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Ya de regreso en la casa encendió la lámpara del escritorio y dejó las cartas sobre la mesa. Junto a la lámpara estaba todavía el embrollo de tubos y discos que había recogido del suelo la noche anterior. Fijó por un momento la vista en ellos, tratando de recuperar la correcta perspectiva del tiempo. Había sido tan sólo la noche anterior, pero parecían haber pasado semanas enteras desde que arrojara el pisapapeles contra el rincón.

Y nuevamente volvió a quedarse inmóvil, como entonces, con la sensación de que en alguna parte estaba la clave de todo. Sólo hacía falta saber cómo buscarla.

El teléfono volvió a sonar. Era Eb.

—¿Qué piensas del asunto?—preguntó.

—No sé qué pensar.

—Está en el fondo del río —aseguró Eb—. Es allí donde está, como le dije al comisario. Mañana por la mañana, en cuanto salga el sol, empezarán a dragarlo.

—No sé —dijo Vickers—. Quizá tengas razón, pero no creo que haya muerto.

—¿Por qué, Jay?

—Tampoco lo sé. No es por un motivo preciso. Un presentimiento, nada más.

—Te llamé porque tengo algunos de esos coches Eterno —aclaró Eb, cambiando de tema—. Me llegaron esta tarde. Pensé que a lo mejor te habías decidido a comprar uno.

—No lo he pensado mucho, Eb, para serte sincero. Pero tal vez me interese.

—Por la mañana te llevaré uno. Así podrás probarlo y decidir qué te parece.

—Magnífico.

—De acuerdo —dijo Eb—. Hasta mañana.

Vickers volvió al escritorio y recogió las cartas. No había facturas. De las siete, seis eran folletos de propaganda; y la séptima venia en un sobre blanco cubierto de escritura temblorosa.

Lo abrió. Dentro había una sola hoja de papel, meticulosamente doblada. Decía:

Mi querido amigo Vickers:

Confío en que ésta no lo encuentre demasiado exhausto tras los agotadores esfuerzos que, indudablemente, le habrá exigido la búsqueda de mi persona.

No me caben dudas de que mis acciones impondrán a los gentiles habitantes de esta excelente aldea ciertas inusitadas diligencias, que redundarán en perjuicio de los asuntos propios, pero tampoco ignoro que disfrutarán intensamente de ellas.

Sé que usted no revelará la recepción de ésta carta ni se comprometerá más de lo necesario para convencer a nuestros vecinos de que es inútil proseguir la búsqueda. Puedo asegurarle que soy muy feliz; sólo la necesidad del momento me obligó a hacer lo que hice.

Le dirijo esta nota por dos razones. En primer lugar para aliviarlo de cualquier intranquilidad que pueda sentir por mi suerte. En segundo término, para abusar de nuestra amistad hasta el punto de ofrecer un consejo sin que me haya sido solicitado.

Desde hace algún tiempo vengo pensando que usted se limita demasiado a su obra; tal vez le convendría tomarse unas pequeñas vacaciones. Sería una excelente idea hacer una visita a los escenarios de su infancia y recorrer los senderos que holló cuando niño. Eso podría ayudarle a limpiar el polvo y a ver con ojos más claros.

Su amigo

Horton Flanders

CAPITULO 15

“No iré”, pensó Vickers. “No puedo ir. Esos lugares ya no representan nada para mí y no quiero que cobren significado ahora, después de esforzarme durante tantos años por olvidarlos.”

Habría podido verlos con sólo cerrar los ojos: la arcilla amarillenta de los trigales lavados por la lluvia, las rutas blancas de polvo, zigzagueantes por los riscos y los valles, los solitarios buzones posados sobre cercos ruinosos, los portones raídos, las casas maltratadas por el clima, el ganado escuálido que bajaba hacia la pradera, siguiendo el sendero estrecho abierto por sus cascos, los perros hambrientos que salían ladrando a la carrera cuando uno pasaba ante las granjas.

