Habían sido sin duda esas características (aunque hasta entonces no lo había considerado así) las que le obligaran a buscar alojamiento en esa aldea aislada, confinándolo a un reducido círculo de amistades; por ellas se había vuelto hacia el sendero solitario de la literatura, para volcar sobre el papel las emociones contenidas y los pensamientos solitarios que necesitaban una vía de escape.
Sobre su condición de hombre diferente había construido su vida; tal vez de esa misma condición había surgido el poco éxito alcanzado hasta entonces.
Estaba instalado en un sendero abierto por él mismo, un sendero bienamado y pulido, pero algo acababa de impulsarlo hacia fuera. Todo había comenzado con la niñita que desayunara con él, y con Eb, que le hablaba del coche Eterno. Y después Crawford, y las extrañas palabras de Flanders; finalmente, el cuaderno recordado tras tantos años y hallado en la caja de la buhardilla.
Coches eternos y carbohidratos sintéticos; Crawford y su mundo acorralado. De algún modo todas esas cosas estaban vinculadas entre sí, y él tenía también cierta relación con ellas.
Era enloquecedor: estaba convencido de todo ello sin la menor prueba, sin un atisbo de motivos, sin una vaga pista que le revelara cuál podía ser su papel.
Comprendió que todo había sido siempre así, aun en las pequeñas cosas; era eterna en él la sensación de que sólo necesitaba alargar la mano para alcanzar cierta verdad, pero que jamás sería capaz de extenderse lo bastante como para expresarla.
Había mucho de absurdo en eso de saber que algo era cierto sin conocer la causa. Sabía, por ejemplo, que había sido correcto rehusar la oferta de Crawford aunque todo le urgía a aceptarla. Que Horton Flanders no aparecería jamás por pocas razones que hubiera para no creer lo contrario.
Quince años atrás se había enfrentado a cierto problema para resolverlo a su modo, casi sin darse cuenta; la solución había sido apartarse de la raza humana. Tras retroceder hasta apretar la espalda contra la pared pudo gozar de cierta paz. Y ahora, extrañamente, esa sensación de presentimiento, casi de precognición, parecía revelarle que el mundo y los problemas humanos volvían a acosarlo. Ya no podía retroceder más, aunque así lo quisiera. Cosa extraña: no sentía tampoco deseos de hacerlo. Era mejor así, pues no había ya sitio adonde huir.
Allí, a solas en la buhardilla, se quedó escuchando el viento que susurraba contra el alero.
CAPITULO 17
Alguien llamaba violentamente a la puerta de entrada, gritando el nombre de Vickers. Transcurrieron uno o dos segundos antes de que éste reaccionara. Se levantó, dejando caer el cuaderno al suelo, arrugado y con las hojas hacia abajo.
—¿Quién es?—preguntó—¿Qué pasa allí!
Pero su voz no era sino un susurro áspero.
—Jay —gritó la voz—, Jay ¿estás ahí?
Bajó a saltos las escaleras y corrió hasta la sala. Eb ya había abierto la puerta.
—¿Qué pasa Eb?
—Escucha, Jay —dijo Eb—, tienes que salir de aquí.
—¿Por qué?
—Creen que tú liquidaste a Flanders.
Vickers alargó una mano para aferrarse al respaldo de una silla.
—Ni siquiera te pregunto si lo hiciste —dijo Eb—. Estoy bien seguro de que no. Por eso quiero darte una oportunidad.
—¿Una oportunidad?—dijo Vickers— ¿De qué hablas?
—Están reunidos en la taberna —explicó Eb— organizándose para lincharte.
—¿Quiénes?
—Todos tus amigos —dijo el mecánico con amargura—. Alguien los ha soliviantado. No sé quién fue. No perdí tiempo en averiguarlo. Vine directamente a tu casa.
—¡Pero si a mí me gustaba Flanders! Era el único que hablaba con él, su único amigo.
—No tienes tiempo. Debes marcharte.
—¿Adónde? No tengo coche.
—Te traje uno de los Eterno. Nadie lo sabe. Nadie sabrá que tú vas en él.
