Por entonces él era joven, tan joven que hacia daño pensar en eso. Y porque era joven no pudo entender que ella (esa muchacha perteneciente a una antigua casa ancestral, de abanicos sobre las puertas y pórtico de columnas) no pudiera tomar muy en serio a un muchacho cuyo padre tenía una granja agotada, donde el trigo crecía enfermizo y débil. O tal vez la ruptura se debió a la familia, pues también ella era demasiado joven para comprender bien aquello. Tal vez ella discutió con los suyos, entre lágrimas y palabras duras. Vickers no lo supo nunca. Después de aquella caminata por el valle encantado volvió a visitarla, pero ya la habían enviado a una escuela del este; él ya no volvió a saber de la niña.
En aras del recuerdo había vuelto a caminar por el valle, tratando de captar algo que le devolviera el encantamiento del paseo anterior. Pero los manzanos silvestres habían perdido los capullos; la alondra no cantaba igual y el encanto se había desvanecido en alguna tierra de Nunca Jamás. Ella se había llevado la magia consigo.
El periódico se le cayó. Se inclinó para recogerlo y lo abrió. Las noticias eran tan monótonas como siempre.
El último rumor de pacificación seguía en marcha, pero la guerra fría estaba en su apogeo. Claro que esa guerra fría llevaba ya muchos años y prometía prolongarse por varios más. Los últimos cuarenta años habían sido un desfile de crisis, rumores, amenazas de conflagraciones definidas que jamás se producían; en la actualidad el mundo, ya cansado de esa situación, bostezaba ante los nuevos rumores de pacificación y ante las crisis, que se vendían por docena.
Alguien, en un oscuro colegio de Georgia, había establecido un nuevo récord en el deporte de tragar huevos crudos. Una encantadora estrellita cinematográfica estaba a punto de volver a cambiar de marido. Los trabajadores del acero amenazaban con declararse en huelga.
Había un largo artículo sobre la desaparición de gente; lo leyó hasta la mitad, mientras le duró el interés. Al parecer cada vez era mayor el número de personas que desaparecía de los lugares habituales; se evaporaban familias enteras y la policía de todo el país comenzaba a enloquecer. Según decía el artículo, siempre había desaparecido gente, pero siempre de a una persona por vez. En esos momentos se daba el caso de que dos o tres familias se evaporaran súbitamente de la misma comunidad, y dos o tres de cualquier otra, sin que nadie dejara rastro. Por lo común pertenecían a los sectores más pobres. Hasta entonces quienes desaparecían habían tenido siempre algún motivo, pero en los casos de estas desapariciones masivas no había más razones que la pobreza; ni el cronista ni sus entrevistados lograban imaginar la posibilidad de que alguien desapareciera, voluntariamente o no, por el mero hecho de ser pobre.
Un titular decía: No hay sólo un mundo, dice un sabio. Leyó parte del artículo.
BOSTON, MASS. (AP)—Podría haber otra Tierra existente sólo un segundo más allá de la nuestra y otra un segundo más atrás, y otra más con dos segundos de retraso. El lector puede darse una idea: se trataría de una constante cadena de mundos, uno detrás de otro.
Tal es la teoría del doctor Vincent Aldridge…
Vickers dejó caer el periódico al suelo y contempló el jardín, rico en flores, maduro bajo los rayos del sol. Allí había paz, en ese florido rincón del mundo: al menos allí la había. Una paz compuesta de muchas cosas, de rayos dorados, del murmullo de las hojas estivales estremecidas por el viento, de pájaros, flores y girasoles, de cercas necesitadas de pintura y algún pino viejo que moría en silenciosa tranquilidad, tomándose su tiempo, en amistad con la hierba, las flores y los otros árboles.
Allí no había rumores ni amenazas, sólo una calmosa aceptación del curso cronológico, de la sucesión que formaban inviernos y veranos, luna y sol. Allí la vida era un don que debía ser mimado y protegido, y no un derecho a conservar en dura lucha contra los otros seres vivientes.
Vickers miró su reloj. Era hora de marcharse.