“Si regreso me preguntarán por qué volví y cómo me ha ido. Dirán: ” ¡Qué pena lo de su papá!; era muy buen hombre”. Se sentarán en cajones invertidos, frente a la tienda, masticando tabaco. Y lo escupirán sobre la acera mirándome de soslayo. “Así que usted escribe libros”, dirán. “Vaya, un día de éstos tendré que leer alguno. Nunca los oí nombrar.”

Iría al cementerio y se detendría unte una lápida, con el sombrero en la mano, para escuchar el gemido del viento entre los poderosos pinos que rodeaban el camposanto. Y pensaría: “Si al menos hubiese podido llegar a algo en la vida a tiempo para que tú lo supieras, para que ustedes dos se sintieran orgullosos de mi y se pavonearan un poco ante los vecinos… Pero no lo hice, por supuesto.”

Recorrería en auto las rutas de su infancia, y se detendría junto al riachuelo para franquear la cerca de alambre de púas y bajar al pozo donde pescaba. Pero el arroyo sería sólo un hilo de agua, y el agujero un lodoso ensanchamiento de ese hilo. Y el árbol sobre el cual solía sentarse habría desaparecido, arrastrado por las crecientes de primavera. Contemplaría las colinas, que serían las mismas, pero también extrañas, y se preguntaría en qué radicaba la diferencia. Pero no podría dilucidarlo. Y así seguiría su camino pensando en el arroyo, en las colinas extrañas, más y más solitario con el correr de los minutos. Y al fin se marcharía. Apretaría a fondo el acelerador, aferrado al volante, tratando de no pensar.

Y también (había que admitirlo) pasaría en coche frente a la gran casa de ladrillo, la del pórtico y los abanicos sobre la puerta. Pasaría muy despacio para mirarla mejor; las persianas estarían sueltas y ruinosas; la pintura, descascarada. Las rosas del portón se habrían marchitado en algún invierno frío y tempestuoso.

“No iré”, se dijo. “No iré.”

Y sin embargo tal vez fuera.

“Eso podría ayudarle a limpiar el polvo”, había escrito Flanders, “a ver con ojos más claros”.

¿A ver qué cosa con ojos más claros?

¿Acaso había algo en las praderas de su niñez que pudiera ayudarle a explicar esa situación, algún factor oculto algún símbolo abstracto que pasara por alto? ¿Se trataba quizá de algo que había visto muchas veces sin reconocerlo?

¿O todo era imaginación suya y estaba dando importancia a palabras que no la tenían? ¿Cómo saber de seguro que Flanders, el del traje raído y el bastón ridículo, tenía alguna vinculación con la historia de Crawford sobre la humanidad acorralada?

No, no había la menor evidencia. Sin embargo Flanders había desaparecido dejándole una nota. Le aconsejaba limpiar el polvo para ver mejor. Y tal vez sólo quería decir que limpiando el polvo podría escribir mejor, para que los originales apilados sobre su escritorio fueran su obra maestra; pues el autor habría contemplado la vida y la humanidad con ojos limpios de polvo. El polvo del prejuicio, tal vez, o el polvo de la vanidad. O simplemente el polvo de no ver las cosas con tanta agudeza como correspondía.

Vickers posó una mano sobre las hojas y las hizo correr bajo el pulgar, en un gesto distraído y casi amoroso. ¡Qué poco había hecho, cuánto le quedaba por hacer! Y durante dos días no había escrito una palabra. Dos días enteros perdidos.

Para escribir como era debido necesitaba sentarse en calma, concentrarse, apartarse del mundo y dejar después que el mundo viniera a él, un poquito por vez, un mundo selecto que él podía analizar y volcar sobre el papel con una claridad y una agudeza inconfundibles.

“En calma”, se dijo. “Dios mío, ¿qué calma puede haber cuando uno tiene mil preguntas y mil dudas hurgándole la mente?”.