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El tiempo comenzó a avanzar de forma inexorable, acercando el fin de su curso. Joanne recibió una carta de su prima Rosemary, que quería ir de vacaciones a Italia. Ponía:

Pensaba ir a Turín antes de que terminaras para luego regresar juntas a casa.

Joanne y Rosemary habían crecido juntas, y al verlas la mayoría de la gente las había tomado por hermanas. En realidad vivieron como hermanas después de que los padres de Joanne murieran, ya que Rosemary instó a su madre a incorporarla a su familia.

Por ese entonces su prima tenía doce años y ella seis. Cuando la madre de Rosemary murió seis años después, ésta había asumido el papel de madre. Joanne había adorado a la prima que le había dado un hogar y seguridad, además de todo el amor de su corazón grande y generoso.

A medida que Joanne creció fueron pareciéndose cada vez más. Ambas eran mujeres inusualmente altas, con el pelo rubio, ojos azules y piel rosada. Compartían los mismos rasgos, aunque los de Joanne aún exhibían las marcas de la juventud.

Pero la verdadera diferencia, la que siempre había atormentado a Joanne, había radicado en la acritud y el encanto de Rosemary. Irradiaba una seguridad suprema en su propia belleza y deslumbraba a toda persona que conocía, ganándose su corazón con facilidad.

Joanne siempre se sorprendía por la tranquilidad con que su prima reclamaba la vida como algo propio y personal. Había querido ser como ella. De hecho, había querido ser ella, y le resultó frustrante estar atrapada en su propia personalidad corriente, por un lado tan parecida a Rosemary y, por otro, tan distinta en todo lo que importaba.

Aún podía recordar la noche de la fiesta que había dado una compañera de estudios. Joanne y Renata iban a ir juntas, escoltadas por Franco, pero en el último instante Renata se había torcido el tobillo y se quedó en casa. Joanne sintió un éxtasis profundo al pensar que iba a disponer de Franco para ella sola.

Había comprado un vestido nuevo y dedicado horas a arreglarse el pelo y a perfeccionar el maquillaje. Seguro que esa noche se fijaría en ella, ¿llegaría incluso a pedirle que se quedara en Italia? El corazón rebosaba felicidad al bajar a la terraza donde la aguardaba.

Él vestía para la ocasión. Nunca antes lo había visto ataviado de manera formal, y le impresionó lo atractivo del contraste de la camisa blanca con su piel cetrina. Franco alzó la vista, sonrió y enarcó una ceja apreciando su aspecto.

– ¿Así, piccina, que esta noche has decidido conquistar el mundo? -bromeó.

– Sólo me he arreglado un poco -comentó con indiferencia, pero con la horrible sensación de que sonaba tan torpe como se sentía.

– Romperás todos los corazones -prometió él.

– No me importan todos los corazones -se encogió de hombros.

– Sólo el que tú quieres, ¿eh?

Con súbito entusiasmo se preguntó si sospecharía algo. ¿Era ése su modo de indicarle que al fin había notado su presencia?

– Tal vez aún no he decidido cuál es el que quiero -coqueteó, mirándolo.

– Quizá deba ayudarte a decidirlo -alargó la mano para tomarle la barbilla, y ella se llenó de feliz expectación.

¡Al fin! Aquello por lo que había rezado, llorado, anhelado, sucedería. Iba a besarla. Al levantarle el mentón y acercar su boca a la suya, Joanne se sintió en el cielo. Alzó las manos y con gesto tentativo le tocó los brazos.

Y de pronto el momento le fue arrebatado. Se oyó una pisada en el vestíbulo y la voz de una mujer flotó hasta ellos.

– Lamento llegar sin avisar…

Franco se detuvo, su boca a dos centímetros de Joanne, alertado por la voz. Ella notó que una sacudida le recorría el cuerpo. Franco sólo había oído la voz de Rosemary, pero ya un timbre especial en ella pareció aventurarle lo que iba a pasar. Se apartó de Joanne y avanzó hacia la puerta.

Al siguiente instante apareció Rosemary. Joanne supo que él se había quedado sin aliento, como un hombre paralizado entre dos vidas. Más adelante ella comprendió que eso era literalmente cierto. Franco había visto su destino aparecer por la puerta, y al momento reconoció a Rosemary como la mujer de su vida. Dejó de ser el mismo hombre.