CAPITULO 3
Eb, el del taller, levantó sus nalgas grasientas y lo miró de soslayo por entre el humo de su cigarrillo, que le colgaba de entre los labios ennegrecidos.
—Mira, Jay, las cosas son así—dijo—. No te arreglé el coche.
—Quería ir a la ciudad —repuso Vickers—, pero si mi coche no está listo…
—No lo necesitas más. Creo que es por eso que no lo compuse. Se me ocurrió que era sólo malgastar el dinero.
—No está tan acabado —protestó Vickers—. Aunque parezca una ruina le quedan muchos kilómetros por recorrer.
—Claro, todavía le queda uso. Pero tú vas a comprar uno de esos coches Eterno que acaban de salir.
—¿Coches Eterno? —repitió Vickers— ¡Vaya nombre curioso para un auto!
—No tiene nada de curioso —dijo Eb, tozudo—. Es eterno de veras. Por eso le llaman así. Ayer vino un hombre para explicarme y me preguntó si quería uno. Yo le dije que sí, por supuesto, y él me respondió que era una decisión inteligente, porque desde ahora en adelante no se vendería otro auto que no fuera el Eterno.
—A ver, espera un momento —interrumpió Vickers—. Aunque lo llamen Eterno, no ha de durar por siempre. Ningún coche es eterno. Veinte años, una vida entera, te lo creería, pero no por siempre.
—Jay, eso es lo que me dijo el hombre —declaró Eb—. Me dijo: “Compre uno de éstos y úselo toda la vida. Cuando usted muera, déjelo en herencia a su hijo, y él, cuando muera a su vez, podrá dejarlo al suyo, y así eternamente. Tiene garantía sin vencimiento. Si le ocurre algo lo componen o te dan uno nuevo. La única excepción es el asunto de las cubiertas: hay que cambiarle cubiertas porque se gastan como en cualquier otro vehículo. La pintura también, pero tiene una garantía de diez años; si se arruina en menor tiempo lo repintan gratuitamente.
Podría ser —dijo Vickers—, pero me parece difícil. No pongo en duda que podrían hacer los coches mucho mas duraderos de lo que son, pero si los fabricaran demasiado bien no habría más compras. Ningún fabricante en su sano juicio haría un auto que durara para siempre. Eso acabaría con su negocio. En primer lugar, sería demasiado caro…
—Ahí es donde te equivocas —le interrumpió Eb—. Mil quinientos, eso es todo. No hace falta comprar accesorios ni hacerle mejoras. Te lo dan completo por mil quinientos.
—No ha de ser gran cosa en cuanto a aspecto, en ese caso.
—Es lo más elegante que hayas visto en tu vida. El que vino conducía uno y tuve oportunidad de mirarlo bien. El color que prefieras. Cromo y acero inoxidable por todos lados. Los artefactos más modernos. Y en cuanto a la dirección… ¡una seda, hombre! Pero haría falta acostumbrarse a ese coche. Quise echarle un vistazo al motor y no pude abrir el capó. “¿Qué hace?”, me preguntó el tipo. Le dije que quería ver el motor y me contestó: “No hace falta. Nunca le pasa nada. Es innecesario abrir eso.” Yo le pregunté: “Pero ¿por dónde se le pone el aceite?” ¿Y sabes lo que me contestó? “Bueno, lo que ocurre es que no necesita aceite”, me dice, “sólo gasolina.”
Eb concluyó:
—En uno o dos días recibiré diez o doce de esos coches. Será mejor que me reserves uno.
Vickers negó con la cabeza:
—Ando escaso de dinero.
—Esa es otra ventaja. La compañía recibe tu coche como parte de pago a muy buen precio. Creo que podría darte mil dólares por el cascajo.
—No los vale, Eb.
—Ya lo sé, pero el tipo me dijo: “Ofrezca más de lo que valga el coche usado. No se preocupe. Nosotros lo arreglaremos con usted.” No parece buen sistema para ganar dinero, si uno lo piensa bien, pero si ellos quieren operar de ese modo yo no tengo por qué oponerme.