En el grupo reunido junto al portón había varios hombres a quienes Vickers conocía. Estaban Eb, el mecánico, Joe, el exterminador, y Vic, que atendía la farmacia.
—¡Hola Jay! —dijo Eb—; es una suerte que hayas venido.
—¡Hola Jay! —dijo Joe.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
Fue Vic quien respondió:
—El viejo Flanders ha desaparecido.
—La casera se levantó a la noche para darle un medicamento —explicó Eb— y descubrió que no estaba. Lo buscó por un rato y al cabo salió a pedir ayuda.
—¿Lo han buscado bien?—preguntó Vickers.
—Sólo por los alrededores, pero ahora empezaremos a ensanchar el circulo. Tendremos que organizarnos un poco.
El propietario de la farmacia dijo:
—Al principio pensamos que se habría levantado a pasear por la casa o por el patio y quizá había sufrido algún ataque. Por eso buscamos por aquí.
—Hemos revisado toda la casa —agregó Joe—, de cabo a rabo; también inspeccionamos el patio. No hay señales de él.
—Tal vez salió a dar un paseo —arriesgó Vickers.
—Nadie en su sano juicio sale a caminar después de medianoche —afirmó Joe.
—En mi opinión no estaba en su sano juicio —intervino Eb—. No es que no me gustara; lo apreciaba, sí. En mi vida he visto un vejete más educado que él, pero tenía muchas rarezas.
Alguien llegó por la acera con una linterna.
—¿Están ustedes listos para organizarse?—preguntó el hombre de la linterna.
—Claro, comisario —respondió Eb—. Cuando guste. Esperábamos que usted diera la orden.
—Bien —dijo el comisario—, no podremos hacer gran cosa mientras no aclare, pero falta sólo un par de horas. Mientras tanto podríamos hacer algunas inspecciones rápidas por los alrededores. Algunos de los otros muchachos se abrirán en abanico para cubrir la ciudad y recorrerán todas las calles y callejones. Se me ocurrió que ustedes podrían echar un vistazo a la orilla del río.
—Cuente con nosotros —dijo Eb—. Díganos qué quiere y quédese tranquilo.
El comisario levantó la linterna hasta la altura de los hombros y los observó.
—Jay Vickers, ¿no?. Me alegro de que haya venido, Jay. Necesitamos de todos los hombres.
Vickers mintió sin saber por qué lo hacia:
—Oí desde mi casa que pasaba algo.
—Creo que usted conocía bien al anciano, mejor que nosotros.
—Solía venir a charlar conmigo casi todos los días.
—Lo sé. Nos llamó la atención, porque con los demás no hablaba.
—Teníamos algunas aficiones en común —explicó Vickers—. Creo que se sentía solo.
—La casera dijo que anoche él estuvo en su casa.
—En efecto. Se marchó poco antes de medianoche.
—¿Notó usted algo extraño en él? ¿Algo diferente en su modo de hablar?
—Vamos, oiga, comisario —interrumpió Eb—. No pensará que Jay tiene algo que ver con esto, ¿verdad?.
—No —replicó el comisario—. No, supongo que no.
Y agregó, bajando la linterna:
—Hagan el favor de bajar al río. Al llegar allí, sepárense. Que algunos vayan rió arriba y otros en dirección contraría. No creo que nadie encuentre nada, pero es mejor asegurarse. Vuelvan antes del amanecer para que empecemos con una búsqueda más a fondo.
Y se marchó por el empedrado, balanceando su linterna.
—Creo que será mejor ir andando —dijo Eb—. Yo iré con un grupo río abajo. Tú, Joe, ve con los demás hacia arriba. ¿Todos de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Joe.
Cruzaron el portón y bajaron por la calle hasta llegar a la esquina. Allí tomaron por la calle lateral para bajar hasta el puente.
—Aquí nos separamos —indicó Eb—. ¿Quién irá con Joe?
Varios hombres se adelantaron.
—Bien —prosiguió Eb—. El resto vendrá conmigo.
Los dos grupos se separaron antes de bajar al rió. Una niebla fría se cernía a la ribera. El agua chapoteaba rápida y suavemente en la oscuridad. Un pájaro nocturno chilló desde la otra orilla. La luz de las estrellas se reflejaba, hecha astillas, en la superficie en movimiento.
