—¿Usted se refiere a algún factor psicológico?
—Podría ser. O a cierta intervención.
—¡Intervención! ¿Y quién podría intervenir?
—No sabría decírselo, pero esa idea no es nueva para… Y no sólo en este aspecto. Si retrocedemos más o menos noventa años, descubriremos que algo pasó en el mundo por entonces. Hasta esa época el hombre había avanzado casi enteramente por las rutas antiguas. Aquí y allá había algunos progresos y ciertos cambios, pero no muchos. Escaseaban sobre todo los cambios de pensamiento, y eso es lo que importa.
»De pronto la humanidad dejó de arrastrar los pies para lanzarse al galope. Se inventaron el automóvil, el teléfono, el cine y las máquinas voladoras. Aparecieron la radio y otros chismes que caracterizaron el primer cuarto de siglo.
»Pero se trataba en su mayoría de progresos pura y simplemente mecánicos, de sumar dos mas dos para obtener cuatro. En el segundo cuarto de siglo la física tradicional fue desplazada por un nuevo tipo de pensamiento; y éste admitió su ignorancia ante los átomos y los electrones. De eso surgieron teorías, la física atómica y todas las probabilidades que hoy en día siguen siendo probabilidades.
»Creo que ése fue el paso principaclass="underline" que los físicos, después de haber creado pulcros cubículos de saber, después de haber ordenado el conocimiento clásico para que entrara en ellos, tuvieran el coraje de confesar su ignorancia ante el comportamiento de los electrones.
—Usted trata de decir que algo desvió a la humanidad de sus senderos —dijo Vickers—. Pero ésa no fue la única oportunidad. Antes existió el Renacimiento y la Revolución Industrial.
—No dije que fuera la única oportunidad —respondió Flanders—. Sólo dije que así ocurrió. El hecho de que haya pasado anteriormente, con ligeras diferencias, probaría que no es un mero accidente sino cierto ciclo, cierta influencia que opera sobre la raza humana. ¿Qué es lo que impulsa a una civilización tesonera y lenta para lanzarla al galope tendido? Y en este caso al menos, ¿qué la mantiene en carrera por casi cien años sin señales de debilitamiento?
—Usted habló de intervención —dijo Vickers—. Tiene en la mente alguna fantasía descabellada, ¿los marcianos, tal vez?
El señor Flanders meneó la cabeza.
—No creo que sean marcianos. No lo creo. Seamos un poco más generales.
Señaló con el cigarrillo el cielo abierto por sobre el cerco y los árboles, todas las estrellas que titilaban en la noche.
—Por allá debe haber grandes reservas de conocimiento. En muchos lugares del espacio, más allá de nuestra tierra, han de existir seres pensantes capaces de crear un conocimiento que ni siquiera soñamos. Una parte de él puede ser aplicable a los humanos, a la Tierra; la mayor parte, no.
—¿Sugiere que alguien, desde allá arriba…?
—No —respondió el señor Flanders—. Sugiero que el saber está allá, esperando, esperando que vayamos en su búsqueda.
—Pero si aún no hemos llegado a la luna…
—Tal vez no hagan falta los cohetes. Quizá no es necesario ir en carne y hueso para lograrlo. Podríamos llegar con la fuerza mental.
—¿Por medio de la telepatía?
—Algo así. Quizás el nombre sea adecuado. Una mente que hurga e investiga, una mente en busca de otra mente. Si la telepatía existe, la distancia no representaría dificultad alguna: un kilómetro o un año-luz, ¿qué importaría? Pues la mente no es un objeto físico. No está sujeta (o no debería estarlo) a las leyes según las cuales nada puede exceder la velocidad de la luz.
Vickers soltó una risa intranquila. Un insecto invisible, un insecto de patas múltiples, le trepaba lentamente por el cuello.
—Está bromeando, ¿verdad?
—Tal vez —admitió el señor Flanders—. Tal vez soy un viejo excéntrico que ha encontrado quién lo escuche sin reírse demasiado.
