la muchacha.
Aquella noche permaneció despierta, atenta al regreso de Franco. No volvió hasta las tres de la mañana. Oyó que canturreaba en voz baja al pasar delante de su puerta; entonces enterró la cara en la almohada y lloró.