Eb preguntó:
—¿Crees que lo hallaremos, Jay?
—No —respondió Vickers, lentamente—. No, no creo. No sé por qué, pero estoy seguro de que no lo hallaremos.
CAPITULO 14
Cuando Vickers volvió a su casa había caído ya la noche. El teléfono estaba sonando y tuvo que correr por la sala para atenderlo. Era Ann Cuter.
—Me he pasado el día tratando de comunicarme contigo. Estaba muy preocupada. ¿Dónde estabas?.
—Fuera de casa, buscando a un hombre.
—Jay, no te hagas el gracioso —pidió ella—. Por favor déjate de bromas.
—No es broma. Es un anciano, vecino mío. Desapareció. Estuve ayudando en la búsqueda.
—¿Apareció?
—No, no lo hallamos.
—¡Qué pena!—exclamó ella—¿Era buen hombre?
—De los mejores.
—Tal vez lo hallen más adelante.
—Tal vez —respondió Vickers—. ¿Por qué estabas tan preocupada?
—¿Recuerdas lo que dijo Crawford?
—Dijo muchas cosas.
—Acerca del próximo artículo que aparecería en el mercado. Un vestido por cincuenta centavos.
—Ahora que lo mencionas, sí, me acuerdo.
—Bien, ya está.
—¿Qué es lo que está?
—Apareció el vestido. Pero no cuesta cincuenta centavos, sino ¡quince!
—¿Compraste alguno?
—No, Jay. Estaba demasiado asustada para comprarlo. Iba caminando por la Quinta Avenida y vi un letrero en un escaparate, un letrero pequeño y discreto. Decía que el vestido en exhibición estaba en venta a quince centavos. ¿Lo imaginas, Jay? ¿Un vestido de quince centavos en la Quinta Avenida?
—No, no puedo imaginarlo —confesó Vickers.
—¡Era tan bonito…! Brillaba. No era brillo de pedrería ni de lentejuelas; era la tela lo que brillaba, como si estuviera viva. Y el color… Jay, era el vestido más bonito que he visto en mi vida. Y pude haberlo comprado por quince centavos, pero me faltó coraje. Recordé lo que nos había dicho Crawford y me quedé helada, mirándolo.
—Bueno, es una lástima —dijo Vickers—. Junta coraje y vuelve por la mañana. Quizá todavía lo tengan.
—Pero eso no importa, Jay, ¿no lo comprendes?. Eso prueba que Crawford tenía razón. Sabe lo que dice; es cierto que existe una conspiración y que el mundo está acorralado.
—~,Y qué puedo hacer yo?
—Bueno, yo… No sé, Jay. Creí que te interesaría.
—Me interesa —replicó Vickers—. Y mucho.
—Jay, se está preparando algo.
—Tranquilízate, Ann. Es claro que se está preparando algo.
—Pero ¿qué es?. No. es sólo lo que Crawford dijo. No sé como…
—Tampoco yo lo sé. Pero es algo grande. Escapa a tu alcance y al mío. Tengo que pensarlo.
De pronto la tensión desapareció de la voz de Ann.
—Jay —dijo—, ahora me siento mejor. Me hizo bien hablar contigo.
—Mañana saldrás de compras —le dijo él—, e irás a comprar varios vestidos de quince centavos. Ve temprano, antes de que llegue la multitud.
—¿Qué multitud?. No comprendo.
—Mira, Ann, cuando corra la noticia la Quinta Avenida se convertirá en un atolladero de compradoras en busca de gangas.
—Creo que tienes razón —respondió ella—. Llámame mañana, ¿quieres, Jay?
—Lo haré.
Se despidieron y él cortó. Permaneció inmóvil por un instante, tratando de decidir lo que haría a continuación.
Había que cenar, buscar el periódico y verificar si había correspondencia.
Abrió la puerta y desandó el sendero hasta el pequeño buzón de la entrada. Sacó de él unas pocas cartas y las revisó de prisa; había muy poca luz y no pudo distinguir los remitentes. Parecían ser, en su mayoría, envíos de propaganda. Y unas cuantas facturas a pagar, aunque recién comenzaba el mes.