—No puedo huir. Tienen que escucharme.
—¡No seas tonto! No es el comisario el que viene con una orden de arresto. Es una turba. ¿Crees que van a escucharte?
Se acercó a grandes pasos y tomó a Vickers por el brazo.
—¡Muévete, idiota!—exclamó—. Me he jugado el pellejo para venir a avisarte. Ahora no puedes perder la oportunidad.
Vickers se liberó de él, diciendo:
—Está bien, me iré.
—¿Tienes dinero?
—Algo tengo.
—Aquí tienes más.
Eb metió la mano en el bolsillo y sacó un delgado fajo de billetes. Vickers los tomó y los guardó en su propio bolsillo.
—El auto tiene el tanque lleno —aclaró Eb—. La caja de cambios es automática. Se conduce como todos los demás. Dejé el motor en marcha.
—No me gusta hacer esto, Eb.
—Te comprendo, pero si no quieres que haya aquí un asesinato no tienes otro remedio.
Y lo empujó hacia la puerta.
—Vamos, muévete.
Vickers bajó al trote por el sendero, mientras Eb lo seguía a grandes pasos. El coche estaba ante el portón. Eb había dejado las puertas abiertas.
—Adentro. Sal directamente a la carretera principal.
—Gracias, Eb.
—Vete.
Vickers puso el cambio en marcha directa y aceleró. El coche arrancó suavemente, cobrando velocidad en poco tiempo. Alcanzó la carretera principal y giró hacia el oeste.
Recorrió muchos kilómetros, huyendo tras el cono de luz arrojado por los faros delanteros. Sentía un vago aturdimiento por lo que ocurría: él, Jay Vickers debía escapar de un linchamiento preparado por sus vecinos.
Alguien los había soliviantado, según dijera Eb. ¿Y quién podía ser el responsable? Alguien que lo odiaba, tal vez.
Supo la respuesta aun mientras lo pensaba. Volvió a sentir la amenaza y el terror que había experimentado al enfrentarse a Crawford, la misma amenaza, el mismo temor no reconocidos entonces, que le habían hecho rechazar el ofrecimiento de escribir ese libro.
“Se está preparando algo”, había dicho Horton Flanders, de pie a su lado ante el escaparate del negocio de chismes.
Y algo se preparaba ya.
Había adminículos eternos fabricados por firmas inexistentes. Una organización de comerciantes de todo el mundo, arrinconados por un enemigo a quien no podían devolver los golpes. Y Horton Flanders hablaba de factores nuevos y extraños que mantenían al mundo fuera de la guerra. Había también fingidores que preferían ocultarse a la realidad del día jugando a las visitas a el pasado.
Y por último estaba él, Jay Vickers, huyendo hacia el oeste.
Hacia medianoche supo qué hacia y qué dirección llevaba. Iba hacia donde Horton Flanders le había indicado; hacía lo que nunca había pensado hacer.
Volvía hacia su propia niñez.
CAPITULO 18
Todos estaban exactamente como él esperaba encontrarlos, sentados frente a la tienda, ya fuera sobre el banco o sobre cajones invertidos. Volvieron hacia él sus miradas recelosas, diciendo:
—Sentimos lo de su papá, Jay. Era muy buen hombre.
—Así que escribe libros, ¿no? Tendré que leer alguno un día de éstos. Nunca los oí nombrar.
—¿Irá a visitar la casa?
Vickers respondió:
—Sí, esta tarde.
—Está cambiada —le advirtieron—. Todo está cambiado. Ya no vive nadie allí.
Le dijeron:
—Las granjas se han ido al demonio. No se gana un centavo con ellas. Por los carbohidratos. Hay muchos que no pueden seguir adelante y el banco se las quita o tienen que vender por nada. Muchas han sido compradas para pastoreo. Ponen un alambrado y listo: se puede soltar el ganado. Ni siquiera tratan de sembrar. En el invierno compran alimentos en el oeste y en el verano lo dejan suelto para engordarlo hasta el otoño.