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– Son personas supersticiosas -indicó Franco-. Creen en fantasmas.

Al llegar al arroyo, Nico saltó de piedra en piedra, con el cabello dorado bajo la última luz del sol. Era del mismo color que el de Rosemary y ella.

Un hombre llamó a Franco, quien se apartó para hablar con él. Nico saltaba con gesto impaciente.

– Ven -le dijo a Joanne, alargando una mano.

Sintió que sus dedos infantiles se cerraban en torno a los de ella.

– Eh, quédate quieto -protestó riendo, ya que él seguía dando saltos.

– ¡Vamos, vamos, vamos!

– ¡Cuidado! -gritó Joanne al sentir que le resbalaba un pie. Al siguiente instante los dos se encontraron en la corriente.

Sólo tenía una profundidad de unos sesenta centímetros. Nico fue el primero en incorporarse e intentó ayudarla.

– Perdona me -suplicó.

– Desde luego -dijo, quitándose el pelo mojado de la cara-. ¡Santo cielo! ¡Mírame!

El suave jersey blanco se había vuelto transparente y se pegaba a su torso de un modo revelador. Hombres y mujeres se alinearon en las orillas, conteniendo risitas. Durante un instante la luz la cegó, y cuando pudo volver a ver captó de un vistazo la cara de Franco, y su expresión atontada la desconcertó. Alargó una mano hacia él para que la ayudara, pero daba la impresión de que era incapaz de moverse.

– ¿Quiere alguien ayudarme? -pidió, y algunos de los hombres se adelantaron.

– ¡Basta! -esa palabra de labios de Franco los paralizó. Todos retrocedieron, alarmados por algo que percibieron en su voz.

Él aferró la mano de Joanne y la sacó del agua para depositarla en la orilla. Tal como había temido, los pantalones también se le ceñían de forma provocativa. Para su alivio los hombres habían girado la cabeza. Tras la explosión de Franco nadie era lo bastante valiente como para contemplar su semidesnudez.

– Lo siento, papá -se disculpó Nico.

– No te enfades con él -pidió Joanne.

– Jamás me enfado con Nico -la miró fijamente-. Y ahora vayamos a casa para que puedas secarte.

– Pasé primero por la casa -explicó mientras adecuaba su ritmo a las zancadas de Franco-, y la mujer que encontré allí me indicó dónde podía encontrarte.

– Es Celia, mi casera -ésta salió de la casa cuando se acercaron y los esperó, con los ojos clavados en Joanne-. Celia te llevará arriba para que puedas cambiarte.

– Pero no he traído nada -expuso, consternada.

– ¿No trajiste nada para pasar la noche?

– No pensaba quedarme. Quiero decir… no quería imponer mi presencia.

– ¿Cómo vas a imponerla? Eres parte de la familia -Franco habló con una frialdad que le quitó a las palabras cualquier insinuación de bienvenida-. Aunque olvidaba que tú no te consideras de la familia. Muy bien, Celia te dará algo de ella para que te pongas mientras se seca tu ropa.

La mujer habló en el robusto dialecto piamontés que Joanne jamás había llegado a dominar. Pareció formular una pregunta, a la que Franco respondió con una seca negativa.

– Tu ropa no tardará en secarse -se dirigió a Joanne-. Mientras tanto, Celia te prestará algo. Te indicará el camino hasta el cuarto de los invitados. Nico, ve a secarte.

Fue el pequeño quien la llevó arriba de la mano. Celia le proporcionó una enorme toalla de baño y algunas ropas. Se llevó las prendas mojadas con la promesa de que se secarían en seguida.

Unos recuerdos incómodos se aposentaron en la cabeza de Joanne. Era la misma habitación que había compartido con Renata la primera vez que fue allí. Seguía teniendo las dos camas grandes y los muebles antiguos. Como en el resto de la casa, el suelo era de terrazo, el barato sustituto del mármol que los italianos empleaban para mantener frescos los interiores.

Se probó el vestido. Era oscuro, de alguna tela vaporosa, y le colgó suelto de su esbelta figura, evidentemente de una talla mayor y para alguien más bajo. «Es una pena», pensó, «que Franco no haya guardado algunas prendas de Rosemary… aunque ya había pasado más de un año».

