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– Ganaba yo. Tenía la carrera en la mano. Y él me la robó.

Franco le ofreció la mano. Leo la miró hasta que todo el mundo pensó que se negaría a estrecharla. Al final extendió la suya y se obligó a decir con sonrisa forzada:

– El próximo año te la devolveré, Farelli. Ya lo verás.

Pero Franco jamás volvió a competir. A la siguiente carrera se había casado con Rosemary y anhelaba formar su propia familia.

Joanne aparcó y dedicó una hora a vagar por las calles que otrora había conocido tan bien. Decidió que bien podía comer en la ciudad, por lo que disfrutó de una estupenda pizza. Habría negado que postergara adrede la reunión con Franco, pero no se dio prisa.

Pero al reanudar el viaje se vio demorada por un atasco. Durante dos horas avanzó a ritmo de tortuga detrás de una hilera de camiones, y al acercarse a los viñedos Farelli la tarde estaba avanzada. Aparcó junto a una valla y bajó para contemplar los cultivos. Por todas partes veía el brillo del verano. Le recordó el año pasado en Italia cuando se enamoró de Franco.

¿Cómo estaría en ese momento? La última foto que tenía de él fue sacada dieciocho meses atrás, y se lo veía mayor, más serio, como le correspondía a un hombre de responsabilidades. Pero aún brillaba en sus ojos ese diablillo malicioso. Aunque debía haber cambiado desde la muerte de su amada esposa. De pronto temió verlo. Sería un desconocido.

Pero no podía echarse atrás en ese instante. Emprendió otra vez la marcha y llegó a la rotonda que llevaba a la casa. De inmediato lo recordó todo. El camino de tierra seguía siendo el mismo que cuando Renata la llevó allí por primera vez.

La casa grande y extensa también seguía siendo del mismo amarillo ocre bajo el sol. Los pollos iban de un lado a otro en el patio. La familia Farelli era rica, pero la casa era la de un granjero próspero, donde la comodidad prevalecía por encima del lujo. Ahí radicaba su encanto.

¿Nada cambiaba en Isola Magia? Había una mesa larga bajo los árboles con bancos a cada lado. Sobre ella se veía un techo enrejado con flores que colgaban de él. ¿Cuántas veces se había sentado allí, como si estuviera en el paraíso, oyendo la conversación de la familia durante una comida? Era un paraíso perdido.

La puerta delantera estaba abierta y pasó. Rosemary la había convertido en su casa, aunque aún le resultaba familiar. El escaso mobiliario nuevo se fundía con el cálido suelo de barro. La enorme chimenea, donde la familia se había cobijado durante las noches frías, permanecía igual. El viejo sofá había sido tapizado de nuevo, pero era el mismo, el más grande que jamás había visto Joanne.

La escalera salía del salón principal. Una mujer mayor, a la que nunca había visto, bajó limpiándose las manos en un delantal. Vestía de negro, salvo por un pañuelo de color que le cubría el pelo. Se detuvo al ver a Joanne.

– Lamento haber pasado sin ser invitada -se apresuró a disculparse-. No soy una intrusa. Mi prima era la esposa del Signor Farelli. ¿Está él?

– Se encuentra en los viñedos de la pendiente sur -repuso despacio la mujer-. Enviaré a buscarlo.

– No hace falta. Sé cómo ir. Grazie.

No lo había olvidado. Siguió el sendero hasta la corriente y con cuidado atravesó las aguas rápidas yendo de una piedra a otra. En una ocasión había fingido ponerse nerviosa en mitad del arroyo para que Franco la ayudara a cruzarlo con sus fuertes manos.

Después el sendero serpenteaba entre los árboles hasta desembocar en la primera pendiente, cubierta de vides que florecían bajo el sol. Aquí y allá vio a hombres entre ellas, inspeccionándolas, probándolas. Se volvieron para mirarla e incluso desde la distancia captó una cierta inquietud entre ellos. Uno la observó con expresión alarmada y salió corriendo.

Cuando al fin llegó a la ladera sur también la invadieron los recuerdos; se detuvo para echar un vistazo. Hasta allí había paseado una noche con Franco, y su breve interludio a solas se había visto interrumpido por uno de sus muchos amores.

