Vickers se volvió lentamente para observar el cuarto; lo hizo con toda cautela, en un esfuerzo exagerado y casi ridículo por no hacer ruido; quería mirar el rincón de donde había surgido el susurro sin que su maniobra fuera notada.
Allí no quedaban ratones. Joe los había matado mientras él estaba en la ciudad. Y si no quedaban ratones, no podía haber carreras entre rincón y rincón. Joe había dejado una nota; estaba aún junto a la lámpara del escritorio, y en ella prometía pagarle cien dólares al contado por cada ratón que encontrara en la casa.
El silencio se prolongaba; era más que mero silencio: una perfecta inmovilidad, como si todo aguardara sin respirar.
Vickers movió tan sólo los ojos para examinar el cuarto. Tenía la sensación de que si giraba la cabeza le crujiría el cuello, traicionándolo ante cualquier posible peligro. Escudriñó en especial las zonas oscuras de los rincones, bajo los muebles, todos aquellos sitios sombreados adonde la luz no llegaba. Sus manos se alargaron furtivamente hacia los bordes del escritorio: necesitaba aferrarse a algo sólido para no sentirse tan angustiosamente solo y paralizado.
En ese momento rozó con los dedos un objeto metálico. Debía ser el pisapapeles que había retirado de sobre los originales al sentarse, un momento antes. Cerró la mano en torno a él y lo ocultó en el hueco de la palma: ya tenía un arma.
En el rincón, junto al sillón amarillo, había algo. Parecía carecer de ojos, pero él supo que lo estaba observando. Ese algo no sabía que Vickers lo había detectado o aparentaba no saberlo. De cualquier modo su ignorancia acabaría de inmediato.
—¡Ya!—exclamó Vickers.
La palabra surgió de sus labios como un disparo de cañón. Echó el brazo derecho hacia atrás y hacia arriba. El pisapapeles, girando sobre sí mismo, se estrelló contra el rincón.
Hubo un fuerte crujido y después un ruido de piezas metálicas que rodaban por el suelo.
CAPITULO 12
Encontró muchos tubos pequeños aplastados y una intrincada masa de alambres, doblados o partidos, y extraños discos de cristal, quebrados y astillados, y finalmente la armazón metálica que contenía los tubos, los alambres, los discos y muchas otras piezas metálicas de misterioso origen, que no pudo reconocer.
Vickers arrimó la lámpara del escritorio hacia si, para que la luz cayera sobre el puñado de piezas que había recogido del suelo. Extendió el índice y las removió con tiento, escuchando el tintineo que emitían al entrechocar.
No se trataba de ratones, sino de otra cosa, otra cosa que acechaba en la noche, sabiendo que él la tomar por un ratón; y ese algo había asustado al gato y no caía en las trampas.
Tal vez se trataba de un artefacto electrónico, a juzgar por los tubos y los alambres. Vickers volvió a remover las piezas con un dedo curioso, volvió a escuchar su tintineo.
“Un espía electrónico”, se dijo. Un objeto escurridizo y atento, que observaba cada uno de los gestos, un objeto capaz de grabar cuanto oía y veía, para rendir cuentas más tarde o para transmitir directamente el material conseguido. Pero ¿a quién se lo transmitiría? ¿y por qué? Tal vez no fuera un objeto espía, después de todo. Quizá se trataba se otra cosa, algo más simple o más perverso. Si hubiese sido un artefacto para ver y escuchar, instalado allí a fin de espiarlo, no se habría dejado atrapar. Hasta entonces Vickers no había visto ninguno; sin embargo llevaba meses enteros oyendo los pasos furtivos y las precipitadas huidas de lo que tomara por ratones. Cualquier artefacto espía estaría tan bien construido que sería capaz de mantenerse fuera de su vista, además de observarlo. Su eficacia dependía de que pasara desapercibido. No podía permitirse un descuido. Permanecería oculto, a menos que quisiera mostrarse.