Entonces, con un ligero hormigueo, recordó las palabras que había intercambiado con Celia. De pronto comprendió que sí tenía ropa de Rosemary, que la casera había querido darle, pero que Franco prohibió.

Bajó y encontró a Nico al pie de las escaleras. Tras la confusión inicial parecía menos perturbado que nadie al ver la imagen de su madre; Joanne bendijo el instinto que había impulsado a Rosemary a llevarlo a Inglaterra. Estaba claro que la recordaba de aquella visita. Lo demostró al enseñarle un libro para colorear que ella le había regalado.

– Lo he terminado todo -dijo-.Ven a ver.

La llevó hasta una mesa pequeña en un rincón. Joanne recorrió las páginas, notando que había completado los dibujos con una habilidad inusual en un niño de su edad. Tenía una mano firme, que en ningún momento permitía que los colores sobrepasaran la línea, lo que indicaba un buen control.

Cuando terminaron ese cuaderno Nico le mostró con timidez algunas páginas con dibujos toscos e infantiles, y ella exhibió su deleite. En ellos también pudo ver la temprana evidencia de una futura maestría. Sus alabanzas sinceras encantaron a Nico, y juntos sonrieron.

Entonces Joanne alzó la vista y vio a Franco que los observaba con expresión extraña.

– Nico, es hora de lavarse las manos para la cena -dijo. Indicó los dibujos-. Guárdalo todo.

– Si, papá -repuso con demasiada docilidad para un niño. Ordenó todo y fue arriba.

– Resulta extraño encontrar la casa tan silenciosa -comentó ella con nostalgia-. La primera vez que vine tus padres y Renata gritaban y reían al mismo tiempo.

– Sí, había mucha risa -coincidió él-. Renata nos visitó hace poco, con su marido y sus dos hijos. Hicieron mucho ruido, y fue como en los viejos tiempos. Pero tienes razón, es demasiado silenciosa ahora.

– Nico debe ser un niño solitario -aventuró Joanne.

– Me temo que sí. Depende mucho de Ruffo para gozar de compañía.

– ¿Ruffo sigue vivo? -preguntó, encantada.

Franco soltó un silbido por una ventana. Y ahí llegó Ruffo, lleno de años y con un aspecto de gran sabiduría, ya que el pelaje negro de la cara era casi blanco. Al ver a Joanne ladró de placer y corrió a su lado.

– Después de todo este tiempo, me recuerda.

– Jamás olvida a un amigo.

Acarició al viejo perro con verdadero cariño, aunque también sabía que lo usaba para cubrir el silencio que reinaba entre Franco y ella. Empezó a sentirse desesperada. Sabía que él habría cambiado, pero ese hombre grave, renuente a hablar, era una sorpresa.

– Cuéntame qué fue de ti -pidió él al final-. ¿Te convertiste en una gran artista?

– No, me convertí en una gran imitadora. Descubrí que no tenía una visión propia, pero puedo copiar la visión de otros.

– Es triste -comentó Franco de forma inesperada-. Recuerdo lo mucho que deseabas ser una artista. No parabas de hablar de ello.

Era una sorpresa descubrir que recordaba algo de lo que ella había dicho en aquellos tiempos.

– Tengo una buena carrera. Mis copias son tan perfectas que no puedes notar la diferencia. Claro que la diferencia siempre está ahí -añadió con un suspiro.

– ¿Y eso te molesta mucho?

– Me costó comprender que no poseía originalidad -intentó continuar con ligereza-. Condenada a seguir para siempre los pasos de otros, siempre juzgada por lo mucho que logras imitarlos. Me gano la vida, y a veces muy bien. Lo que pasa es que no es lo que soñé.

– ¿Y por qué te encuentras ahora en Italia?

– Estoy copiando unas obras para un hombre que vive en Turín.

– Y nos has dedicado un día. Qué amable.

Se ruborizó ante su tono irónico. Era evidente que Franco no la tenía en alta estima por haberse mantenido distante, pero ¿cómo podía contarle sus motivos?