Ensimismada, al principio no vio al niño que comenzó a caminar hacia ella con expresión incrédula en la cara. De pronto se puso a correr. Sonrió al reconocer a Nico.

– ¡Mamá! -gritó él antes de que Joanne pudiera hablar, y se arrojó a sus brazos, abrazándole con fuerza el cuello.

– Nico… no… no soy… -se sintió consternada.

– ¡Mamá! ¡Mamá!

No pudo hacer otra cosa que devolverle el abrazo. Habría sido cruel negarse, pero se sentía agitada. Apenas había pensado en su parecido con Rosemary, y Nico ya la conocía. Pero eso había tenido lugar un año y medio antes, una eternidad para un niño. Y el parecido debió acentuarse para confundirlo tanto. Nunca tendría que haber ido. Todo había sido un terrible error.

– Nico.

Él se había acercado sin que Joanne se diera cuenta y los observaba. Alzó la vista y el corazón pareció parársele. Era Franco, pero como nunca lo había visto.

El muchacho animado había desaparecido para siempre, sustituido por un hombre de rostro sombrío que parecía haber sobrevivido a las llamas del infierno, aunque ya las llevaba en su interior.

Había ganado masa muscular. En el pasado había sido delgado, pero en ese momento exhibía poder en cada línea de su cuerpo, desde las piernas desarrolladas hasta los hombros marcados. Sólo llevaba unos pantalones cortos y el sol centelleaba sobre el sudor de su pecho. La vida al aire libre lo había bronceado, enfatizando sus rasgos marcados y su cabello negro.

– Nico -repitió con aspereza-.Ven aquí.

– Papá -llamó el pequeño-, es mamá… creo…

– Ven aquí -no alzó la voz, pero el pequeño obedeció al instante, yendo a su lado para aferrar la mano grande con confianza.

– ¿Quién eres? -susurró Franco-. ¿Quién eres que vienes a mí en respuesta a…? -se contuvo con respiración entrecortada.

– Franco, ¿no me conoces? Soy Joanne, la prima de Rosemary.

– ¿Prima? -repitió él.

Ella se acercó y los ojos de Franco la impactaron. Parecían mirarla sin verla. Tembló al pensar que veía algo que no estaba allí, y experimentó un escalofrío al adivinar qué era.

– Nos conocimos hace años -le recordó-. Lamento venir así de repente… -dio un paso hacia él.

– Detente ahí -ordenó él-. No te acerques más -ella obedeció con el corazón latiéndole con fuerza. Al final Franco dejó escapar un suspiro-. Lo siento. Ahora veo que eres Joanne.

– No debí venir de esta manera. ¿Quieres que me marche?

– Claro que no -con un esfuerzo pareció recuperarse-. Perdona mis modales.

– Nico, ¿no me recuerdas? -preguntó Joanne, alargando los brazos hacia el pequeño. Una luz había muerto en su cara, y ella vio que Nico recordaba su primer encuentro.

– Pensé que eras mi madre -avanzó y le regaló una sonrisa tentativa-. Pero no lo eres, ¿verdad?

– No, me temo que no -le tomó la mano.

– Te pareces tanto a ella -musitó el pequeño con nostalgia.

– Sí -corroboró Franco con voz tensa-. Es verdad. Cuando mis hombres vinieron corriendo a decirme que mi esposa había regresado de entre los muertos, pensé que no eran más que necios supersticiosos. Pero ahora no puedo culparlos. Te pareces más a ella con el paso de los años.

– No lo sabía.

– No, ¿cómo ibas a saberlo? Nunca te molestaste en venir a visitarnos, como haría una prima. Pero ahora… -la observó con el ceño fruncido-… después de tantos años, regresas.

– Quizá no debería haber venido.

– Ahora estás aquí -miró la hora-. Se hace tarde. Iremos a casa a cenar. Eres bienvenida para acompañarnos.

Los trabajadores de Franco se agruparon para verlos pasar. Entonces ella supo por qué despertaba tanto interés, aunque eso no le impidió sentirse extraña al oír los murmullos: «La padrona viva». Por el rabillo del ojo vio que algunos se persignaban.