A menos que quisiera mostrarse.
En el momento de escuchar el ruido él había estado ante el escritorio. Acababa de levantarse y de empujar la silla hacia adelante. Si el artefacto no hubiese corrido de rincón a rincón él jamás lo hubiera detectado. Y no tenía motivos para correr, pues el cuarto estaba en sombras, iluminado sólo por la lámpara del escritorio; además, en ese momento Vickers daba la espalda a la habitación.
Tuvo entonces la helada certeza de que el artefacto había querido ser detectado, atrapado en el rincón y hecho trizas con el pisapapeles. Había corrido deliberadamente para llamar la atención, y una vez logrado esto no trató de escapar.
Vickers se sentó unte el escritorio. Sintió que la frente se le cubría de sudor frío, pero no movió un dedo para enjuagarlo.
El artefacto había querido darse a conocer.
No se trataba del artefacto, naturalmente, sino de aquello que se ocultaba tras él, el ser o el objeto que lo había instalado en su casa. Llevaba meses acechando y escurriéndose para observar y escuchar. En ese momento el espionaje había llegado a su fin y era tiempo de otra cosa; era tiempo de hacer saber a Vickers que estaba bajo observación.
Pero ¿quién era el responsable, y a qué se debía aquello?
Luchó contra el pánico frío y desatado que se elevaba en su interior y se obligó a permanecer sentado en la silla. En algún momento de ese mismo día había de estar la clave. En alguna parte estaba la clave, y él debía reconocerla. Uno de los sucesos de esa jornada había inspirado a la agencia oculta tras el objeto espía la decisión de dejarle saber.
Repasó los acontecimientos del día, ordenándolos mentalmente como si los tuviera escritos en un cuaderno.
La niñita que había desayunado con él.
El recuerdo de un paseo disfrutado veinte años antes.
El artículo del periódico sobre la existencia de mundos múltiples.
Las mujeres que habían charlado en el asiento trasero del ómnibus y la señora Leslie, que estaba organizando un club.
Crawford y su historia sobre el mundo acorralado.
Las casas en venta a quinientos dólares por habitación.
El señor Flanders, sentado en el porche, hablando de un factor recién descubierto que impedía al mundo entrar en guerra.
El ratón que no era tal.
Pero eso no era todo, por supuesto. En algún punto había un detalle olvidado. Lo adivinaba sin saber cómo; sabía que pasaba algo por alto, cierto hecho tabulado que debía ocupar un sitio en la lista de cosas ocurridas ese día.
Si, Flanders había dicho que le intrigaba la organización de los negocios de chismes y el asunto de los carbohidratos. “Se está preparando algo”, había dicho.
Y más tarde se habían sentado en el porche a hablar de las reservas de conocimiento ocultas entre las estrellas y de un factor que impedía al mundo entrar en guerra, y de otro factor que había alejado al mundo de su ruta hacia casi cien años, para lanzarlo al galope. Flanders había pensado en todo eso sin prestarle mucha atención.
Pero ¿eran tan casuales sus cavilaciones? ¿o sabía más de lo que había dicho?.
Y si sabía más, ¿qué?.
Vickers echó la silla hacia atrás y se levantó. Eran casi las dos.
“No importa”, pensó. “Es hora de que descubra todo”.
Aunque fuera necesario irrumpir en su casa y sacarlo a empujones de la cama, a gritos, en camisa de dormir (porque seguramente Flanders no usaría pijamas), era hora de descubrirlo todo.
CAPITULO 13
Mucho antes de llegar a la casa de Flanders Vickers adivinó que algo malo ocurría. La casa estaba iluminada desde el sótano a la buhardilla. Por el patio caminaban varios hombres con linternas; había grupos reunidos, charlando. A lo largo de la calle, las mujeres y los niños habían salido a los porches envueltos apresuradamente en sus batas. Era como si esperaran ver algún extraño desfile que aparecería por la calle a las tres de la mañana.