—Pero ese conocimiento del que usted habla. No hay pruebas de que pueda ser aplicado, ni ahora ni en el futuro. Sería extraño a nosotros; involucraría una lógica extraña, se aplicaría a problemas extraños también y se basaría en conceptos igualmente extraños, que nos serían incomprensibles.
—En gran parte, es posible —replicó el visitante—. Habría que tamizar y cernir. Quedaría mucha hojarasca, pero al cabo encontraríamos algunas almendras. Se podría encontrar, por ejemplo, una manera de eliminar la fricción, y en ese caso sería posible fabricar máquinas que duraran por siempre y se obtendrían…
—Un momento —saltó Vickers, con los nervios en tensión—, ¿adónde quiere llegar? ¿qué es eso de máquinas eternas? eso ya existe. Precisamente esta mañana estaba hablando con Eb, y él me hablaba de…
—De un automóvil. Y a eso precisamente me refiero, señor Vickers.
CAPITULO 11
Cuando el señor Flanders se hubo marchado Vickers permaneció largo rato sentado en el porche, fumando cigarrillo tras cigarrillo mientras contemplaba la franja de cielo visible entre el cerco y el alero del porche…, el cielo y su cristalina pincelada de estrellas. Uno era incapaz de percibir el tiempo y la distancia que se abrían entre las estrellas.
Flanders: un viejo de chaqueta raída y bastón lustrado, que hablaba de un modo extraño y pomposo, sugiriendo otros tiempos y otras culturas. ¿Qué sabía él, qué podía saber sobre las estrellas?
Cualquiera podía imaginar una charla como ésa. ¿Cómo se había expresado? “Lo he pensado mucho, aunque sin prestar demasiada atención.” Así debía ser: un anciano excéntrico sin nada que hacer, salvo dedicarse a pensamientos errabundos con los que huía de una vida vieja y descolorida.
“Vamos, también yo estoy especulando”, se dijo Vickers, “pues no hay modo de saber qué clase de vida ha llevado este anciano”.
Se levantó para entrar a la sala. Apartó la silla del escritorio y se sentó ante la máquina de escribir; ésta lo acusó
de perder el tiempo, de haber perdido un día entero, y señaló con dedo acusador la pila de originales, que habría sido algo más alta si él se hubiera quedado a trabajar.
Tomó unas cuantas páginas y trató de leer, pero no logró cobrar interés. Lo asaltó entonces el terror de haberse enfriado, de haber perdido la chispa que lo impulsaba, día tras día, a volcar sobre el papel las palabras que debían ser escritas. Que debían ser escritas, literalmente, como si al hacerlo se purgara de una confusión siempre al acecho en su mente, como si escribirlas fuera una condición para existir.
Había dicho que no tenía interés en escribir el libro de Crawford. En verdad no lo tenía. Quería volver a su casa y aumentar la pila de originales que le esperaba sobre el escritorio. Pero no era ésa la única razón; había algo más. Aunque Ann se burlara de él, había tenido un presentimiento, una sensación de temor y de peligro, como si algún otro yo estuviera a su lado, advirtiéndole que se apartara de aquello.
No era lógico, claro; no había razones para sentir temor ni para rechazar el trabajo. El dinero le habría venido bien, tan bien como a Ann el porcentaje. No había lógica ni sentido alguno en rechazarlo. Y sin embargo, sin vacilar ni por un instante, había dicho que no.
Volvió a dejar las hojas sobre la pila y se levantó, poniendo la silla nuevamente contra la mesa.
Como si el susurro de las patas sobre la alfombra hubiera sido una señal, se produjo un leve rumor de carrera entre dos rincones oscuros. Después se hizo un silencio profundo, una perfecta quietud. Por la puerta abierta le llegó el susurro de la viña, que rozaba el toldo del porche al balancearse lentamente, hamacada por el viento. En seguida cesó también su balanceo; la casa quedó sumida en un silencio mortal, casi artificioso, como si aguardara un suceso inminente.