Atontada, casi sin poder comprender lo que había pasado, Joanne se volvió para ver a Rosemary mirar a Franco con la misma expresión. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, y no había nada que se pudiera hacer al respecto.

Se produjeron las presentaciones y Rosemary abrazó a Joanne sin apartar la vista de Franco. Él parecía un hombre sumido en un trance. Fue idea suya que Rosemary los acompañara a la fiesta. Joanne quiso llorar después de haber llegado tan cerca de su deseo. Pero no tenía sentido. Incluso ella podía comprender que lo que pasaba siempre había estado escrito.

En la fiesta Franco monopolizó a su prima. Sus buenos modales hicieron que cuidara de que Joanne estuviera a gusto y no se sintiera sola. Aunque eso era imposible, ya que era muy popular. Bailó todos los temas, decidida a no mostrar que su corazón se estaba rompiendo, y cuando Franco comprobó que no le faltaban parejas, se olvidó de ella y dedicó cada momento a Rosemary.

Muchas veces se preguntó que habría pasado si Rosemary la hubiera visto en brazos de Franco. ¿Lo habría tomado, sabiendo cuánto lo amaba Joanne? Se trataba de una pregunta académica. Franco no se apartó de ella en los días siguientes. Hasta llegar al puerto seguro de su amor, había sido como un hombre impulsado por demonios.

Aún le producía dolor recordar cómo se había apartado de la pista para encontrarlos abrazados en la oscuridad. Retrocedió, pero no antes de oírlo murmurar: «Mi amore…, te amaré hasta que muera», y ver la pasión con que la besaba. Fue tan distinto del beso inocente que casi le había dado a ella; huyó anegada en lágrimas.

Aparte de sí misma, la única persona insatisfecha con la boda fue Sofía. Joanne captó la escena familiar en que su madre le suplicaba que se casara con una chica de allí y no con «esta extranjera que desconoce nuestras costumbres». Franco se negó a pelearse con su madre, pero insistió en su derecho a casarse con la mujer de su elección. También exigió, con calma pero con firmeza, que trataran a su prometida con respeto. Sofía prorrumpió en un llanto furioso.

– Pobre mamá -observó Renata-. Franco siempre ha sido su preferido, y ahora está celosa porque quiere más a Rosemary.

Todos los vecinos fueron invitados a la boda. Joanne deseó no estar presente, pero Rosemary les pidió a Renata y a ella que fueran sus damas de honor. Temió que si se negaba todo el mundo descubriría la causa.

Cuando llegó el día, se puso el vestido rosa de satén, sonrió a pesar de tener el corazón roto y caminó detrás de Rosemary hasta el altar, donde se convertiría en la esposa de Franco. Joanne observó la expresión en el rostro de él al contemplar acercarse a la novia. Era una expresión de adoración ciega y total.

Un año más tarde alegó trabajo como excusa para no asistir al bautizo de su hijo, Nico. Rosemary le escribió una carta afectuosa en la que decía que lamentaba no verla y le adjuntaba algunas fotos. Las estudió con celos, y notó la misma expresión en la cara de Franco al mirar a su esposa. Se podía ver a un hombre muy feliz cuyo matrimonio le había aportado amor y realización. Las escondió.

Después recibió más fotos que mostraban a Nico creciendo con rapidez hasta convertirse en un pequeño que aprendía a caminar con la segura ayuda de su padre. El rostro de Franco se hizo menos infantil. Y siempre exhibía la misma expresión, la de un hombre que había encontrado todo lo que quería de la vida.

Rosemary se mantuvo en contacto mediante esporádicas llamadas telefónicas y largas cartas. Joanne sabía todo lo que pasaba en la casa Farelli, casi tan bien como si viviera allí. Renata se casó con un marchante de arte y se fue a vivir a Milán. El padre de Franco murió. Dos años más tarde su madre fue a visitar a su hermana a Nápoles, donde conoció a un viudo con dos hijos con quien se casó. Franco, Rosemary y el pequeño Nico se quedaron solos en la villa. Su prima a menudo insistía en sus cariñosas invitaciones. Escribía: